Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (51 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Carfilhiot miró por encima del hombro, espoleó nuevamente el caballo; cruzó las Once Hermanas y bajó por el declive hasta una sombría hondonada llena de alisos. Allí ocultó el caballo bajo un anaquel que impedía que lo vieran desde arriba. Sus perseguidores examinaron las rocas, gritando de frustración porque Carfilhiot había evadido la trampa. Una y otra vez miraron la hondonada, pero no vieron a Carfilhiot, que estaba sólo a cinco metros más abajo. Una pregunta obsesiva giraba en su cabeza: ¿cómo le habían tendido esa trampa sin que él lo supiera? El mapa había mostrado claramente que sólo Cadwal se alejaba, pero era evidente que Cleone de Nulness y Dexter de Turgis habían salido con sus tropas. No pensó en la simple estrategia del sistema de señales.

Esperó una hora hasta que el caballo dejó de tiritar y resollar; luego montó con cautela y bajó por la hondonada, resguardándose en los alisos y sauces, y al fin llegó a Valle Evander, un kilómetro y medio por encima de Ys.

Aún era media tarde cuando Carfilhiot entró en Ys. En las terrazas de ambas márgenes del río los terratenientes vivían apaciblemente en sus blancos palacios, a la sombra de cipreses, tejos, olivos, pinos de copa chata. Carfilhiot cabalgó por la playa de arena blanca hasta el palacio de Melancthe. Un palafrenero le salió al encuentro. Carfilhiot se apeó del caballo con un suspiro de alivio. Subió tres escalones de mármol, cruzó la terraza y entró en un sombrío vestíbulo, donde un callado chambelán le ayudó a quitarse el yelmo, el jubón y la coraza de malla de acero. Apareció una criada, una extraña criatura de tez plateada, quizá medio falloy
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. Le obsequió una camisa blanca de lino y un tazón de vino blanco tibio.

—Señor, Melancthe vendrá pronto. Entretanto, ordéname lo que quieras.

—Gracias. No necesito nada. —Carfilhiot salió a la terraza y se sentó en una silla con almohadones a mirar el mar. El aire estaba templado, el cielo, despejado. Las olas resbalaban por la arena con lentitud, creando un sonido rítmico y somnoliento. Carfilhiot cerró los ojos y se durmió.

Al despertar notó que el sol se había desplazado en el cielo. Melancthe, con un vestido sin mangas de suave faniche
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blanco, estaba apoyada en la balaustrada, ajena a su presencia.

Carfilhiot se irguió en la silla, fastidiado sin saber por qué. Melancthe se volvió un instante y siguió mirando el mar.

Carfilhiot la observó con ojos entornados. La arrogancia de Melancthe —pues así la veía él— podía llegar a ser irritante. Ella lo miró por encima del hombro, torciendo las comisuras de la boca. Parecía que no tuviera nada que decir: no le daba la bienvenida ni se sorprendía de su inesperada visita, ni sentía curiosidad por el curso de su vida. Carfilhiot optó por quebrar el silencio.

—La vida en Ys parece bastante plácida.

—Lo suficiente.

—He tenido un día peligroso. Escapé a duras penas de la muerte.

—Debiste de sentir miedo —Carfilhiot reflexionó.

—¿Miedo? Ésa no es la palabra. Realmente me alarmé. Siento perder mis tropas.

—He oído rumores acerca de tus guerreros. Carfilhiot sonrió.

—¿Qué preferirías? La región está sublevada. Todos se resisten a la autoridad. ¿No preferirías un país en paz?

—En abstracto, sí.

—Necesito tu ayuda —Melancthe rió sorprendida.

—No la tendrás. Te ayudé una vez, y me arrepentí.

—¿De veras? Mi gratitud debería haber aplacado tus pesares. A fin de cuentas, tú y yo somos uno.

Melancthe se volvió para mirar el extenso mar azul.

—Yo soy yo y tú eres tú.

—De modo que no me ayudarás.

—Te daré un consejo, si lo aceptas.

—Al menos escucharé.

—Cambia totalmente.

Carfilhiot gesticuló con elegancia.

—Eso es como decir: «Date la vuelta como un guante».

—Lo sé. —Estas dos palabras vibraron con un sonido fatídico. Carfilhiot hizo una mueca.

—¿De veras me odias tanto? —Melancthe lo miró de hito en hito.

—A menudo me pregunto qué siento. Llamas la atención, no es posible ignorarte. Tal vez sea una especie de narcisismo. Si yo fuera varón, podría ser como tú.

—Es verdad. Somos uno —Melancthe negó con la cabeza.

—Yo no estoy manchada. Tú inhalaste el humo verde.

—Pero tú lo saboreaste.

—Lo escupí.

—Aun así, conoces su sabor.

—Y así puedo ver las honduras de tu alma.

—Evidentemente, sin admiración —Melancthe se volvió de nuevo hacia el mar. Carfilhiot se le acercó.

—¿No significa nada el hecho de que yo esté en peligro? La mitad de mis mejores hombres han muerto. Ya no confío en mi magia.

—Tú no sabes magia —Carfilhiot ignoró esas palabras.

—Mis enemigos se han unido y planean actos terribles contra mí. Hoy pudieron matarme, pero prefirieron capturarme con vida.

—Consulta a tu querido Tamurello; quizás él se preocupe por su amado —Carfilhiot rió tristemente.

—Ni siquiera estoy seguro de Tamurello. En todo caso es muy moderado en su generosidad, casi desganado.

—Entonces busca un amante más generoso. ¿Qué ocurre con el rey Casmir?

—Tenemos pocos intereses en común.

—Entonces Tamurello es tu mayor esperanza.

Carfilhiot miró de soslayo y examinó el delicado perfil de Melancthe.

—¿Tamurello nunca te ofreció sus atenciones?

—Sí. Pero mi precio era demasiado alto.

—¿Cuál era tu precio?

—Su vida.

—Es desproporcionado. ¿Qué precio me pedirías a mí? —Melancthe enarcó las cejas y torció la boca con aire socarrón.

—Tendrías que pagar un precio elevado.

—¿Mi vida?

—El tema es irrelevante, y me perturba. —Se alejó de él—. Voy a entrar.

—¿Y yo?

—Haz lo que desees. Duerme al sol, si quieres. O regresa a Tintzin Fyral.

—Por tratarse de alguien que es más que una hermana, eres odiosa —protestó Carfilhiot.

—Todo lo contrario. Mantengo una absoluta distancia.

—Pues bien, si puedo hacer lo que desee, aceptaré tu hospitalidad.

Melancthe, frunciendo los labios, entró en el palacio seguida por Carfilhiot. Se detuvo en el vestíbulo, una estancia redonda decorada en azul, rosa y oro, con una alfombra celeste en el suelo de mármol. Llamó al chambelán.

—Enseña una habitación a Faude y atiende a sus necesidades.

Carfilhiot se bañó y descansó un rato. El crepúsculo llegó al mar y la luz del día se desvaneció. Se vistió de negro. En el vestíbulo se presentó el chambelán.

—Melancthe aún no ha aparecido. Si gustas, puedes esperarla en el salón pequeño.

Carfilhiot se sentó y le sirvieron una copa de vino carmesí que sabía a miel, agujas de pino y granada.

Transcurrió media hora. La criada de tez plateada trajo una bandeja con confituras, y Carfilhiot las probó con desgana.

Diez minutos más tarde alzó los ojos y se encontró con Melancthe de pie frente a él. Llevaba un vestido negro sin mangas, absolutamente sencillo. Un negro cabujón de ópalo le colgaba de una cinta negra y angosta alrededor del cuello; contra el negro, su tez pálida y sus grandes ojos le daban un aire de vulnerabilidad ante los impulsos del placer y del dolor: incitaba a someterla a uno de ellos, o a ambos.

Tras una pausa se sentó junto a Carfilhiot y cogió una copa de vino de la bandeja, sin decir una palabra. Al fin Carfilhiot preguntó:

—¿Has pasado una tarde tranquila?

—No fue tranquilo. Trabajé en algunos ejercicios.

—¿De veras? ¿Con qué finalidad?

—No es fácil llegar a hechicera.

—¿Es ese tu deseo?

—Por supuesto.

—¿Entonces no es tan difícil?

—Apenas estoy empezando. Las verdaderas dificultades comenzarán más adelante.

—Ya eres más fuerte que yo —dijo Carfilhiot con voz burlona. Melancthe no sonrió. Después de una pausa de silencio se levantó.

—Es la hora de cenar.

Lo llevó a un gran salón con negros paneles de ébano y losas de bruñida piedra negra. Sobre el ébano, un juego de prismas de vidrio iluminaba la vajilla.

Se sirvió la cena en dos juegos de bandejas: una sencilla comida de almejas bañadas en vino blanco, pan, olivas y nueces. Melancthe apenas comió y prestó poca atención a Carfilhiot. Apenas lo miraba, y no intentaba entablar conversación. Carfilhiot, irritado, también contuvo la lengua. Bebió varias copas de vino, y al fin dejó la copa con aire petulante.

—¡Eres increíblemente bella! ¡Pero más fría que un pez!

—No tiene gran importancia.

—¿Por qué deberíamos tener reservas? ¿Acaso no somos uno?

—No. Desmëi se dividió en tres: tú, Denking y yo.

—¡Lo has dicho tú misma! —Melancthe gesticuló con la cabeza.

—Todos comparten la sustancia de la tierra, pero el león difiere del ratón y ambos del hombre.

Carfilhiot rechazó la analogía con un ademán.

—¡Somos uno, aunque diferentes! ¡Una fascinante condición! Aun así, eres distante.

—Es verdad —dijo Melancthe—. Tienes razón.

—¡Piensa por un instante en las posibilidades! El punto álgido de la pasión, las extravagancias. ¿No sientes la excitación?

—¿Sentir? Me conformo con pensar. —Por un instante su compostura pareció titubear. Se levantó, cruzó la habitación y se detuvo a mirar el fuego.

Carfilhiot se le acercó con indolencia.

—Es fácil sentir. —Le tomó la mano y la atrajo hacia su pecho—. ¡Siente! Yo soy fuerte. Siente cómo mi corazón palpita y me da vida.

Melancthe apartó la mano.

—No me importan esos sentimientos. La pasión es histeria. En verdad no me interesan los hombres. —Se apartó de él—. Déjame, por favor. Mañana por la mañana no me verás, y tampoco cuentes con mi ayuda.

Carfilhiot le puso las manos debajo de los codos y la obligó a mirarle de frente. La luz del fuego les bailaba en la cara. Melancthe abrió la boca para hablar, pero no dijo nada, y él se inclinó para besarla. Después, la tendió en un diván.

—Las estrellas vespertinas aún trepan por el cielo. La noche acaba de empezar.

Ella no parecía oírlo, y continuaba mirando el fuego. Carfilhiot le aflojó los broches de los hombros. Ella dejó caer su vestido y el olor a violetas perfumó el aire. Observó en pasivo silencio mientras Carfilhiot se desnudaba.

A medianoche Melancthe se levantó del diván y se acercó desnuda al fuego, ahora un lecho de rescoldos.

Carfilhiot la observó desde el diván, los ojos entornados y la boca fruncida. La conducta de Melancthe había sido desconcertante. Su cuerpo se había unido al de él con fervor, pero nunca lo había mirado a la cara mientras se amaban; había echado la cabeza hacia atrás, o al costado, los ojos extraviados. El había sentido su exaltación física, pero cuando le hablaba no respondía, como si no fuera más que un fantasma.

Melancthe lo miró por encima del hombro.

—Vístete.

Mientras ella observaba el fuego moribundo, Carfilhiot se vistió hoscamente. Se le ocurrieron varias observaciones, pero todas le parecieron impertinentes, rencorosas, crueles o tontas, así que contuvo la lengua. Después de vestirse, se le acercó y le rodeó la cintura con los brazos. Ella se zafó y dijo con voz pensativa:

—No me toques. Ningún hombre me ha tocado jamás, y tampoco lo harás tú.

Carfilhiot rió.

—¿Acaso no soy un hombre? Te he tocado, plena y profundamente, hasta el corazón de tu alma.

Melancthe hizo un movimiento brusco con la cabeza sin dejar de mirar el fuego.

—Eres sólo una extravagancia de la imaginación. Te he usado, ahora te debes disolver de mi mente.

Carfilhiot la miró desconcertado. ¿Estaba loca?

—Soy muy real, y no me interesa disolverme. ¡Melancthe, escucha! —Nuevamente le ciñó la cintura—. ¡Seamos verdaderos amantes! ¿Acaso ambos no somos dos personas distinguidas?

Melancthe se apartó de nuevo.

—De nuevo has intentado tocarme. —Señaló una puerta—. ¡Vete! ¡Disuélvete de mi mente!

Carfilhiot hizo una burlona reverencia y caminó hacia la puerta. Allí titubeó y dio media vuelta. Melancthe estaba junto al hogar, una mano apoyada en la repisa, y tanto la luz del fuego como las sombras le bañaban el cuerpo.

—Habla de fantasmas, si quieres —susurró para sí mismo—. Pero te tuve entre mis brazos y te poseí: eso es real.

Y al abrir la puerta, estas palabras sin sonido le llegaron a los oídos o el cerebro: «Jugué con un fantasma. Creíste controlar la realidad. Los fantasmas no sienten dolor. Reflexiona sobre esto, cuando cada día el dolor pase por tu lado».

Carfilhiot, sorprendido, cruzó la puerta, que de inmediato se cerró a sus espaldas. Se encontró en un pasaje oscuro entre dos edificios, con un destello de luz en cada extremo. Arriba se veía el cielo nocturno. El aire apestaba a madera podrida y piedra mojada. ¿Dónde estaba el limpio aire salado que soplaba en el palacio de Melancthe?

Carfilhiot avanzó a tientas a través de una pila de escombros hasta el final del pasaje y salió a una plaza. Miró en derredor boquiabierto. Eso no era Ys, y Carfilhiot soltó una maldición contra Melancthe.

En la plaza reinaba el bullicio de una celebración. Mil antorchas ardían en lo alto, y colgaban mil pendones verdes y azules con un pájaro amarillo. En el centro se enfrentaban dos grandes pájaros construidos de gavillas de paja atadas con cuerdas. En una plataforma, hombres y mujeres disfrazados de pájaros exóticos brincaban al compás de flautas y tambores.

Un hombre vestido de gallo blanco con cresta roja, pico amarillo, alas de plumas blancas y cola blanca pasó ante él. Carfilhiot le aferró el brazo.

—¡Un momento! Dime qué es este lugar. El hombre pájaro graznó despectivamente.

—¿No tienes ojos? ¿No tienes oídos? ¡Esta es la Gran Celebración de las Artes Avícolas!

—Sí, pero ¿dónde?

—¿Dónde va a ser sino en el Kaspodel, en el centro de la ciudad?

—¿Pero qué ciudad? ¿Qué reino?

—¿Estas fuera de tus cabales? ¡Esto es Gargano!

—¿En Pomperol?

—Exactamente. ¿Dónde están las plumas de tu cola? ¡El rey Deuel ha exigido plumas para la celebración! Mira las mías. —El hombre pájaro corrió en círculos, contoneándose para exhibir las plumas de la cola; luego continuó su camino.

Carfilhiot se apoyó en el edificio, apretando los dientes con furia. No llevaba monedas, joyas ni oro; no tenía amigos entre las gentes de Gargano; por el contrario, el loco rey Deuel lo consideraba un peligroso asesino de pájaros y un enemigo.

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