—Al ala vieja y las cámaras de arriba: ruinas.
—Dame una vela.
Al oír un ruido, Bode miró hacia arriba y descubrió a la mujer con máscara de zorro en el primer balcón. Ella saltó hacia Aillas profiriendo un grito. Bode la apartó golpeándola con un taburete. La mujer bufó, chilló y saltó hacia Bode con las garras extendidas; le arañó la cara antes de que Aillas volviera a decapitarla. El cuerpo empezó a correr por todas partes, golpeándose contra las paredes. Cargus lo derribó con un banco y Yane le cortó las patas.
Bode estaba de espaldas, aferrando la piedra con los dedos agarrotados. La lengua le salió de la boca; se le ennegreció la cara y murió.
—¡Esta vez el fuego! —gritó Aillas—. ¡Cortad en pedazos a esta maligna criatura! ¡Posadero, trae leños! ¡El fuego debe arder mucho rato!
La cabeza con cara de zorro soltó un chillido espantoso:
—¡El fuego no! ¡No me echéis al fuego!
Consumaron la ingrata tarea. En las rugientes llamas, la carne de la bruja se convirtió en cenizas y los huesos en polvo. Los huéspedes, pálidos y desanimados, se habían ido a acostar en el heno; el posadero y su esposa limpiaban el suelo con baldes y estropajos.
Poco antes del amanecer, Aillas, Garstang, Cargus y Yane miraban abatidos cómo el fuego se convertía en rescoldos.
El posadero les trajo cerveza.
—¡Este es un terrible suceso! Os aseguro que no es costumbre de la casa.
—No te culpes a ti mismo. Alégrate de que hayamos liquidado a esa criatura. Tú y tu esposa habéis ayudado y no lo lamentaréis.
Con el primer destello del alba, los cuatro sepultaron a Bode en un lugar sombreado que había sido un jardín de rosas. Al posadero le dejaron el caballo de Bode y cinco coronas de oro pertenecientes al difunto. Luego cabalgaron tristemente colina abajo, hacia la Trompada.
Los cuatro subieron por un valle abrupto y pedregoso junto a una retorcida carretera que rodeaba peñascos y rocas, y al fin llegaron a la ventosa Brecha de Glayrider. Un camino lateral conducía por los brezales hacia Oáldes; la Trompada viraba al sur y bajaba por un largo declive, dejando atrás antiguas minas de estaño, hasta llegar a la ciudad de Flading. En la Posada del Hombre de Estaño, los cuatro viajeros, fatigados por la faena de la noche anterior y la agotadora jornada, cenaron con gratitud oveja con cebada, y durmieron en jergones de paja en un cuarto de arriba.
Por la mañana reanudaron la marcha por la Trompada, que ahora seguía el Evander Norte por un ancho valle hacia la lejana y rojiza mole del Tac.
Al mediodía, con Tintzin Fyral a sólo ocho kilómetros al sur, la tierra comenzó a elevarse y cerrarse junto al desfiladero del Evander Norte. Cinco kilómetros más adelante, con la cercanía de Tintzin Fyral creando una atmósfera de peligro, Aillas descubrió una senda borrosa que subía por una hondonada. Pensó que podría ser ése el camino por el cual, tiempo atrás, había esperado bajar del Tac.
El camino trepaba por una larga estribación que bajaba del Tac como la raíz de un árbol, y luego seguía el risco redondeado por una ruta relativamente fácil. Aillas encabezó la marcha hasta la hondonada donde había acampado, a poca distancia de la cima llana del Tac.
Encontró el Nunca-falla donde lo había dejado. Como antes, el diente señalaba el nordeste.
—En esa dirección —dijo Aillas— está mi hijo, y hacia allá debo ir.
—Puedes escoger dos caminos —dijo Garstang—. Por donde vinimos y luego al este; o por Lyonesse, por la Calle Vieja, y luego al norte hacia Dahaut. El primero puede ser más corto, pero el segundo sortea el bosque, y a fin de cuentas quizá sea más rápido.
—Vayamos por el segundo —dijo Aillas.
Los cuatro pasaron por Kaul Bocach y entraron en Lyonesse sin incidentes. En Nolsby Sevan viraron hacia el este por la Calle Vieja, y al cabo de cuatro días de viaje llegaron a la ciudad de Audelart. Allí Garstang se despidió de sus compañeros.
—El castillo de Twanbow está sólo a treinta y dos kilómetros al sur. Llegaré a casa para la cena y mis aventuras maravillarán a todos. —Abrazó a sus tres compañeros—. Huelga decir que siempre seréis bienvenidos en Twanbow. Hemos recorrido un largo camino juntos, hemos conocido muchas penurias. ¡Nunca lo olvidaré!
—Tampoco yo.
—Ni yo.
—Ni yo.
Aillas, Cargus y Yane observaron cómo Garstang cabalgaba hacia el sur hasta desaparecer. Aillas suspiró.
—Ahora somos tres.
—Poco a poco nuestro grupo se reduce —dijo Cargus.
—Vamos —dijo Yane—, en marcha. No tengo paciencia para sensiblerías.
Los tres se marcharon de Audelart por la Calle Vieja y tres días después llegaron a Tatwillow, donde la Calle Vieja cruzaba el Camino de Icnield. El Nunca-falla apuntaba al norte, hacia Avallon: una buena señal, pues la dirección evitaba el bosque.
Tomaron el Camino de Icnield rumbo a Avallon de Dahaut.
Glyneth y Dhrun se habían unido al doctor Fidelius en la Feria de los Sopladores de Vidrio de Avellanar. Durante los primeros días, la relación fue tentativa y cautelosa. Glyneth y Dhrun actuaban con prudencia, mirando de soslayo al doctor Fidelius por si incurría en un arranque de locura o de furia. Pero el doctor Fidelius, tras asegurarse de que estuvieran cómodos, manifestó una cortesía tan formal e impersonal que Glyneth empezó a temer que no les tuviera afecto.
Shimrod, que observaba a ambos desde su disfraz con el mismo interés subrepticio con que ellos lo observaban a él, se sorprendió de la compostura de los niños y se sintió halagado por su deseo de agradar. Eran niños poco comunes: limpios, pulcros, inteligentes y cariñosos. La alegría innata de Glyneth a veces estallaba en arrebatos de exuberancia que ella pronto controlaba para no fastidiar al doctor Fidelius. Dhrun era propenso a largos períodos de silencio, mientras se sentaba al sol, sumido en sus pensamientos.
Al dejar la Feria de los Sopladores de Vidrio, Shimrod se dirigió hacia el norte, hacia la ciudad de Porroigh y la feria anual de los vendedores de ovejas. Al caer la tarde, se apartó de la carretera y se detuvo en un pequeño valle junto a un arroyo. Glyneth juntó ramas y preparó una fogata. Shimrod erigió un trípode, colgó una olla y cocinó un guiso de pollo, cebollas, nabos, hortalizas y perejil, sazonándolo con semilla de mostaza y ajo. Glyneth recogió berro para una ensalada, y encontró un manojo de hierbas que Shimrod añadió al guiso. Dhrun, en silencio, escuchaba el susurro del viento entre los árboles y el crepitar del fuego.
Los tres cenaron bien y se sentaron a disfrutar del crepúsculo.
—Debo informaros de algo —dijo Shimrod—. He viajado por Dahaut durante meses, de una feria a otra, y nunca reparé en mi soledad hasta estos días en que habéis estado conmigo.
Glyneth soltó un suspiro de alivio.
—Es una buena noticia para nosotros, pues nos gusta viajar contigo. No me atrevo a decir que es buena suerte. Podría despertar la maldición.
—Habladme de esta maldición.
Dhrun y Glyneth contaron sus historias y hablaron de las peripecias que habían compartido.
—Así que ahora ansiamos encontrar a Rhodion, el rey de todas las hadas, para que él pueda eliminar la maldición y devolver la visión a Dhrun.
—No pasará por alto el sonido de una gaita de hadas —dijo Shimrod—. Tarde o temprano, el rey se detendrá a escuchar, y tened la certeza de que yo también vigilaré.
—¿Lo has visto alguna vez? —preguntó Dhrun.
—A decir verdad, estaba buscando a otra persona.
—Yo sé quién es —dijo Glyneth—: un hombre con rodillas flojas que le crujen al caminar.
—¿Y cómo has adquirido ese conocimiento?
—Porque hablas a menudo de rodillas flojas. Cuando alguien se te acerca, le miras la cara en vez de las piernas, y siempre pareces decepcionado. Le das un frasco de ungüento y el hombre se va cojeando.
Shimrod sonrió al fuego.
—De modo que soy transparente.
—La verdad es que no —dijo Glyneth modestamente—. Creo que eres muy misterioso.
Shimrod se echó a reír.
—¿Por qué dices eso?
—Por ejemplo, ¿cómo aprendiste a mezclar tantas medicinas?
—No es ningún misterio. Algunos son remedios comunes, conocidos por todas partes. El resto es hueso pulverizado mezclado con manteca de cerdo o aceite de pata de vaca, con diversos sabores. Nunca dañan y a veces curan. Pero más que vender medicinas quiero encontrar al hombre de las rodillas flojas. Como Rhodion, acude a las ferias y tarde o temprano lo encontraré.
—¿Qué ocurrirá entonces? —preguntó Dhrun.
—Me contará dónde encontrar a otra persona.
Del sur al norte marchaba el carromato del doctor Fidelius y sus dos jóvenes colegas, deteniéndose en ferias y festivales desde, Dafnes, en el río Lull, hasta Duddlebatz, bajo los yermos pedregosos de Godelia. Hubo largos días de viaje por sombreados senderos campestres, colina arriba y valle abajo, a través de oscuros bosques y viejas aldeas. Hubo noches junto al fuego mientras la luna llena cabalgaba entre las nubes, y otras noches bajo un cielo constelado de estrellas. Una tarde, mientras cruzaban un desolado brezal, Glyneth oyó gemidos en la zanja que bordeaba el camino. Saltó del carromato y, atisbando entre los abrojos, descubrió un par de gatitos manchados que habían sido abandonados a su suerte. Glyneth los llamó y ellos corrieron ansiosamente hacia ella. Glyneth los llevó al carromato, llorando de pena. Shimrod le permitió conservarlos, y ella le echó los brazos al cuello y le besó; Shimrod supo que era su esclavo para siempre, si ya no lo era desde antes.
Glyneth llamó a los gatitos Ronrón y Estornudo, y de inmediato se dedicó a enseñarles trucos.
Desde el norte viajaron hacia el oeste a través de Ammarsdale y Scarhead, hasta Tins, en la Marca Ulflandesa, cincuenta kilómetros al norte de la formidable fortaleza ska de Poélitetz. Era una tierra agreste y se alegraron de ir de nuevo hacia el este, por el río Murmeil.
El verano fue largo; los días eran una mezcla de alegrías y amarguras para los tres. Extraños y pequeños infortunios aquejaban regularmente a Dhrun: el agua caliente le escaldaba la mano; la lluvia le empapaba la cama; cuando iba a hacer sus necesidades detrás del seto, caía entre ortigas. Nunca se quejaba, y así se granjeó el respeto de Shimrod, quien abandonó su escepticismo inicial para aceptar la realidad de la maldición. Un día Dhrun pisó una espina y se la clavó profundamente en el talón. Shimrod se la extrajo mientras Dhrun se mordía los labios en silencio; Shimrod, impulsivamente, lo abrazó y le palmeó la cabeza.
—Eres un muchacho valiente. De un modo u otro terminaremos con esta maldición. En el peor de los casos, sólo puede durar siete años.
Como de costumbre, Dhrun reflexionó un instante antes de hablar.
—Una espina no es nada —dijo al fin—. ¿Sabes cuál es la mala suerte que temo? Que te canses de nosotros y nos eches del carromato.
Shimrod sonrió, los ojos humedecidos por las lágrimas. Abrazó nuevamente a Dhrun.
—No sería por mi elección, te lo juro. No podría arreglarme sin vosotros.
—Aun así, la mala suerte es la mala suerte.
—Es verdad. Nadie sabe lo que nos depara el futuro.
Casi de inmediato, una chispa saltó del fuego y cayó en el tobillo de Dhrun.
—Ay —dijo Dhrun—. Más suerte.
Cada día traía nuevas experiencias. En la Feria de Playmont, el duque Jocelyn del castillo Foire patrocinó un magnífico torneo donde caballeros con armadura simulaban un combate y competían en el nuevo deporte de la justa. Montados en fuertes caballos y vestidos con toda pompa, cargaban unos contra otros tratando de derribar a sus adversarios con estacas revestidas de almohadillas.
De Playmont viajaron a Danns Largo, bordeando el Bosque de Tantrevalles. Llegaron al mediodía y encontraron la feria en plena actividad. Shimrod desenganchó sus maravillosos caballos bicéfalos, les dio forraje, bajó el panel lateral del carromato para que hiciera las veces de plataforma, y colocó un letrero:
DR. FIDELIUS TAUMATURGO, PANSOFISTA, CHARLATAN.
Curo llagas, cólicos y espasmos.
TRATAMIENTO ESPECIAL PARA RODILLAS FLOJAS.
Asesoramiento gratuito.
Luego entró en el carromato para vestirse con la túnica negra y el sombrero de nigromante.
A ambos lados de la plataforma, Dhrun y Glyneth batían tambores. Estaban vestidos del mismo modo, como pajes, con zapatos blancos y bajos, calzones azules y ceñidos, medias, jubones de rayas verticales azules y negras, con corazones blancos cosidos a las rayas negras, y sombreros bajos de terciopelo negro.
El doctor Fidelius salió a la plataforma.
—¡Damas y caballeros! —proclamó, señalando su letrero—. Observaréis que me designo «charlatán». Mi razón es simple. ¿Quién llama frívola a una mariposa? ¿Quién insulta a una vaca diciéndole «bovino»? ¿Quién dirá que un charlatán confeso es un embaucador? ¿Soy pues un charlatán, un embaucador y un embustero? —Glyneth dio un brinco y se puso a su lado—. Eso debéis juzgarlo por vosotros mismos. Reparad en mi bonita socia… si ya no habéis reparado en ella. Glyneth, abre la boca. Damas y caballeros, reparad en esta abertura. He aquí los dientes, he aquí la lengua, más allá está la cavidad oral, en su estado natural. Observad cómo inserto en esta boca una naranja, ni grande ni pequeña, pero de tamaño apropiado. Glyneth, cierra la boca, por favor, y si puedes. Excelente. Ahora, damas y caballeros, observad a la muchacha con las mejillas distendidas. La toco a izquierda y derecha, y ¡hup! Las mejillas están como antes. Glyneth, ¿qué has hecho con la naranja? ¡Esto es extraordinario! Abre la boca, estamos desconcertados!
Glyneth abrió la boca y el doctor Fidelius miró adentro.
—¿Qué es esto? —exclamó, metiendo el pulgar y el índice—. No es una naranja, sino una bella rosa roja. ¿Qué más hay aquí? ¡Mirad, damas y caballeros! ¡Tres hermosas cerezas maduras! ¿Qué más? ¿Qué es esto? ¡Clavos de herradura! ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis! ¿Tienes más sorpresas? Abre bien la boca… ¡Por la luna y el sol, un ratón! Glyneth, ¿cómo puedes consumir estas cosas?
—¡Porque he tomado tus pastillas digestivas! —repuso Glyneth con su voz clara y brillante.
El doctor Fidelius alzó las manos.
—¡Basta! ¡Me superas en mi propio oficio! —Y Glyneth saltó de la plataforma—. Pues bien, en cuanto a mis pociones y lociones, mis polvos, píldoras y purgas, mis analépticos y calmantes, ¿causan el alivio que yo anuncio? Damas y caballeros, doy esta garantía: si al tomar mis remedios alguien sufre y muere, puede entregar el resto de la medicina y le será devuelto parte de su dinero. ¿Dónde más oiréis semejante garantía?