Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (33 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Basta de esas tonterías —declaró Nerulf—. Yo soy el más grande y el más fuerte, y de nuevo soy el que manda. —Pateó a Dhrun—. ¡De pie!

—Me dijiste que te habías arrepentido de tu conducta —exclamó Dhrun con indignación.

—¡Es verdad! No fui suficientemente severo. Los traté con demasiada indulgencia. Ahora las cosas serán diferentes. ¡Hacia el carro, todos!

Los asustados niños se reunieron alrededor del carro y esperaron mientras Nerulf cortaba una rama de aliso y le ataba tres cordeles en la punta para hacer un látigo tosco pero eficaz.

—¡En línea! —ladró Nerulf—. ¡Deprisa! Pode, Daffin, ¿qué os pasa? ¿Queréis probar el látigo? ¡Silencio! Escuchad mis palabras con atención, porque no las repetiré.

»Primero, soy vuestro amo, y cumpliréis mis órdenes.

»Segundo, el tesoro es mío. Cada gema, cada moneda, hasta la última chuchería.

»Tercero, nuestro destino es Cluggach de Godelia. Los celtas hacen aún menos preguntas que los dauts, y no se inmiscuyen en los asuntos de nadie.

»Cuarto… —Nerulf hizo una pausa y sonrió desagradablemente—, cuando yo estaba indefenso me pegasteis con palos. Recuerdo cada uno de esos golpes, y si algunos de los que me pegaron sienten un cosquilleo en la piel, es una premonición atinada. ¡Vuestros traseros desnudos mirarán el cielo! ¡Las ramas silbarán y aparecerán cardenales!

»Eso es todo lo que deseo decir, pero estoy dispuesto a responder preguntas.

Nadie habló, aunque una idea cruzó la mente de Dhrun: los siete años apenas habían comenzado, pero la mala suerte ya atacaba con todas sus fuerzas.

—¡Ocupad vuestros sitios en el carro! Hoy nos moveremos deprisa, ágilmente. No como ayer, cuando vuestra marcha era descansada. —Nerulf se encaramó al carro y se puso cómodo—. ¡En marcha! ¡Deprisa! ¡Las cabezas gachas, los talones en el aire! —Hizo restallar el látigo—. ¡Pode! ¡No muevas tanto los codos! ¡Baffin, abre los ojos o nos harás caer en la zanja! ¡Dhrun, con más gracia, muéstranos un paso elegante! Allá vamos en la hermosa mañana, y es un momento feliz para todos… ¡Eh!, ¿por qué vais más despacio? ¿Qué les pasa a las niñas, que corren como gallinas?

—Estamos cansadas —jadeó Glyneth.

—¿Tan pronto? Tal vez sobreestimé vuestra fuerza, pues parece tan fácil desde aquí. Y en cuanto a ti, no quiero que te fatigues, pues esta noche te someteré a otra clase de esfuerzo. ¡Ja! ¡Placeres para quien empuña el látigo! ¡Adelante una vez más, a media marcha!

Dhrun aprovechó un instante para susurrarle a Glyneth:

—No te preocupes, no te causará daño. Mi espada es mágica y acude a mí cuando se lo ordeno. En el momento adecuado la llamaré y lo sorprenderé desprevenido.

Glyneth cabeceó con desconsuelo.

A media tarde la carretera subió a una hilera de colinas bajas y los niños flaquearon ante el peso del carro, del tesoro y de Nerulf. Primero usando el látigo, luego desmontando y al fin ayudando a empujar, Nerulf colaboró para llevar el carro hasta la cima. Un tramo breve pero escarpado se interponía entre el carro y las costas del lago Lingolen. Nerulf cortó un pino con la espada de Dhrun y lo sujetó como un freno a la parte trasera del carro, y así pudieron llegar al pie del declive.

Se encontraron en una margen cenagosa entre el lago y las oscuras colinas, cuando ya se ponía el sol.

Varias islas emergían del lago; una de ellas era refugio de una pandilla de bandidos. Sus vigías ya habían visto el carro, y los emboscaron. Los niños, paralizados por un instante, huyeron hacia todas partes. En cuanto los bandidos vieron el botín, desistieron de perseguirlos.

Dhrun y Glyneth huyeron juntos hacia el este por la carretera. Corrieron hasta que les dolió el pecho y sintieron calambres en las piernas; luego se echaron en la alta hierba que bordeaba el camino para descansar.

Poco después otro fugitivo se arrojó junto a ellos: Nerulf.

—Siete años de mala suerte —suspiró Dhrun—. ¿Será siempre así?

—¡Basta de insolencias! —jadeó Nerulf—. Aún estoy al mando, por si lo has olvidado. ¡Ponte de pie!

—¿Para qué? Estoy cansado.

—No importa. Mi gran tesoro se ha perdido; aun así, es posible que queden unas gemas ocultas en tu persona. ¡De pie! Tú también, Glyneth.

Dhrun y Glyneth se levantaron despacio. En el morral de Dhrun, Nerulf descubrió la vieja cartera y la examinó. Gruñó de insatisfacción.

—Una corona, un florín, un penique: casi como nada. —Arrojó la cartera al suelo. Con callada dignidad, Dhrun la recogió y la guardó de nuevo en el morral.

Nerulf tanteó a Glyneth, demorándose en los contornos de su cuerpo joven y lozano, pero no encontró objetos de valor.

—Bien, continuemos un rato. Tal vez encontremos un refugio donde pasar la noche.

Los tres siguieron su camino, mirando por encima del hombro por si los perseguían, pero nadie apareció. El bosque se volvió denso y oscuro; los tres, a pesar de la fatiga, avanzaban a buen paso, y pronto llegaron nuevamente a tierras abiertas junto al cenagal.

El sol poniente resplandecía detrás de las colinas alumbrando el vientre de las nubes que flotaban sobre el lago arrojando una luz borrosa, dorada e irreal sobre las aguas.

Nerulf reparó en un pequeño promontorio, casi una isla, que sobresalía a poca distancia en el cenagal, con un sauce llorón en la parte más alta. Se volvió a Dhrun con una mirada amenazadora.

—Glyneth y yo pasaremos la noche aquí —anunció—. Tú puedes irte a otra parte y no regresar nunca. Y considérate afortunado, pues es a ti a quien debo agradecer los golpes que me dieron. ¡Largo! —Se dirigió al borde del cenagal y con la espada de Dhrun empezó a cortar juncos para hacerse un lecho.

Dhrun se alejó un poco y se detuvo a pensar. Podía recobrar a Dassenach en cualquier momento, pero no serviría de mucho. Nerulf podía correr hasta encontrar un arma: piedras grandes, un garrote, o simplemente podía ocultarse tras un árbol y retar a Dhrun a que lo atacara. En cualquier caso, Nerulf, con su tamaño y su fuerza, dominaría a Dhrun y podría matarlo.

—¿No te dije que te fueras? —gritó Nerulf al verlo. Empezó a perseguirlo, y Dhrun se internó de inmediato en la densa arboleda. Allí encontró una rama caída y la partió para fabricar un largo y grueso garrote. Luego regresó al pantano.

Nerulf se había internado en una zona donde los juncos eran gruesos y blandos. Dhrun le hizo una seña a Glyneth. Ella se acercó de inmediato y Dhrun le dio rápidas instrucciones.

Nerulf se volvió y los vio a los dos juntos.

—¿Qué haces aquí? —le gritó a Dhrun—. Te dije que te fueras para no regresar. Me desobedeciste, y ahora te voy a sentenciar a muerte.

Glyneth vio que algo se elevaba en el pantano detrás de Nerulf. Soltó un grito y señaló.

—¿Crees que puedes engañarme con ese viejo truco? —rió Nerulf despectivamente—. Soy algo más que… —Sintió algo blando en el brazo y al mirar vio una mano gris de dedos largos y nudosos y piel pegajosa. Nerulf se quedó rígido; luego, contra su voluntad, dio media vuelta y se encontró cara a cara con un hecéptor. Soltó un grito ahogado y mientras retrocedía agitó la espada Dassenach, con la que había estado cortando juntos.

Dhrun y Glyneth huyeron de la costa hacia el camino, donde se detuvieron para observar.

En el cenagal, Nerulf retrocedía ante el hecéptor que avanzaba amenazándolo con los brazos en alto, las manos y los dedos arqueados. Nerulf trató de usar la espada y atravesó el hombro del hecéptor, que soltó un siseo reprobatorio. El momento había llegado.

—¡Dassenach, a mí! —gritó Dhrun.

La espada saltó de los dedos de Nerulf y voló hasta la mano de Dhrun, que la guardó sombríamente en la vaina. El hecéptor se abalanzó sobre el aullante Nerulf, lo abrazó y lo arrastró hacia el lodo.

Rodeados por la oscuridad y bajo un cielo constelado de estrellas, Dhrun y Glyneth treparon a la cima de una loma herbosa a poca distancia del camino. Juntaron hierba, prepararon un lecho agradable y estiraron sus fatigados cuerpos. Durante media hora miraron las grandes y suaves estrellas. Pronto sintieron sueño y, acurrucados, durmieron profundamente hasta la mañana siguiente.

Tras dos días de viaje relativamente tranquilo, Dhrun y Glyneth llegaron a un gran río, que en opinión de Glyneth debía de ser el Murmeil. Un macizo puente de piedra lo cruzaba y allí terminaba la antigua carretera de ladrillo.

Antes de pisar el puente, Dhrun llamó tres veces al guardián pero nadie se presentó y pasaron el río sin contratiempos.

Ahora tenían tres caminos para elegir. Uno conducía al este por la orilla del río; otro seguía corriente abajo junto al río; un tercero se desviaba hacia el norte, como si no tuviera ningún destino concreto.

Dhrun y Glyneth partieron rumbo al este, y durante dos días siguieron el río a través de paisajes de deslumbrante belleza. Glyneth disfrutaba del hermoso tiempo.

—¡Piénsalo, Dhrun! ¡Si de veras tuvieras mala suerte, la lluvia nos empaparía y la nieve nos congelaría los huesos!

—Ojalá pudiera creerte.

—No cabe ninguna duda. ¡Y mira esas hermosas zarzamoras! Justo a tiempo para nuestro almuerzo! ¿No es eso buena suerte?

Dhrun quería que lo convencieran.

—Eso parece.

—¡Desde luego! No hablemos más de maldiciones. —Glyneth corrió hacia la espesura que bordeaba un pequeño arroyo que poco después se precipitaba por un declive en el Murmeil.

—¡Espera! —exclamó Dhrun—. ¡O sabremos lo que es mala suerte! —gritó:— ¿Nadie nos prohibe comer estas zarzamoras?

No hubo respuesta y los dos comieron zarzamoras hasta hartarse. Permanecieron un rato a la sombra.

—Ahora que casi hemos salido del bosque —dijo Glyneth—, es momento de hacer planes. ¿Has pensado en lo que debemos hacer?

—Claro que sí. Viajaremos por todas partes para encontrar a mis padres. Si de veras soy príncipe, viviremos en un castillo e insistiré en que hagan de ti una princesa. Tendrás finas ropas, un carruaje y otro gato como Pettis.

Glyneth, riendo, besó la mejilla de Dhrun.

—Me agradaría vivir en un castillo. Sin duda encontraremos a tus padres pues no hay tantos príncipes y princesas.

Glyneth sintió sueño. Los párpados se le cerraban. Se puso a dormitar y Dhrun, inquieto, fue a explorar un sendero al borde del arroyo. Caminó un trecho y miró hacia atrás. Glyneth aún dormía. Caminó otro trecho, y otro. El bosque estaba silencioso; los árboles se erguían majestuosamente, los más altos que Dhrun había visto, para crear un luminoso dosel verde.

El sendero cruzaba una pequeña colina rocosa. Dhrun, trepando hasta la cima, se encontró frente a un lago bajo los grandes árboles. Cinco dríades desnudas retozaban a orillas del lago: criaturas esbeltas de boca rosada y pelo castaño, senos pequeños, muslos delgados y cara inexpresablemente bella. Al igual que las hadas, no tenían vello púbico; al igual que las hadas, parecían hechas de un material menos tosco que la sangre, la carne y el hueso.

Durante un minuto Dhrun las miró cautivado; de pronto se asustó y retrocedió despacio.

Lo vieron. Tintineantes gritos de consternación le llegaron a los oídos. Descuidadamente arrojadas en la orilla, casi a los pies de Dhrun, estaban las cintas con que se sujetaban la melena marrón; un mortal que se adueñara de ellas tendría a la dríade en su poder, para satisfacer eternamente sus caprichos, pero Dhrun no lo sabía.

Una de las dríades lo salpicó con agua. Dhrun vio que las gotas subían en el aire, chispeaban al sol y se convertían en abejas doradas que le picaban los ojos y zumbaban en círculos, impidiéndole ver.

Dhrun gritó asombrado y cayó de rodillas.

—¡Dríades, me habéis cegado! ¡Sólo os vi por error! ¿Me oís? —Silencio. Sólo el susurro de las hojas en la tarde.

—¡Dríades! —exclamó Dhrun, con lágrimas en las mejillas—. ¿Me dejaríais ciego por una ofensa tan pequeña?

Silencio, definitivo y final.

Dhrun avanzó a tientas por el sendero, guiado por el murmullo del arroyo. A medio camino se encontró con Glyneth, quien, al despertar y no ver a Dhrun, había ido a buscarlo. En seguida notó que estaba en apuros y se le acercó.

—¡Dhrun! ¿Qué te ocurre?

Dhrun inhaló profundamente y trató de hablar con firmeza, pero la voz se le quebró a pesar de sus esfuerzos.

—He ido a dar un paseo por el sendero y he visto a cinco dríades que se bañaban en una laguna. Me salpicaron los ojos con abejas y ahora no veo. —A pesar del talismán, Dhrun apenas podía contener su pesadumbre.

—¡Oh, Dhrun! —Glyneth se le acercó—. Abre bien los ojos. Déjame mirar.

Dhrun se volvió hacia ella.

—¿Qué ves?

—¡Es muy extraño! —tartamudeó Glyneth—. Veo círculos de luz dorada, uno alrededor del otro, con una franja marrón en medio.

—¡Son las abejas! Me llenaron los ojos con miel zumbona y oscura.

—¡Mi querido Dhrun! —Glyneth lo abrazó y lo besó, tratando de consolarlo—. ¿Cómo pudieron ser tan malvadas?

—Ya sé por qué —dijo él con desconsuelo—. Siete años de mala suerte. Me pregunto qué pasará luego. Será mejor que te vayas y me abandones.

—¡Dhrun! ¿Cómo puedes decir eso?

—Así, si caigo en una fosa, no caerás conmigo.

—¡Nunca te abandonaría!

—No seas tonta. Es un mundo terrible, por lo que he descubierto. Es lo único que puedes hacer por ti, e incluso por mí.

—¡Pero eres la persona que más amo en el mundo! De algún modo sobreviviremos. Cuando los siete años hayan terminado, sólo nos quedará buena suerte para siempre.

—¡Pero estaré ciego! —exclamó Dhrun, de nuevo con la voz quebrada.

—Bien, eso no es seguro. Si la magia te cegó, la magia te curará ¿No te parece?

—Ojalá tengas razón. —Dhrun aferró su talismán—. Qué agradecido estoy por mi valor, aunque no pueda estar orgulloso de él. Sospecho que en el fondo soy un cobarde sin remedio.

—Con amuleto o sin él, eres el valiente Dhrun, y de un modo u otro nos las arreglaremos.

Dhrun reflexionó un instante, luego extrajo su cartera mágica.

—Será mejor que tú lleves esto. Con mi suerte un cuervo bajará para arrebatármela.

Glyneth examinó la cartera y gritó con asombro.

—¡Nerulf la vació, y ahora veo oro, plata y cobre!

—Es una cartera mágica, y no debemos temer la pobreza mientras esta cartera esté a salvo.

Glyneth se la guardó en el corpiño.

—Tendré el máximo cuidado posible —miró camino arriba—. Tal vez debería ir a la laguna y decir a las dríades que han cometido un terrible error.

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ghost Soldiers by Keith Melton
Conflicted (Undercover #2) by Helena Newbury
Saucer by Stephen Coonts
Backyard Dragons by Lee French
If Only by Lisa M. Owens
TransAtlantic by McCann, Colum
The Triumph of Katie Byrne by Barbara Taylor Bradford
by Unknown
Heartless (Blue Fire Saga) by Scott Prussing