Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (50 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Estornudo, que escuchaba desde el interior del cesto, exclamó:

—¡No temas! Si tenemos que bailar bailaremos, aunque dicho sea de paso no entiendo por qué. Nuestros admiradores me importan un bledo.

El sol murió en un lecho de nubes ardientes; las nubes cubrieron el cielo de la tarde y la oscuridad pronto llegó a la feria de Danns Largo. Docenas de fogatas chisporroteaban en la brisa húmeda y fresca, y los buhoneros, mercaderes y vendedores se pusieron a comer mirando el cielo encapotado, temiendo que una lluvia los empapara a ellos y sus mercancías.

En la fogata cercana al carromato, Shimrod, Glyneth y Dhrun esperaban a que se cocinara la sopa. Los tres estaban sumidos en sus pensamientos. Shimrod rompió al fin el silencio:

—Sin duda ha sido un día interesante.

—Pudo haber sido peor y pudo haber sido mejor —dijo Glyneth. Miró a Dhrun, quien se abrazaba las rodillas y miraba el fuego en silencio—. Hemos eliminado la maldición, así que al menos ya no tendremos mala suerte. Desde luego, no será buena suerte hasta que Dhrun pueda ver de nuevo.

Shimrod echó más leña al fuego.

—He buscado por Dahaut al hombre de las rodillas flojas… esto lo sabéis. Si no lo encuentro en la feria de Avallon, viajaremos a Swer Smod de Lyonesse. Si alguien puede ayudarme, será Murgen.

—¡Dhrun! —susurró Glyneth—. ¡No debes llorar!

—No estoy llorando.

—Sí, estás llorando. Te corren lágrimas por las mejillas. Dhrun pestañeó y se tapó la cara con el puño.

—Sin vosotros dos, me moriría de hambre, o me comerían los perros.

—No te dejaríamos morir de hambre. —Glyneth lo abrazó—. Eres un muchacho importante, hijo de un príncipe. Un día tú también serás príncipe.

—Eso espero.

—Entonces come tu sopa, y te sentirás mejor. También te espera una tentadora tajada de melón.

26

Los aposentos de Carfilhiot en el piso superior de Tintzin Fyral eran de modestas dimensiones, con paredes de yeso blanco, pulidos suelos de madera y un mobiliario exiguo. Carfilhiot no deseaba nada sofisticado; ese ambiente austero aplacaba su temperamento, a veces apasionado en exceso.

Carfilhiot seguía una rutina regular. Se levantaba temprano, a menudo al amanecer, desayunaba fruta, pasteles, pasas y a veces unas ostras en salmuera. Siempre desayunaba solo. A esa hora del día le molestaba la presencia de otros seres humanos, la cual le afectaba adversamente el resto del día.

Se acercaba el otoño; una bruma cubría los vastos espacios de Valle Evander. Carfilhiot se sentía inquieto, por razones que no atinaba a definir. Tintzin Fyral servía bien a muchos de sus propósitos; aún así, era un sitio remoto, un poco aislado y él no poseía ese dominio del movimiento que otros magos, tal vez de orden más alto —Carfilhiot se consideraba un mago—, utilizaban a diario como si tal cosa. Quizá sus fantasías, fugas, novedades y caprichos no fueran más que ilusiones. El tiempo pasaba y, a pesar de su aparente actividad, no había avanzado un palmo hacia sus metas. ¿Acaso sus enemigos, o sus amigos, habrían dispuesto las cosas para mantenerlo aislado e ineficaz? Carfilhiot soltó un gruñido petulante: no era posible, y en todo caso esa gente no sabía a qué se arriesgaba.

Un año antes, Tamurello lo había llevado a Faroh, esa rara estructura de madera y vidrio coloreado en el corazón del bosque. Al cabo de tres días de juegos eróticos, los dos se dedicaron a escuchar la lluvia y mirar el fuego del hogar. Era medianoche, y Carfilhiot, cuya mente mercurial nunca estaba en paz, dijo:

—En verdad, ya es hora de que me enseñes las artes mágicas. ¿No merezco al menos eso de ti?

—Qué extraño mundo sería si todos fueran tratados de acuerdo con sus merecimientos —suspiró Tamurello.

—Conque te burlas de mí —replicó Carfilhiot, fastidiado ante esa observación—. Me crees demasiado torpe y tonto.

Tamurello, un hombre macizo cuyas venas estaban cargadas con la oscura y tumultuosa sangre de un toro, rió con indulgencia. Había oído antes esa queja, y dio la misma respuesta que había dado antes.

—Para convertirte en hechicero debes pasar muchas pruebas, y realizar muchos ejercicios desagradables. Algunos son profundamente incómodos, y quizá calculados para disuadir a quienes tienen poca vocación.

—Esa filosofía es estrecha y mezquina —dijo Carfilhiot.

—Si alguna vez llegas a ser maestro hechicero, cuidarás tus prerrogativas tan celosamente como los demás —dijo Tamurello.

—¡Bien, enséñame! Estoy dispuesto a aprender. Tengo una fuerte voluntad.

Tamurello rió una vez más.

—Querido amigo, eres demasiado inconstante. Tu voluntad puede ser de hierro, pero tu paciencia se agota fácilmente.

Carfilhiot hizo un gesto extravagante.

—¿No hay atajos? Sin duda puedo utilizar un equipo mágico sin tantos ejercicios fatigosos.

—Ya tienes tu equipo.

—¿El de Shimrod? Me resulta inútil —Tamurello se estaba aburriendo de la conversación.

—La mayor parte de ese equipo es especializado y específico.

—Mis necesidades son específicas —dijo Carfilhiot—. Mis enemigos son como abejas silvestres a las que nunca se puede dominar. Saben dónde estoy; cuando los persigo, se disuelven como sombras en el brezal.

—En eso puedo ayudarte —dijo Tamurello—, aunque admito que sin mucho entusiasmo.

Al día siguiente desplegó un gran mapa de las Islas Elder.

—Aquí, como ves, está Valle Evander, aquí está Ys, y aquí Tintzin Fyral. —Cogió varios maniquíes tallados en raíces de endrino—. Da nombres a estos homólogos, ponlos en el mapa y tomarán su posición. ¡Observa! —Levantó uno de los maniquíes y le escupió en la cara—. Te llamo Casmir. ¡Ve al sitio de Casmir! —Lo colocó en el mapa, y el maniquí se deslizó rumbo a la ciudad de Lyonesse.

Carfilhiot contó los maniquíes.

—¿Sólo veinte? —exclamó—. Necesitaría un centenar. Estoy en guerra con todos los barones de Ulflandia del Sur.

—Dime quiénes son —dijo Tamurello—. Veremos cuántos necesitas. A regañadientes, Carfilhiot pronunció los nombres y Tamurello dio esos nombres a los maniquíes y los dejó sobre el mapa.

—¡Aún hay más! —protestó Carfilhiot—. ¿No es comprensible que desee saber adonde y cuándo te vas de Pároli? ¿Y Melancthe? Sus movimientos son importantes. ¿Y qué me dices de los magos? Murgen, Faloury, Myolander y Baibalides. Me interesan sus actividades.

—No debes saber nada acerca de los magos. No es apropiado. En cuanto a Granice y Audry, ¿por qué no? ¿Melancthe?

—En especial Melancthe.

—Muy bien. Melancthe.

—¡Luego, los jefes ska y los notables de Dahaut!

—¡Moderación, en el nombre de Fafhadiste y su cabra azul de tres patas! ¡Los maniquíes se apiñarán en el mapa!

Al final Carfilhiot se quedó con el mapa y con cincuenta y nueve maniquíes.

Un año después, una mañana al final del verano, Carfilhiot subió a su cuarto de trabajo e inspeccionó el mapa. Casmir estaba en su palacio de verano de Sarris. En Dorareis de Troicinet, una reluciente bola blanca en la cabeza del maniquí indicaba que el rey Granice había muerto; su enfermizo hermano Ospero ahora sería rey. En Ys, Melancthe recorría los vastos salones de su palacio a orillas del mar. En Oáldes, costa norte, Quilcy, el niño idiota que reinaba sobre Ulflandia del Sur, jugaba haciendo castillos de arena en la playa. Carfilhiot miró una vez más hacia Ys. ¡Melancthe, la altiva Melancthe! Rara vez la veía; ella se mantenía distante.

Carfilhiot inspeccionó el mapa. Su humor mejoró cuando reparó en un desplazamiento: Cadwal, de la fortaleza Kaber, había recorrido diez kilómetros al sudoeste por los yermos de Dunton. Aparentemente se dirigía al bosque de Dravenshaw.

Carfilhiot reflexionó. Cadwal era uno de sus enemigos más arrogantes, a pesar de su pobreza y su falta de contactos importantes. La lóbrega fortaleza de Kaber, que se erguía sobre la agreste extensión de los brezales, carecía de todo estímulo salvo la seguridad. Con apenas una docena de hombres a su mando, Cadwal había desafiado a Carfilhiot durante mucho tiempo. Solía cazar en las colinas que rodeaban su fortaleza, donde Carfilhiot no lo podía atacar fácilmente; ese día se había aventurado en los brezales: una imprudente temeridad. La fortaleza no podía quedar indefensa, así que Cadwal cabalgaría seguido por sólo cinco o seis hombres, y dos de ellos podrían ser sus jóvenes hijos.

Más animado, Carfilhiot envió urgentes órdenes al cuarto de oficiales. Media hora después, con armadura ligera, bajó a la plaza de armas de su castillo. Le aguardaban veinte guerreros a caballo, elegidos entre los mejores.

Carfilhiot pasó revista y no encontró ningún defecto. Lucían lustrosos cascos de hierro con crestones altos, corazas de acero y jubones de terciopelo violeta bordados en negro. Cada uno de ellos llevaba una lanza en la que ondeaba un estandarte amarillo y negro. De cada silla de montar colgaba un hacha y un arco con flechas al costado; cada cual portaba espada y daga.

Carfilhiot montó a caballo y dio la orden de partir. En fila de a dos, la tropa cabalgó hacia el oeste, dejando atrás las pestilentes estacas de empalamiento y las jaulas de tormento que colgaban de sus cabrias a lo largo de la orilla del río y tomó por la carretera hacia la aldea de Bloddywen. Por razones políticas, Carfilhiot nunca exigía nada a la gente de Bloddywen, ni la molestaba; aun así, ante su cercanía, los habitantes ocultaron a los niños y cerraron puertas y ventanas; Carfilhiot, fríamente divertido, cruzó las calles desiertas.

Desde un risco, un vigía vio a los jinetes. Se retiró detrás de la loma y agitó una bandera blanca. Un momento después, desde un montículo, kilómetro y medio al norte, otra bandera blanca anunció que se había recibido la señal. Media hora más tarde, si Carfilhiot hubiera podido observar su mapa mágico, habría visto que los maniquíes con los nombres de sus más odiados adversarios abandonaban sus fortalezas para desplazarse por los brezales hacia el Dravenshaw.

Carfilhiot y su tropa atravesaron Bloddywen y luego se alejaron del río rumbo a los brezales. Pasado el risco, Carfilhiot detuvo a sus hombres, les ordenó formar en filas y habló:

—Hoy cazaremos a Cadwal de Kaber; él es nuestra presa. Lo encontraremos junto al Dravenshaw. Para no alertar a sus vigías, nos acercaremos rodeando el Cerro Dinkin. Escuchad: capturad vivo a Cadwal, y a cualquiera de su sangre que cabalgue con él. Cadwal debe arrepentirse plenamente de los daños que me ha causado. Más tarde tomaremos la fortaleza de Kaber; beberemos su vino, nos acostaremos con sus mujeres y disfrutaremos de sus tesoros. Pero hoy atraparemos a Cadwal.

Volvió grupas grácilmente y se alejó al galope hacia el brezal.

En Cerro Olmo un vigía, al ver los movimientos de Carfilhiot, se agachó detrás de una roca y allí hizo señas con una bandera blanca hasta que, desde un lugar lejano recibió una respuesta.

Carfilhiot y su tropa avanzaron confiadamente hacia el noroeste. Se detuvieron en Cerro Dinkin. Uno de ellos se apeó y trepó a una roca.

—¡Jinetes, quizá cinco o seis! —le anunció a Carfilhiot—. ¡Se acercan al Dravenshaw!

—¡Deprisa! —dijo Carfilhiot—. ¡Los sorprenderemos en el linde del bosque!

Cabalgaron hacia el oeste bajo la protección de la colina de Dewny, en una vieja carretera viraron al norte y al galope se dirigieron al venshaw.

La carretera bordeaba las piedras derrumbadas de un templo prehistórico, luego se dirigía directamente hacia el Dravenshaw. A través del brezal, los caballos ruanos de la tropa de Cadwal centelleaban como cobre al sol. Carfilhiot dio una orden a sus hombres.

—Ahora silencio. ¡Una andanada de flechas, si es necesario, pero capturad vivo a Cadwal!

Cabalgaron junto a un arroyo bordeado de sauces/ Se oyeron chasquidos y silbidos. Varias flechas atravesaron el aire y se clavaron en mallas de acero. Hubo gruñidos de sorpresa, gritos de dolor. Seis hombres de Carfilhiot se desplomaron en silencio; otros tres recibieron flechazos en piernas u hombros. El caballo de Carfilhiot, con flechas en el pescuezo y las ancas, corcoveó, relinchó y cayó. Nadie había apuntado directamente a Carfilhiot: un acto de tolerancia, más alarmante que tranquilizador.

Carfilhiot corrió hacia un caballo sin jinete, montó, hundió las espuelas y, abrazándose a la crin, huyó seguido por los supervivientes de su tropa. Cuando estuvo a una distancia segura, se detuvo para evaluar la situación. Para su consternación, varios jinetes surgieron de las sombras del Dravenshaw. Montaban caballos bayos y llevaban la ropa naranja de Kaber. Carfilhiot soltó una maldición. Por lo menos seis arqueros abandonarían la emboscada para unirse a las tropas enemigas: lo superaban en número.

—¡Vámonos! —gritó Carfilhiot, lanzándose nuevamente al galope: dejaron atrás el templo en ruinas, seguidos a poca distancia por los guerreros de Kaber. Los caballos de Carfilhiot eran más fuertes que los bayos de Kaber, pero Carfilhiot había cabalgado más y a sus robustos animales les quedaba poca resistencia.

Carfilhiot giró hacia Dewny, pero otro grupo de jinetes se lanzó sobre él desde la cima con las lanzas en ristre. Eran diez o doce, con los colores azules del castillo de Nulness. Carfilhiot dio órdenes y giró hacia el sur. Cinco de sus hombres recibieron lanzas en el pecho, el cuello o la cabeza, y quedaron tumbados en la carretera. Tres intentaron defenderse con espadas y hachas, pero enseguida fueron vencidos. Cuatro atinaron a ganar la cima de la colina con Carfilhiot, y allí se detuvieron para que sus caballos recobraran el resuello.

Pero sólo por un instante. El grupo del castillo Nulness, con caballos relativamente frescos, ya casi había llegado al montículo. La tropa de Kaber iría hacia el oeste por la carretera vieja para interceptarlo antes de que pudiera llegar a Valle Evander.

Un bosquecillo de oscuros abetos se erguía delante, y quizá pudiera refugiarse allí. Espoleó el agotado caballo. Por el rabillo del ojo atisbó un resplandor rojo. Lanzó un grito de advertencia y se zambulló en una hondonada, mientras arqueros con el color carmesí del castillo Turgis salían de la barranca y lanzaban dos andanadas. Nuevamente las flechas dieron en el acero, y dos hombres de Carfilhiot fueron derribados. El caballo del tercero recibió un flechazo en el vientre. Corcoveó y se desplomó sobre su jinete, que atinó a levantarse, furioso y desorientado. Seis flechas lo mataron. El único guerrero restante corrió de aquí para allá por el montículo, donde los guerreros de Kaber le cortaron primero las piernas y luego los brazos, y posteriormente le arrojaron en la zanja para que reflexionara sobre su lamentable situación. Carfilhiot cabalgó solo por el bosque de abetos, hasta llegar a un yermo pedregoso. Un camino de cabras atravesaba la rocas. Delante se erguían los peñascos conocidos como las Once Hermanas.

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