—La gratitud no echa nabos en la olla. Un penique de cobre, o aliméntate de hierba.
—Muy bien —dijo Dhrun. Sacó el penique de cobre de su bolsa y se lo arrojó al gnomo, que emitió un gruñido de satisfacción.
—Diez albaricoques y diez ciruelas: ni más ni menos. Y sería un acto de codicia escoger sólo las mejores.
Dhrun escogió diez buenas piezas de cada mientras el gnomo llevaba la cuenta. Cuando recogió la última ciruela, el gnomo gritó:
—¡Basta. Ahora lárgate!
Dhrun echó a andar por el camino comiendo la fruta. Cuando hubo terminado, bebió agua del arroyo y reanudó la marcha. Después de recorrer un kilómetro se detuvo y tamborileó sobre la bolsa. Cuando miró dentro, el penique había regresado.
El arroyo se ensanchó para convertirse en una laguna cobijada por cuatro majestuosos robles.
Dhrun arrancó algunos juncos y lavó sus blancas y crujientes raíces. Encontró berro y lechuga silvestre y comió esa fresca y sabrosa ensalada antes de continuar el viaje.
El arroyo se unía a un río; Dhrun ya no podía seguir adelante sin cruzar el uno o el otro. Reparó en un puente de madera que cruzaba el arroyo, pero de nuevo, impulsado por la cautela, se detuvo antes de pisarlo.
No se veía a nadie, ni había indicios de que el paso estuviera prohibido.
—Si no lo está, perfecto —se dijo Dhrun—. Aun así, será mejor que antes pida permiso.
—¡Guardián del puente! —llamó—. ¡Quiero usar el puente!
No hubo respuesta, aunque Dhrun creyó oír ruidos susurrantes bajo el puente.
—¡Guardián del puente! Si me prohíbes pasar, muestra la cara. De lo contrario, cruzaré el puente y te pagaré con mi agradecimiento.
Un furioso gnomo vestido con fustán púrpura brincó desde la profunda sombra bajo el puente. Era aún más feo que el anterior, con verrugas y quistes en la frente, que colgaba como un peñasco sobre una nariz roja y pequeña con las fosas nasales hacia adelante.
—¿A qué vienen esos gritos? ¿Por qué turbas mi descanso?
—Quiero cruzar el puente.
—Si pones un solo pie en mi valioso puente, te arrojaré en mi cesto. Para cruzar el puente debes pagar un florín de plata.
—Es un peaje muy caro.
—No importa. Paga como todas las personas decentes, o vuelve por donde viniste.
—Si debo pagar, pagaré. —Dhrun abrió la bolsa, extrajo el florín de plata y se lo arrojó al gnomo, quien lo mordió y se lo guardó en el morral.
—Sigue tu camino, y en el futuro haz menos ruido.
Dhrun pasó el puente y siguió su camino. Por un tiempo, los árboles ralearon y el sol le calentó los hombros, alegrándole. ¡Después de todo, no era tan malo vagabundear libre de ataduras! ¡Especialmente con una bolsa que recobraba el dinero gastado a regañadientes! Dhrun tamborileó en la bolsa y la moneda regresó, marcada por los dientes del gnomo. Dhrun siguió la marcha silbando una melodía.
Los árboles volvieron a ensombrecer el camino; a un costado una loma abrupta se alzaba desde una espesura de mirto y flores blancas.
De pronto le sobresaltó un aullido. Dos enormes perros negros pataleaban y gruñían a sus espaldas. Estaban sujetos con cadenas, y se contorsionaban gruñendo amenazadoramente. Azorado, Dhrun brincó de un lado al otro, Dassenach en mano, dispuesto a defenderse. Retrocedió con cautela, pero con un gran rugido dos perros más, tan salvajes como los primeros, se lanzaron sobre su espalda y Dhrun tuvo que saltar para salvarse.
Se encontró atrapado entre dos pares de bestias frenéticas, cada cual más ansiosa que la otra de partir la cadena para lanzarse sobre la garganta de Dhrun. Éste recordó su talismán.
—Es fantástico que no esté asustado —se dijo con voz trémula—. Bien, debo probar mi temple y matar a estas horribles criaturas.
Agitó su espada Dassenach.
—¡Atención, perros! ¡Estoy dispuesto a terminar con vuestras malignas vidas!
Desde arriba llegó una orden enérgica. Los perros callaron y se quedaron tiesos, en actitudes feroces. Dhrun miró en aquella dirección y vio una casita de madera sobre un saliente, a unos cuatro metros del camino. En el porche había un gnomo que parecía combinar todos los aspectos repulsivos de los dos primeros. Llevaba ropa marrón, botas negras con hebillas de hierro y un extraño sombrero cónico y ladeado.
—¡Ojo con causar daño a mis perros! —gritó—. Si tan sólo los rasguñas, te ataré con sogas y te entregaré a Arbogast.
—Pídeles que se aparten del camino —gritó Dhrun—. Con gusto continuaré la marcha en paz.
—¡No es tan fácil! Turbaste el descanso de ellos, y también el mío, con tus silbidos y gorjeos. Tendrías que haber hecho menos ruido. Ahora debes pagar una severa multa: una corona de oro, por lo menos.
—Es demasiado —dijo Dhrun—, pero mi tiempo es valioso, y tengo que pagarte. —Extrajo la corona de oro de su bolsa y se la arrojó al gnomo, que la atajó y sopesó.
—Bien, supongo que debo serenarme. ¡Perros, atrás!
Los perros se perdieron entre los arbustos y Dhrun avanzó con un cosquilleo en la piel. Corrió a toda velocidad durante todo el tiempo que pudo, luego se detuvo, tamborileó sobre la bolsa y continuó su camino.
A un kilómetro y medio el sendero se unía a una carretera pavimentada con ladrillos marrones. Dhrun consideró que era extraño encontrar tan buen camino en el corazón del bosque. Como un rumbo daba igual que el otro, giró hacia la izquierda.
Durante una hora marchó por la carretera mientras los rayos del sol se volvían cada vez más oblicuos. Se paró en seco al oír una vibración en el aire. Dhrun se apartó del camino y se ocultó detrás de un árbol. Por el sendero se acercaba un ogro, contoneándose sobre piernas gruesas y zambas. Tenía la altura de diez hombres; los brazos y el torso, como las piernas, exhibían nudosos músculos. El vientre se combaba en una barriga. Un gran sombrero cubría una cara gris de insuperable fealdad. Llevaba en la espalda un cesto de mimbre con un par de niñas dentro. El ogro se perdió vereda abajo, y la distancia acalló sus pasos trepidantes.
Dhrun regresó al camino acuciado por mil emociones. La más fuerte era una extraña sensación que le aflojaba las entrañas y la mandíbula. ¿Miedo? Por supuesto que no. El talismán le protegía de una emoción tan poco viril. ¿Qué era entonces? Sin duda le enfurecía que el ogro Arbogast cazara niños humanos.
Dhrun echó a andar detrás del ogro. No tuvo que ir muy lejos. La carretera ascendía por una pequeña loma y luego descendía para desembocar en un prado. En el centro estaba el castillo de Arbogast, una enorme y lúgubre estructura de piedra gris con un techo de verdes placas de cobre.
Ante el edificio el suelo estaba rastrillado y sembrado con repollo, puerros, nabos y cebollas. Arbustos de grosellas crecían al costado. Una docena de niños de seis a doce años trabajaban en el huerto bajo la mirada vigilante de un capataz que tendría unos catorce años. Era moreno y corpulento, con una cara extraña: gruesa y cuadrada arriba, se ahusaba luego en una boca de zorro y una barbilla menuda y filosa. Empuñaba un tosco látigo de ramas de sauce, con un cordel en la punta. De vez en cuando hacía restallar el látigo para intimidar a sus prisioneros. Mientras se paseaba por el huerto, soltaba órdenes y amenazas:
—Arvil, ensúciate las manos, no seas tímido. Hay que desbrozar bien el huerto. Bertrude, ¿tienes problemas? ¿Las malezas se te escapan? ¡De prisa! Hay que hacer el trabajo. ¡Ojo con ese repollo, Pode! Cultiva el suelo, pero no destruyas la planta. —Se volvió hacia Arbogast para saludarlo—. Qué tal, alteza. Aquí todo va bien. No hay nada que temer mientras Nerulf esté al mando.
Arbogast dio la vuelta al cesto y un par de niñas de unos doce años, cayeron en la hierba. Una era rubia, y la otra morena.
Arbogast puso un anillo de hierro alrededor del cuello de cada una.
—¡Eso es! —bramó—. Ahora escapad si queréis, y aprended lo que aprendieron los demás.
—Así es, señor, así es —dijo Nerulf desde el huerto—. Nadie se atreve a huir de ti. Y si lo hicieran, confía en mí, que yo los atraparé.
Arbogast no le prestó atención.
—¡A trabajar! —rugió dirigiéndose a las niñas—. Me gustan los buenos repollos. Encargaos de eso. —Caminó hacia su casa; el gran portal se abrió, y quedó abierto tras haber entrado.
El sol bajaba. Los niños trabajaban más despacio. Incluso las amenazas y los chasquidos del látigo de Nerulf cobraron un aire silencioso. En seguida los niños dejaron de trabajar y se apiñaron en un grupo, echando miradas furtivas hacia la casa. Nerulf alzó el látigo.
—¡A formar, en orden! ¡Deprisa!
Los niños formaron una confusa doble fila y marcharon hacia la casa. El portal se cerró detrás de ellos con un fatídico estrépito que resonó en el prado.
El crepúsculo desdibujó el paisaje. Desde las altas ventanas del flanco de la casa llegó la luz amarilla de las lámparas.
Dhrun se acercó cautelosamente a la mansión y, tras tocar el talismán, trepó por la tosca pared de piedra hasta una de las ventanas, apoyándose en resquicios y rajaduras. Subió hasta el ancho antepecho de piedra. Los postigos estaban entornados; estirándose, Dhrun observó el salón principal, que estaba iluminado por seis candelabros de pared y las llamas del gran hogar.
Arbogast estaba sentado a una mesa, bebiendo vino de una copa de peltre. Los niños, sentados contra la pared opuesta, miraban a Arbogast con horrorizada fascinación. En el hogar el cadáver de un niño, relleno de cebollas, atado y ensartado en un espetón, se asaba sobre el fuego. Nerulf hacía girar el espetón y de cuando en cuando adobaba la carne con aceite y salsa. Repollos y nabos hervían en una marmita negra.
Arbogast bebió vino y eructó. Luego, tomando un juego de diábolo, extendió las macizas piernas e hizo rodar el huso, riendo ante el movimiento. Los niños se acurrucaban, azorados y boquiabiertos. Uno de los más pequeños empezó a sollozar. Arbogast le clavó una fría mirada.
—¡Silencio, Daffin! —ordenó Nerulf con voz suave y melodiosa.
Al fin Argobast cenó, arrojando los huesos al fuego, mientras los niños comían sopa de repollo.
Durante unos minutos, Arbogast bebió vino, dormitó y eructó. Luego giró en la silla y miró a los niños, que de inmediato se apiñaron. Daffin volvió a sollozar y Nerulf volvió a reprenderlo, aunque él parecía tan inquieto como los demás.
Arbogast tendió el brazo hacia un gabinete alto y bajó dos botellas. La primera era alta y verde, la segunda gorda y roja. Luego extrajo dos picheles, uno verde y el otro rojo, y en cada cual vertió un sorbo de vino. Al pichel verde le añadió una gota de la botella verde, y al pichel rojo una gota de la botella roja.
Arbogast se puso de pie y cruzó la habitación jadeando y gruñendo. Apartó a Nerulf de un puntapié e inspeccionó el grupo.
—Vosotras dos —señaló—, venid aquí.
Temblando, las dos niñas que había capturado ese día se apartaron de la pared. Dhrun, mirando desde la ventana, pensó que ambas eran muy bonitas, especialmente la rubia, aunque la morena estaba quizá medio año más cerca de ser mujer.
Arbogast habló con voz socarrona y jovial.
—¿Qué tenemos aquí? Un par de preciosas pollitas, selectas y sabrosas. ¿Cuál es vuestro nombre? ¡Tú! —Señaló a la niña rubia—. Tu nombre.
—Glyneth.
—¿Y tú?
—Farence.
—Adorable, adorable. ¡Ambas encantadoras! ¿Quién será la afortunada? Esta noche será Farence.
Cogió a la niña morena y la subió a su enorme cama.
—¡Quítate la ropa!
Farence se puso a llorar y a suplicar piedad. Arbogast soltó un ronquido de fastidio y placer.
—¡Deprisa, o te la arrancaré y no te quedará ropa que ponerte! —sofocando sus sollozos, Farence se quitó el vestido.
—¡Un bonito espectáculo! —dijo Arbogast con deleite—. No hay nada tan delicioso como una doncella desnuda, tímida y delicada. —Fue hasta la mesa y bebió el contenido del pichel rojo. De inmediato se redujo en estatura hasta convertirse en un gnomo rechoncho y fornido, no más alto que Nerulf. Sin demora, saltó a la cama, se desnudó y se dedicó a sus actividades eróticas.
Dhrun lo observaba todo desde la ventana, las rodillas flojas, un nudo en la garganta. ¿Repugnancia? ¿Horror? Por supuesto miedo no, y tocó el talismán con gratitud. No obstante, la emoción, fuera cual fuese, tenía un efecto curiosamente enervante.
Arbogast era infatigable. Continuó con su actividad mucho después de que Farence se durmiera. Al fin se derrumbó en la cama con un gruñido de satisfacción y se durmió al instante.
Dhrun tuvo una curiosa idea y, como no tenía miedo, nada pudo disuadirlo. Bajó hasta la silla de respaldo alto de Arbogast y de allí saltó a la mesa. Derramó en la mesa el contenido del pichel verde, añadió más vino y dos gotas de la botella roja. Luego trepó de nuevo a la ventana y se escondió detrás de la cortina.
La noche pasó y el fuego se fue apagando. Arbogast roncaba; los niños callaban salvo por algún sollozo ocasional.
La grisácea luz de la mañana entró por las ventanas. Arbogast despertó y al cabo de un minuto se levantó de un brinco. Fue hasta el retrete, vació, y al regresar se acercó al hogar, donde avivó el fuego y apiló nuevo combustible. Cuando las llamas rugieron y crepitaron, fue hasta la mesa, se subió a la silla, cogió el pichel verde y bebió. Al instante, en virtud de las gotas que Dhrun había echado en el vino, se encogió hasta que tuvo apenas treinta centímetros de altura. Dhrun saltó de la ventana a la silla, de la silla a la mesa, de la mesa al suelo. Desenvainó la espada y cortó en pedazos a esa criatura chillona y escurridiza. Los pedazos viboreaban y luchaban para unirse nuevamente, y Dhrun no pudo tomar un descanso. Glyneth se acercó, cogió los pedazos recién cortados y los arrojó al fuego, donde ardieron hasta convertirse en cenizas. Entretanto, Dhrun puso la cabeza en una olla y la tapó. La cabeza trató de liberarse con la lengua y los dientes.
Los otros niños se acercaron. Dhrun, limpiando su espada en el grasiento sombrero de Arbogast, dijo:
—No temáis, Arbogast no puede hacer nada.
—¿Y quién eres tú? —preguntó Nerulf, relamiéndose los labios.
—Me llamo Dhrun. Sólo pasaba por aquí.
—Ya entiendo. —Nerulf inhaló profundamente y encogió sus robustos hombros. Dhrun pensó que no era una persona agradable con esos rasgos toscos, esa boca gruesa, esa barbilla puntiaguda y esos angostos ojos negros—. Pues bien —dijo Nerulf—, acepta nuestros cumplidos. En realidad, era el mismo plan que yo tenía en mente, pero admito que lo has hecho bien. Ahora, déjame pensar. Tenemos que reorganizarnos. ¿Cómo lo haremos? Ante todo, hay que limpiar todo este desaguisado. Pode y Hloude: estropajos y baldes. Trabajad bien. No quiero ver una sola mancha cuando hayáis terminado. Dhrun, tú puedes ayudarlos. Cretina, Zoel, Glyneth, Bertrude, explorad la despensa, traed lo mejor y preparad un buen desayuno. Lossamy y Fulp: llevad las ropas de Arbogast afuera, incluidas las sábanas, y quizás el lugar huela mejor.