Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (32 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Mientras Nerulf impartía más órdenes, Dhrun trepó a la mesa. Se sirvió un poco de vino en los picheles verde y rojo, y añadió a cada cual una gota de la botella correspondiente. Tragó la poción verde, y de inmediato alcanzó el doble de altura. Saltó al suelo y asió al atónito Nerulf por el anillo de hierro que le rodeaba el cuello. Tomó la poción roja de la mesa y la vertió en la boca de Nerulf.

—¡Bebe! —Nerulf intentó protestar, pero no tuvo elección—. ¡Bebe! Al fin tragó la poción y se encogió hasta convertirse en un pequeño robusto trasgo. Dhrun se dispuso a recobrar su tamaño normal, pero Glyneth lo detuvo.

—Antes quítanos los anillos de hierro del cuello.

Uno por uno los niños desfilaron ante Dhrun. Melló el metal con su espada Dassenach, luego la hizo girar un par de veces y rompió los anillos. Cuando todos quedaron libres, Dhrun se redujo a su tamaño normal. Con gran cuidado envolvió las dos botellas y se las guardó en el morral. Mientras tanto los otros niños habían encontrado palos y aporreaban a Nerulf con intensa satisfacción. Nerulf aulló, bailó y rogó piedad, pero no la obtuvo y recibió palos hasta que quedó negro y azul. Nerulf tuvo unos instantes de tregua hasta que uno de los niños volvió a recordar alguna crueldad pasada y Nerulf recibió otra tunda.

Las niñas se declararon dispuestas a preparar un banquete con jamón, salchichas, grosellas acarameladas, pastel de perdiz, pan, mantequilla y litros del mejor vino de Arbogast, pero se negaron a empezar hasta que el hogar estuviera limpio de cenizas y huesos, vividos recuerdos de su esclavitud. Todos trabajaron con empeño, y pronto el salón estuvo relativamente limpio.

Al mediodía se sirvió un gran banquete. De alguna manera, la cabeza de Arbogast se las había ingeniado para llegar al borde de la olla, donde enganchó los dientes para empujar la tapa con la frente, y con ambos ojos miró desde la oscuridad de la olla mientras los niños disfrutaban de lo mejor que podía ofrecer la despensa del castillo. Cuando terminaron de comer, Dhrun advirtió que la tapa se había caído de la olla, que ahora estaba vacía. Soltó un grito y todos se dispusieron a buscar la cabeza. Pode y Daffin la descubrieron en el prado, donde se arrastraba mordiendo el suelo con los dientes. La llevaron a puntapiés de vuelta al castillo, y en el patio construyeron una especie de horca, de donde la colgaron por un alambre de hierro sujeto al pelo de color barro. A insistencia de todos, para que pudieran ver mejor a su viejo captor, Dhrun vertió una gota de poción verde en la boca roja, y la cabeza recobró su tamaño natural e incluso ladró algunas órdenes a las que nadie prestó atención.

Mientras la cabeza observaba azorada, los niños apilaron leños debajo y trajeron fuego del hogar para encenderlos. Dhrun extrajo su gaita y tocó mientras los niños bailaban en círculos. La cabeza rugió y suplicó pero no recibió piedad. Al fin quedó reducida a cenizas, y Arbogast el ogro dejó de existir.

Fatigados por los sucesos del día, los niños regresaron al castillo. Cenaron potaje y sopa de repollo, con pan crujiente y más vino de Arbogast; luego se dispusieron a dormir. Algunos de los más audaces treparon a la cama de Arbogast, a pesar del hedor. Los otros se tendieron ante el fuego.

Dhrun no pudo conciliar el sueño, aunque tenía los huesos molidos después de la vigilia de la noche anterior, por no mencionar los sucesos de ese día. Permaneció tendido ante el fuego, la cabeza apoyada en las manos mientras evocaba sus aventuras. No le había ido tan mal. Tal vez no le hubieran infligido siete años de mala suerte después de todo.

El fuego perdió fuerza. Dhrun fue a buscar más troncos. Los arrojó sobre las brasas, y nubes de chispas rojas se arremolinaron en la chimenea. Las llamas se elevaron reflejándose en los ojos de Glyneth, que también estaba despierta. Se reunió con Dhrun frente al hogar. Los dos se quedaron sentados, mirando las llamas, rodeándose las rodillas.

—Nadie se ha molestado en darte las gracias por habernos salvado la vida —susurró Glyneth—. Te las doy ahora: eres gallardo, gentil y valiente.

—Es natural que sea gallardo y gentil —repuso Dhrun—, pues soy hijo de un príncipe y una princesa, pero no puedo afirmar que sea valiente.

—¡Qué tontería! Sólo una persona muy valiente pudo hacer lo que hiciste.

Dhrun rió con amargura. Tocó su talismán.

—Las hadas sabían de mi falta de coraje y me dieron este amuleto del valor: sin él no me habría atrevido a nada.

—No estoy tan segura —dijo Glyneth—. Con amuleto o sin él, te considero muy valiente.

—Es bueno oírlo —masculló Dhrun—. Ojalá fuera así.

—A todo esto, ¿por qué las hadas te dieron ese regalo? Nunca regalan nada.

—Viví con las hadas toda mi vida en Thripsey Shee, en el prado de Madling. Hace tres días me echaron, aunque muchas me amaban y me dieron regalos. Alguien me deseó un mal y me engañó, de modo que al mirar atrás me gané siete años de mala suerte.

Glyneth tomó la mano de Dhrun y se la apoyó en la mejilla.

—¿Cómo pudieron ser tan crueles?

—Fue culpa de Falael, quien vive para cometer maldades. ¿Y qué me dices de ti? ¿Por qué estás aquí?

Glyneth sonrió tristemente.

—Es una historia estremecedora. ¿Estás seguro de que quieres oírla?

—Quiero que me la cuentes.

—Excluiré las peores partes. Yo vivía en Ulflandia del Norte, en la aldea de Throckshaw. Mi padre era escudero. Vivíamos en una bonita casa con ventanas de vidrio y camas de pluma y un felpudo en el suelo de la sala. Desayunábamos huevos y potaje, almorzábamos salchichas y pollos asados y cenábamos una buena sopa con una ensalada de hortalizas.

»El conde Julk regía la comarca desde el castillo Sfeg; estaba en guerra con los ska, que ya se habían instalado en la Costa Norte. Al sur de Throckshaw está Poélitetz: un paso a través del Teach tac Teach hacia Dahaut y un sitio codiciado por los ska. Éstos nos amenazaban a menudo, y el conde Julk siempre los contenía. Un día cien caballeros ska en caballos negros asolaron Throckshaw. Los hombres del pueblo se armaron y los hicieron retroceder. Una semana después un ejercito de quinientos ska en caballos negros llegó desde la costa y redujo Throsckshaw. Mataron a mis padres y quemaron la casa. Yo me escondí en el heno con mi gato Pettis, y observé mientras cabalgaban de aquí para allá aullando como demonios. El conde Julk llegó con sus caballeros, pero los ska lo mataron, conquistaron la región y quizá también Poélitetz.

»Cuando los ska se marcharon de Throckshaw, cogí unas monedas de plata y huí con Pettis. Los vagabundos casi me capturan dos veces. Una noche entré en un viejo cobertizo. Un gran perro me atacó rugiendo. En vez de huir, mi valiente Pettis atacó a la bestia y murió. El granjero vino a investigar y me descubrió. Él y su esposa eran gente amable y me ofrecieron un hogar. Yo ya estaba contenta, aunque trabajaba duramente en la despensa y también durante la trilla. Pero uno de los hijos empezó a asediarme y a sugerir una conducta impropia. Ya no me atrevía a ir sola hasta el cobertizo por temor a que me encontrara. Un día pasó una procesión. Se llamaban Viudos de la Vieja Gomar
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e iban en peregrinación a una celebración en Godwyne Foiry, las ruinas del capitolio de Vieja Gomar, en el linde del Gran Bosque, sobre el Teach tac Teach y en Dahaut. Me uní a ellos y así me fui de la granja.

»Cruzamos las montañas sin problemas, y llegamos a Godwyne Foiry. Acampamos junto a las ruinas y todo anduvo bien hasta que el día antes de la Víspera del Solsticio de Verano supe cómo eran las celebraciones y qué tenía que hacer. Los hombres usan cuernos de cabra y de alce, nada más. Se pintan las caras de azul y las piernas de marrón. Las mujeres se trenzan hojas de fresno en el pelo y usan cinturones de veinticuatro bayas de fresno en la cintura. Cada vez que una mujer conversa con un hombre, él le parte una de las bayas; la mujer a quien le rompen primero todas las bayas es declarada como la encarnación de la diosa del amor: Sobh. Me dijeron que por lo menos seis hombres planeaban ponerme la mano encima, aunque todavía no soy del todo mujer. Abandoné el campamento esa misma noche y me oculté en el bosque.

»Pasé por incontables sustos y peripecias, y al fin una bruja me atrapó bajo su sombrero y me vendió a Arbogast. El resto ya lo sabes.

Los dos guardaron silencio, mirando el fuego.

—Ojalá pudiera viajar contigo y protegerte —dijo Dhrun—, pero estoy agobiado por siete años de mala suerte, o eso temo, y no quisiera compartirlos contigo.

Glyneth apoyó la cabeza en el hombro de Dhrun.

—Con mucho gusto correría el riesgo.

Se quedaron hablando toda la noche, mientras el fuego se apagaba una vez más. Había silencio dentro y fuera del castillo, sólo interrumpido por unos ruiditos arriba, causados, según Glyneth, por los fantasmas de niños muertos que corrían por el tejado.

Por la mañana los niños desayunaron y luego irrumpieron en la habitación donde Arbogast guardaba sus objetos de valor, y encontraron un cofre con joyas, cinco cestos llenos de coronas de oro, preciosos cuencos de plata intrincadamente tallados con imágenes de los tiempos míticos, y muchos otros tesoros.

Los niños retozaron y jugaron con las riquezas, creyéndose señores de vastas fincas, e incluso Farence disfrutó vagamente del juego.

Durante la tarde repartieron equitativamente los tesoros entre todos los niños salvo Nerulf, a quien no le dieron nada.

Después de cenar puerros, ganso en conserva, pan blanco, mantequilla y un rico pastel de ciruelas con salsa de vino, los niños se reunieron alrededor del hogar para partir nueces y beber licores. Daffm, Pode, Fulp, Arvil, Hloude, Lossamy y Dhrun eran los varones, junto con el pobre trasgo Nerulf. Las niñas eran Cretina, Zoel, Bertrude, Farence, Wiedelin y Glyneth. Los más jóvenes eran Arvil y Zoel; los mayores, aparte de Nerulf, eran Lossamy y Farence.

Durante horas deliberaron sobre las circunstancias y sobre el mejor camino para llegar a una comarca civilizada desde el Bosque de Tantrevalles. Pode y Hloude parecían conocer mejor el terreno. Según ellos, el grupo tenía que seguir por la carretera de ladrillo hacia el norte, hasta el primer río, que desembocaría por fuerza en el Murmeil. Luego seguirían el Murmeil hasta las tierras abiertas de Dahaut, o quizá, con suerte, pudieran encontrar o comprar un bote, o incluso construir una balsa.

—Con nuestra fortuna podemos obtener fácilmente un barco y navegar cómodamente hasta las torres de Gehadion o, si deseáramos, hasta Avallon —opinó Pode.

Finalmente, una hora antes de medianoche, todos se tendieron a dormir; todos menos Nerulf, que permaneció dos horas más mirando las brasas moribundas con el ceño fruncido.

19

Al prepararse para el viaje, los niños llevaron el carro del ogro hasta la puerta del castillo, le engrasaron los ejes con sebo y lo llenaron con sus tesoros. Sujetaron palos a las varas, para que nueve de ellos pudieran tirar y otros tres empujar desde atrás. Nerulf era el único que no podía ayudar, pero de todos modos, nadie pensaba que lo fuera a hacer, pues el carro no llevaba nada de su propiedad. Los niños se despidieron del castillo de Arbogast y echaron a andar por la carretera de ladrillo marrón. El día era fresco; el viento arrastraba cien nubes del Atlántico sobre el bosque. Trajinaron con empeño y el carro avanzó a buena velocidad por la carretera, mientras Nerulf los seguía corriendo en el polvo. A mediodía el grupo se detuvo para comer pan, carne y cerveza; luego, continuó rumbo al norte y al este.

Al caer la tarde la carretera entraba en un claro donde crecían malezas y manzanos atrofiados. A un costado había una pequeña abadía en ruinas, construida por misioneros cristianos de la primera ola de conversión. Aunque el techo estaba derrumbado, al menos la estructura ofrecía una apariencia de refugio. Los niños prepararon una fogata y comieron manzanas rugosas, pan, queso y berro y bebieron agua de un arroyo cercano. Prepararon lechos de hierba y descansaron con gratitud tras los esfuerzos de ese día. Todos se sentían felices y confiados; la suerte parecía sonreírles de nuevo.

La noche transcurrió sin incidentes. Por la mañana el grupo se preparó para reanudar la marcha. Nerulf se acercó a Dhrun, la cabeza gacha y las manos entrelazadas sobre el pecho.

—Dhrun, permíteme decir que el castigo que me has infligido era merecido. Nunca reparé en mi arrogancia hasta que me obligaron a hacerlo. Pero ahora mis defectos se me han revelado con claridad. Creo que he aprendido la lección y que soy una persona nueva, decente y honorable. Te pido pues que me devuelvas a mi condición natural, para que pueda empujar el carro. No quiero ninguna parte del tesoro, pues no la merezco, pero quiero ayudar a los demás a llegar a un sitio seguro con sus pertenencias. Si no crees adecuado acceder a mi solicitud, lo comprenderé y no te guardaré rencor. A fin de cuentas, la culpa fue sólo mía. Aun así, estoy cansado de correr en el polvo todo el día, tropezando con guijarros y temiendo ahogarme en un charco. ¿Qué dices, Dhrun? —Dhrun lo escuchó sin convicción.

—Cuando lleguemos a un sitio civilizado, te devolveré tu tamaño.

—¡Ah, Dhrun! ¿No confías en mí? —exclamó Nerulf—. En ese caso, separémonos aquí y ahora, pues no sobreviviré otro día de correr y brincar detrás del carro. Sigue por la carretera hasta el gran Murmeil y por sus orillas hasta las torres de Gehadion. ¡La mejor suerte para todos vosotros! Yo iré a mi propio paso. —Nerulf se enjugó los ojos con un nudillo sucio—. En alguna ocasión, quizá recorras una feria con tus finas ropas y veas un payaso batiendo un tambor o haciendo un acto ridículo; en tal caso, arrójale al pobre diablo una moneda. Podría ser vuestro viejo compañero Nerulf… siempre que sobreviva a las bestias de Tantrevalles.

Dhrun reflexionó durante mucho rato.

—¿De veras te has arrepentido de tu conducta pasada?

—¡Me desprecio a mí mismo! —exclamó Nerulf—. ¡Recuerdo con desdén al viejo Nerulf!

—En ese caso no tiene sentido prolongar tu castigo. —Dhrun vertió una gota de la botella verde en una taza de agua—. Bebe esto, recobra tu condición normal, conviértete en buen camarada del resto de nosotros, y quizá saques algún provecho de ello.

—Gracias, Dhrun. —Nerulf bebió la poción y recobró su corpulencia normal. Sin pérdida de tiempo se abalanzó sobre Dhrun, lo desplomó, le quitó la espada Dassenach y se la ciñó a su cintura. Luego cogió la botella verde y la roja y las hizo añicos contra una piedra.

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