Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (36 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Glyneth se le acercó confiadamente. Este no parecía un hombre que se tomara libertades.

—¿Eres Numinante?

—¿Qué quieres, muchacha?

—Quiero denunciar un delito.

—Habla. Ése es mi oficio.

—En la encrucijada conocimos a un tal Nhabod, o Nab el Angosto, quien esperaba que cayeran los cadáveres para quitarles la ropa. Hablamos un rato, luego seguimos nuestro camino. A menos de un kilómetro, salió del bosque un salteador que nos quitó todo lo que teníamos.

—Querida mía —dijo Numinante—, quien os robó fue nada menos que el gran Janton Cortagargantas. La semana pasada colgué a seis de sus compinches. Él quería quitarles los zapatos para su colección. La ropa le importa un bledo.

—Pero nos habló de Tonker el carpintero, Bosco el cocinero, el ladrón Pirriclaw y otro cuyo nombre no recuerdo…

—Es posible. Asolaban la campiña con Janton, como una jauría de perros salvajes. Pero Janton abandonará esta región para instalarse en otra parte. Algún día lo colgaré también, pero… debemos gozar de estos placeres cuando se presentan.

—¿No puedes enviar una partida a buscarlo? —preguntó Dhrun—. Cogió mi amuleto y nuestra cartera de dinero.

—Podría —dijo Numinante—, ¿pero de qué serviría? Tiene escondrijos por todas partes. De momento, lo único que puedo hacer es alimentaros a expensas del rey. ¡Enríe! Ofrece a estos niños la mejor comida. Una de esas gordas gallinas del espetón, una buena tajada de carne y otra de pastel, con sidra para digerirlo.

—Al instante, Numinante.

—Una cosa más —dijo Glyneth—. Como ves, las hadas del bosque han cegado a Dhrun. Nos aconsejaron que buscáramos a un mago que solucionara el problema. ¿Puedes sugerirnos a alguien que pueda ayudarnos?

Numinante bebió un buen trago de cerveza.

—Sé de tales personas —dijo tras reflexionar—, pero sólo de oídas. En este caso no puedo ayudaros, pues no sé nada de magia, y sólo los magos conocen a otros magos.

—Janton sugirió que visitáramos la feria de Avellanar y averiguáramos allí.

—Es un buen consejo… a menos que se proponga asaltaros de nuevo en el camino. Veo que Enríe os ha servido una buena comida. Disfrutadla.

Abatidos, Dhrun y Glyneth siguieron a Enric hasta la mesa que les había preparado. Aunque les ofrecía lo mejor, no le encontraban sabor a la comida. Vanas veces Glyneth abrió la boca para decirle a Dhrun que sólo había perdido un vulgar guijarro, que su piedra mágica se había hecho trizas, pero tantas otras la cerró, avergonzada de confesar su engaño.

Enric les indicó el camino a Avellanar.

—Id colina arriba y valle abajo durante veinticinco kilómetros, luego atravesad el bosque de Wheary y las Tierras Flacas, pasando las Colinas Lejanas, después seguid el río Sham hasta Avellanar. Tardaréis unos cuatro días. Me imagino que no tenéis mucho dinero.

—Tenemos dos coronas de oro, señor.

—Permitidme cambiar una por dos florines y peniques y tendréis menos dificultades.

Con ocho florines de plata y veinte peniques de cobre tintineando en una pequeña bolsa de paño, y con una sola corona de oro a salvo en el pantalón de Dhrun, ambos emprendieron el camino hacia Avellanar.

Cuatro días después, hambrientos y doloridos, Dhrun y Glyneth llegaron a Avellanar. No habían tenido contratiempos salvo por un episodio cerca de la aldea Maude. A medio kilómetro de la ciudad oyeron quejidos que venían de la zanja del borde del camino. Corrieron a mirar y descubrieron a un hombre viejo y tullido que se había desviado de la carretera y había caído en una mata de bardana.

Dhrun y Glynet lo sacaron de allí con gran esfuerzo y lo llevaron hasta la aldea, donde se desplomó en un banco.

—Gracias, niños —dijo—. Si he de morir, mejor aquí que en una zanja.

—¿Pero por qué debes morir? —preguntó Glyneth—. He visto gentes vivas en peores condiciones.

—Tal vez, pero estaban rodeadas por seres queridos o eran capaces de trabajar. Yo no tengo un cobre y nadie me contrata, así que moriré.

Glyneth llevó a Dhrun aparte.

—No podemos abandonarlo aquí.

—Tampoco podemos llevarlo —dijo Dhrun con voz hueca.

—Lo sé. Mucho menos podría irme dejándolo allí, desesperado.

—¿Qué quieres hacer?

—Sé que no podemos ayudar a todos los que encontramos, pero podemos ayudar a esta persona.

—¿La corona de oro? —Sí.

Dhrun, sin decir palabra, extrajo la moneda del pantalón y se la dio a Glyneth. Ella se la llevó al viejo.

—Es todo lo que podemos darte, pero te ayudará por un tiempo.

—¡Mis bendiciones para ambos!

Dhrun y Glyneth fueron a la posada y descubrieron que todos los cuartos estaban ocupados.

—El depósito del establo está lleno de heno fresco, y podéis dormir allí por un penique. Si me ayudáis una hora en la cocina, os daré de comer.

En la cocina, Dhrun peló habichuelas y Glyneth fregó ollas hasta que el posadero entró.

—¡Está bien, está bien! Veo mi reflejo en ellas. Venid, os habéis ganado la cena.

Los llevó a una mesa en un rincón de la cocina y les sirvió primero una sopa de puerros y lentejas, luego trozos de cerdo asado con manzanas, pan y salsa, y de postre un melocotón a cada uno.

Se fueron de la cocina cruzando el comedor, donde parecía haber una gran celebración. Tres músicos con tambores, un caramillo y un doble laúd tocaban alegres canciones. Entre los presentes, Glyneth descubrió al viejo tullido a quien habían dado la moneda de oro. Ahora estaba ebrio y bailaba enérgicamente alzando ambas piernas en el aire. Luego abrazó a la camarera y ambos bailaron una danza extravagante de un lado a otro del salón. El viejo ceñía la cintura de la camarera con un brazo y con el otro alzaba un cuenco de cerveza.

—¿Quién es ese viejo? —preguntó Glyneth a uno de los curiosos—. Cuando lo vi por última vez estaba moribundo.

—Es Ludolf el pícaro y está tan moribundo como tú o como yo. Se va de la ciudad, se instala cómodamente junto al camino. Cuando pasa un viajero, se pone a gemir lastimeramente, y a veces los viajeros lo traen a la ciudad. Ludolf lloriquea y se queja hasta que el viajero le da un par de monedas. Hoy debe de haber encontrado a un dignatario de las Indias.

Entristecida, Glyneth condujo a Dhrun al establo, y subieron por la escalera hasta el pajar. Allí contó a Dhrun lo que había visto en el comedor. Éste se enfureció. Apretó los dientes y arqueó las comisuras de la boca.

—¡Desprecio a los mentirosos y embaucadores! —Glyneth rió de mala gana.

—Dhrun, no nos amarguemos. No diré que aprendimos una lección, porque es posible que mañana hagamos lo mismo.

—Con muchas más precauciones.

—Es verdad. Pero al menos no tenemos por qué avergonzarnos de nosotros mismos.

De Maude a Avellanar el camino los llevó por un variado paisaje de bosque y campo, montaña y valle, pero no sufrieron daños ni sobresaltos, y llegaron a Avellanar al mediodía del quinto día de viaje. El festival aún no había comenzado, pero ya estaban construyendo puestos, pabellones y plataformas.

Glyneth, de la mano de Dhrun, evaluó las actividades.

—Parece que aquí habrá más mercaderes que gente común. Quizá se vendan cosas entre ellos. Es verdaderamente alegre, con todos los martillazos y banderas.

—¿Qué es ese olor tan delicioso? —preguntó Dhrun—. Me recuerda el hambre que tengo.

—A unos veinte metros un hombre con sombrero blanco está friendo salchichas. Admito que el olor es tentador… pero sólo tenemos siete florines y algunos peniques, y espero conservarlos hasta que podamos ganar más dinero.

—¿El vendedor de salchichas vende mucho?

—Parece que no.

—Entonces tratemos de conquistarle clientes.

—Muy bien, ¿pero cómo?

—Con esto. —Dhrun extrajo su gaita.

—Buena idea —Glyneth condujo a Dhrun hasta el puesto—. Ahora toca —susurró—. ¡Valientes melodías, alegres melodías, hambrientas melodías!

Dhrun se puso a tocar, al principio lenta y tímidamente, y luego sus dedos parecieron moverse por sí solos, volando sobre el instrumento, que emitió adorables y estridentes melodías. La gente se detenía a escuchar alrededor del puesto, y muchos compraban salchichas, así que el vendedor estuvo muy atareado.

Al rato Glyneth se acercó al vendedor.

—Por favor, ¿puedes darnos salchichas? Tenemos mucha hambre. Después de comer, tocaremos otra vez.

—A mi entender, es un buen trato. —El vendedor les dio pan y salchichas fritas, y Dhrun tocó de nuevo: jigas y toda clase de danzas que hacían vibrar los talones y temblar la nariz con el aroma de las salchichas fritas. Al cabo de una hora, el vendedor había agotado toda su mercancía, por lo que Glyneth y Dhrun se alejaron del puesto.

A la sombra de un carromato había un hombre alto y joven de hombros fuertes y anchos, piernas largas, nariz grande y ojos claros y grises. Tenía pelo lacio de color arena, pero no llevaba ni barba ni bigote. Cuando Glyneth y Dhrun pasaron junto a él, se les acercó.

—Me ha gustado mucho tu música —le dijo a Dhrun—. ¿Dónde adquiriste tanta habilidad?

—Es un don de las hadas de Thripsey Shee. Me dieron la gaita, una cartera con dinero, un amuleto para el valor y siete años de mala suerte. He perdido la cartera y el amuleto, pero conservo la gaita y la mala suerte, que me sigue como un mal olor.

—Thripsey Shee está lejos, en Lyonesse. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—Viajamos a través del gran bosque —dijo Glyneth—. Dhrun descubrió a unas dríades que se estaban bañando desnudas. Enviaron abejas mágicas a sus ojos y ahora no puede ver, hasta que ahuyentemos las abejas.

—¿Y cómo pensáis hacerlo?

—Nos aconsejaron que buscáramos a Rhodion, rey de las hadas, y cogiéramos su sombrero, lo cual lo obligaría a hacer nuestra voluntad.

—Es un buen consejo. Pero antes debéis encontrar al rey Rhodion, lo cual no es sencillo.

—Se dice que frecuenta las ferias: un alegre caballero con sombrero verde —dijo Glyneth—. Ya es algo para empezar.

—Ya lo creo… ¡Mirad! ¡Allá va uno! ¡Y aquí viene otro!

—No creo que ninguno de ellos sea el rey Rhodion —dijo dubitativamente Glyneth—. Por cierto, no es ese borracho, aunque es el más alegre de los dos. En todo caso, tenemos otro consejo: buscar la ayuda de un archimago.

—De nuevo, ese consejo es más fácil de dar que de seguir. Los magos se esfuerzan por aislarse de lo que de otro modo sería una incesante procesión de suplicantes. —Mirándoles las caras abatidas, añadió—: Aun así, puede haber un modo de evitar estas dificultades. Me presentaré. Soy el doctor Fidelms. Recorro Dahaut en este carromato tirado por dos caballos milagrosos. El letrero del flanco explica mi ocupación.

Glyneth leyó:

DOCTOR FIDELIUS.

Gran gnóstico, vidente, mago, CURO LAS RODILLAS FLOJAS.

Analizo y resuelvo misterios; pronuncio encantamientos en idiomas conocidos y desconocidos. Especialista en analgésicos, emplastos, roborantes y despumáticos. Tinturas para aliviar la náusea, la picazón, el dolor, el malestar, la caspa, las bubas y úlceras.

ESPECIALIDAD EN RODILLAS FLOJAS.

Glyneth, mirando al doctor Fidelius, preguntó tentativamente:

—¿De veras eres mago?

—Claro que sí —dijo el doctor Fidelius—. ¡Mira esta moneda! La tengo en mi mano y… de repente, ¿dónde está la moneda?

—En tu otra mano.

—No. Ahí está, en tu hombro. ¡Y mira! ¡Tienes otra en tu otro hombro! ¿Qué dices a esto?

—Maravilloso. ¿Puedes curar los ojos de Dhrun? —El doctor Fidelius negó con la cabeza.

—Pero conozco a un mago que puede hacerlo y, según creo, lo hará.

—¡Fantástico! ¿Nos llevarás a él?

De nuevo el doctor Fidelius negó con la cabeza.

—Ahora no. Tengo asuntos urgentes en Dahaut. Luego visitaré a Murgen el mago.

—¿Podemos encontrar a ese mago sin tu ayuda? —preguntó Dhrun.

—Jamás. El camino es largo y peligroso, y él protege bien su intimidad.

—¿Los asuntos de Dahaut te llevarán mucho tiempo? —preguntó tímidamente Glyneth.

—Lo ignoro. Tarde o temprano un hombre visitará mi carromato, y luego…

—¿Y luego qué?

—Supongo que luego visitaremos a Murgen el mago. Mientras tanto venid conmigo. Dhrun tocará la gaita para atraer gente, Glyneth venderá emplastos, polvos y amuletos, y yo observaré la multitud.

—Eres muy generoso —dijo Glyneth—, pero ni Dhrun ni yo sabemos nada de medicina.

—¡No importa! Soy un charlatán. Mis remedios son inútiles, pero los vendo a bajo precio y habitualmente dan tanto resultado como si los hubiera prescrito el mismo Hyrcomus Galienus. Olvidad vuestras prevenciones, si las tenéis. Las ganancias no son suculentas pero siempre comeremos buena comida y beberemos buen vino, y cuando llueva estaremos protegidos dentro del carromato.

—Las hadas me condenaron a siete años de mala suerte —murmuró Dhrun—. Puedo contagiarte a ti y a tus negocios.

—Dhrun vivió la mayor parte de su vida en un castillo de hadas hasta que lo echaron con la maldición sobre su cabeza —explicó Glyneth.

—Fue el trasgo Falael quien lo provocó —dijo Dhrun—, cuando yo me iba. Se la devolvería si pudiera.

—La maldición debe conjurarse —declaró el doctor Fidelius—. Tal vez convendría buscar al rey Rhodion, después de todo. Si tocas tu gaita mágica, sin duda se acercará a escuchar.

—¿Y entonces? —preguntó Glyneth.

—Debéis quitarle el sombrero. Rugirá y amenazará, pero al fin hará vuestra voluntad.

Glyneth reflexionó con el ceño fruncido.

—Parece rudo robarle el sombrero a un extraño —dijo—. Si me equivoco, el caballero rugirá y me amenazará, y luego me perseguirá, me atrapará y me dará una paliza.

—Desde luego, eso es posible —convino Fidelius—. Como ya he dicho, muchos caballeros alegres usan sombrero verde. Aun así, se puede reconocer al rey Rhodion por tres indicios. Primero, sus orejas no tienen lóbulos y son puntiagudas. Segundo, sus pies son largos y estrechos, con largos dedos. Tercero, sus dedos están unidos por membranas, como las de una rana, y tienen uñas verdes. Además, se dice que cuando uno se le acerca, despide olor, no a sudor y ajo, sino a azafrán y amento de sauce. Por tanto, Glyneth, debes permanecer alerta. Yo también estaré observando, y es posible que entre ambos nos adueñemos del sombrero de Rhodion.

Glyneth abrazó a Dhrun y le besó la mejilla.

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