Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (53 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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—¡Acércate, amigo! —dijo el doctor Fidelius—. Incluso a esta distancia diagnostico el típico malestar. Se conoce como «rodilla de techista» o «rodilla de ladrón», pues a menudo surge del impacto de la rodilla en las tejas de un tejado. Por favor acércate para que pueda examinar tu pierna con cuidado. Casi puedo garantizar tu cura en un breve período. ¿Eres techista?

—No —replicó Rughalt con mal ceño.

—No importa. Una rodilla es una rodilla. Si se la deja sin tratar, se vuelve amarilla, expulsa astillas de hueso deteriorado y crea molestias. Impediremos que eso ocurra. Ven por aquí, detrás del carromato.

Rughalt siguió al doctor Fidelius al otro lado del carromato. Carfilhiot se volvió con impaciencia y fue en busca de Triptomologius. Pronto encontró al nigromante, que llenaba los anaqueles de su puesto con artículos llevados en un carro tirado por un perro.

Los dos intercambiaron saludos y Triptomologius le preguntó por qué estaba allí. Carfilhiot respondió evasivamente, aludiendo a intrigas y misterios que era mejor no comentar.

—Tamurello debió dejarme un mensaje —dijo Carfilhiot—. ¿Lo has visto últimamente?

—Lo vi ayer. El mensaje no hacía referencia a ti. Él se encuentra en Pároli.

—Entonces me dirigiré deprisa a Pároli. Debes conseguirme un buen caballo y diez coronas de oro, que Tamurello te devolverá.

Triptomologius quedó sorprendido.

—¡Su mensaje no mencionaba eso!

—Entonces envía un nuevo mensaje, pero pronto, pues tengo que partir de Avallon enseguida… mañana a más tardar.

Triptomologius se acarició la barbilla larga y gris.

—No puedo darte más de tres coronas. Tendrás que arreglarte con eso.

—¿Qué? ¿Debo comer mendrugos y dormir bajo un seto?

Tras unos minutos de indigno regateo, Carfilhiot aceptó cinco coronas de oro, un caballo bien equipado y alforjas con provisiones de clase y calidad cuidadosamente estipuladas.

Carfilhiot regresó por el parque. Se detuvo junto al carromato del doctor Fidelius, pero las puertas laterales estaban cerradas y no se veía a nadie: ni al doctor Fidelius, ni al niño, ni a la muchacha, ni a Rughalt.

De vuelta en el Toro Negro, Carfilhiot se sentó a una mesa frente a la posada. Estiró las piernas, bebió un amarillo vino de moscatel y reflexionó sobre las circunstancias de su vida. Últimamente no le había ido bien. Se le agolparon imágenes en la mente, y algunas lo hicieron sonreír y otras lo exasperaron. Al recordar la emboscada de Dravenshaw, soltó un quejido y cerró la mano sobre la copa. Había llegado el momento de destruir definitivamente a sus enemigos. En su mente los veía con aspecto de bestias: perros, comadrejas, jabalíes, zorros de cara negra y burlona. Se le presentó la imagen de Melancthe. Estaba en la penumbra de su palacio, desnuda salvo por una guirnalda de violetas en el pelo negro. Serena y callada, miraba a través de él. Carfilhiot se irguió en la silla. Melancthe siempre lo había tratado con desdén, como si se considerara de naturaleza superior, en teoría por el humo verde. Se había adueñado de todos los artefactos mágicos de Desmëi, sin dejarle ninguno. Por arrepentimiento, o culpa, o quizá tan sólo para acallar sus reproches, había seducido al mago Shimrod para que Carfilhiot pudiera robarle sus accesorios mágicos, que de todos modos, a causa de la clave utilizada por Shimrod, no le habían servido de nada. Al regresar a Tintzin Fyral tendría que… ¡Shimrod! Carfilhiot reaccionó. ¿Dónde estaba Rughalt, que se había entregado tan confiadamente al tratamiento del doctor Fidelius?

¡Shimrod! Si él había capturado a Rughalt, ¿quién sería el siguiente? Carfilhiot tiritó y sintió que se le revolvía el estómago. Se levantó y miró hacia el parque. No había indicios de Rughalt. Carfilhiot maldijo entre dientes. No tenía ni monedas ni oro, ni las tendría hasta el día siguiente.

Trató de recobrar la compostura. Inhaló profundamente y apretó los puños.

—¡Soy Faude Carfilhiot! ¡Soy el mejor de los mejores! ¡Ejecuto mi peligrosa danza al borde del cielo! Tomo la arcilla del destino en mis manos y la moldeo a voluntad. ¡Soy Faude Carfilhiot, el incomparable!

Con paso firme y ligero, echó a andar por el parque. Como no tenía ningún arma, se detuvo para recoger una estaca rota: una vara de fresno de más de treinta centímetros de largo, que ocultó bajo la capa mientras se dirigía al carromato del doctor Fidelius.

Una vez detrás del carromato del doctor Fidelius, Rughalt dijo con voz hueca:

—Has mencionado el dolor de rodilla, y a mí ambas me duelen bastante. Crujen y rechinan y a veces se arquean hacia atrás, causándome incomodidad.

—¡Interesante! —exclamó el doctor Fidelius—. Interesante de veras. ¿Cuánto hace que padeces esta aflicción?

—Desde siempre, o eso pareciera. Me ocurrió durante mi trabajo. Yo sufría choques de calor y frío, humedad y sequedad. Además estaba obligado a grandes esfuerzos, pues debía girar, empujar y tirar, y creo que eso debilitó mis rodillas.

—¡Exacto! Aun así, este caso es muy especial. No es el típico dolor de rodilla de Avallen.

—Entonces yo residía en Ulflandia del Sur.

—¡Eso lo explica! Para la enfermedad de Ulflandia del Sur hay ciertos remedios que no tengo en el carromato. —Shimrod llamó a Glyneth, quien se acercó mirando a ambos hombres. Shimrod la llevó aparte—. Hablaré con este caballero alrededor de una hora. Cierra el carromato, engancha los caballos. Tal vez esta noche partamos con rumbo a Lyonesse.

Glyneth asintió y fue a llevarle la noticia a Dhrun.

—Ven por aquí, por favor —le dijo Shimrod a Rughalt.

Al cabo de un rato, Rughalt hizo una pregunta quejumbrosa:

—¿Por qué vamos tan lejos? ¡Estamos muy lejos de la ciudad!

—Sí, mi dispensario está algo aislado. Aun así, creo que puedo prometerte una cura total.

Las rodillas de Rughalt crujían y rechinaban cada vez más, y sus quejas se intensificaron.

—¿Hasta dónde debemos ir? Cada paso que damos es un paso que tenemos que desandar. Mis rodillas ya están cantando un triste dueto.

—¡Nunca más cantarán! Tu curación será absoluta y definitiva.

—Es bueno saberlo. Pero no veo indicios de tu dispensario.

—Está por allá, detrás de ese bosquecillo de alisos.

—Extraño lugar para un dispensario.

—Muy apropiado para nuestros propósitos.

—¡Pero si ni siquiera hay un sendero!

—Así aseguramos nuestro aislamiento. Bueno, por aquí, detrás del bosquecillo. Mira este fresco excremento de vaca.

—Pero aquí no hay nada.

—Aquí estamos tú y yo, y yo soy Shimrod el mago. Robaste mi casa de Trilda y quemaste a mi amigo Grofinet. Hace tiempo que os busco a ti y a tu cómplice.

—¡Tonterías! No sé de qué me hablas. Lo que dices es absurdo… ¿Qué estás haciendo? Detente. ¡Detente, digo! —Y más tarde—: ¡Ten piedad! ¡Basta! ¡Me obligaron a hacerlo!

—¿Quién?

—No me atrevo a decirlo… ¡No, no! Basta, te lo diré…

—¿Quién te lo ordenó?

—Carfilhiot de Tintzin Fyral.

—¿Por qué razón?

—Quería tus artefactos mágicos.

—Eso es muy rebuscado.

—Es verdad. Lo incitó el mago Tamurello, que se negaba a dar nada a Carfilhiot.

—Cuéntame más.

—No sé nada más… ¡Ah, monstruo! ¡Te lo diré!

—¡Dilo! ¡Deprisa, no te detengas a pensar! ¡No jadees, habla!

—Carfilhiot está en Avallen, en el Toro Negro… ¿Qué estás haciendo? ¡Te he dicho todo!

—Antes de morir debes humear un poco, como Grofinet.

—¡Pero te he dicho todo! ¡Ten piedad!

—Sí, tal vez. No tengo estómago para la tortura, así que muere. Ésta es mi cura para el dolor de rodilla.

Carfilhiot encontró el carromato cerrado, pero los caballos bicéfalos estaban enganchados a la vara, como preparados para partir. Fue a la puerta trasera del carromato y apoyó la oreja en el panel. No oyó nada, salvo el ruido de la feria a sus espaldas.

Rodeó el carromato y descubrió al niño y la muchacha junto a una fogata donde asaban trozos de tocino y cebolla.

La niña alzó los ojos cuando se acercó Carfilhiot; el niño parecía mirar el fuego. Carfilhiot se asombró de su actitud distante. Un mechón de rizos rubios le caía sobre la cara; los rasgos eran delicados, pero enérgicos. Era, pensó Carfilhiot, un niño muy distinguido. Tendría nueve o diez años. La muchacha tenía dos o tres años más; estaba en la primavera de su vida y era alegre y dulce como un narciso. Miró a Carfilhiot a los ojos, abrió la boca y permaneció así durante unos segundos, pero atinó a decir:

—Señor, el doctor Fidelius no está aquí ahora.

Carfilhiot se le acercó despacio. La niña se levantó. El muchacho se volvió hacia Carfilhiot.

—¿Cuándo regresará? —preguntó Carfilhiot amablemente.

—Creo que muy pronto —dijo la niña.

—¿Sabes adonde fue?

—No. Tenía que atender un asunto importante, y nos debíamos ir en cuanto regresara.

—Bien, entonces todo está en orden —dijo Carfilhiot—. Entra en el carromato e iremos a ver al doctor Fidelius.

El niño habló por primera vez. A pesar de sus rasgos distinguidos, Carfilhiot lo había considerado tímido y apocado. Le sorprendió el timbre de autoridad con que habló.

—No podemos irnos de aquí sin el doctor Fidelius. Además estamos haciendo la cena.

—Espera adelante, por favor —dijo la niña a Carfilhiot, volviendo su atención hacia el tocino siseante.

27

El río Camber, al acercarse al mar, se unía al Murmeil y se convertía en un estuario de aproximadamente cincuenta kilómetros de largo: el Cambermouth. Entrar y salir de la bahía de Avallen era inseguro a causa de las mareas, las corrientes arremolinadas, las nieblas estacionales y los bancos de arena que se modificaban con los cambios de tiempo.

El viajero que llegaba a Avallon desde el sur por el Camino de Icnield debía cruzar el estuario, que en ese punto tenía unos doscientos metros de ancho, en una barcaza, sujeta a un cable por una cadena que colgaba de una maciza polea. En el sur, el cable estaba sujeto a la cima de Piedra Dentada junto al faro. En el norte, terminaba en un contrafuerte de piedra apisonada sobre el río Escarpa. El cable cruzaba el estuario en ángulo; cuando la barcaza zarpaba de Piedra Dentada, la marea la impulsaba por el estuario hasta el muelle de Slange, bajo el río Escarpa. Seis horas después, la marea baja impulsaba la barcaza de vuelta hacia la costa sur.

Aillas y sus compañeros, que cabalgaban hacia el norte por el Camino de Icnield, llegaron a Piedra Dentada a media tarde. Al cruzar el puente de Piedra Dentada se detuvieron a mirar el extenso paisaje que de pronto se presentaba ante ellos: el Cambermouth se extendía en una curva hacia el oeste, donde parecía volcarse en el horizonte; hacia el este se ensanchaba hasta unirse con el Golfo Cantábrico.

La marea estaba cambiando; la barcaza se encontraba en la costa de Piedra Dentada. Las naves que encontraban viento favorable se internaban en el estuario con las velas desplegadas, y entre ellas había un gran falucho de dos mástiles que exhibía la bandera de Troicinet, que se acercó a la costa norte y atracó en Slange.

Los tres cabalgaron camino abajo hasta el puerto donde la barcaza esperaba la marea alta para zarpar.

Aillas pagó el peaje y los tres abordaron la barcaza, una pesada chalana de quince metros de largo y seis de ancho, cargada de carros, ganado, buhoneros y mendicantes que se dirigían a la feria; también varias monjas del convento de la isla Whanish, en peregrinación hacia la Piedra Sagrada que San Cohiba había traído de Irlanda.

En Slange, Aillas fue hacia el falucho troicino en busca de noticias, mientras sus amigos esperaban. Regresó abatido. Extrajo el Nunca-falla. El diente señalaba hacia el norte.

—En verdad no sé qué hacer —exclamó con semblante frustrado.

—¿Qué noticias tienes de Troicinet? —preguntó Yane.

—Dicen que el rey Ospero yace enfermo en su cama. Si muere y yo no estoy allí, Trewan será coronado… tal como lo planeó. Debería dirigirme deprisa hacia el sur, pero no puedo hacerlo con mi hijo Dhrun en el norte.

Cargus, tras un momento de reflexión, dijo:

—De todos modos no puedes viajar hacia el sur hasta que la barcaza regrese a Piedra Dentada. Entretanto, Avallon está a una hora de viaje hacia el norte, y quién sabe qué encontraremos.

—¡Quién sabe! ¡Pongámonos en marcha!

Los tres apuraron el paso; recorrieron los últimos kilómetros del Camino de Icnield, entre Slange y Avallon, y llegaron por una carretera que bordeaba el parque. Descubrieron una gran feria que ya entraba en su etapa final. Junto al parque, Aillas consultó el Nunca-falla. El diente señalaba al norte, hacia un blanco que tal vez estaba en el parque o tal vez más allá.

—Podría estar en este parque o a cien kilómetros al norte, o en cualquier parte intermedia —protestó Aillas—. Esta noche revisaremos toda la ciudad, y mañana, me guste o no, regresaré al sur con la barcaza del mediodía.

Buena estrategia —dijo Yane—, y aún mejor si podemos encontrar alojamiento para esta noche.

—El Toro Negro parece un sitio atractivo —dijo Cargus—. Una o dos jarras de cerveza amarga no nos vendrán mal.

—Vamos pues al Toro Negro. Si la suerte nos acompaña, habrá lugar para descansar.

Cuando pidieron alojamiento, el posadero alzó las manos desesperado. Luego uno de los mozos de cordel le hizo una seña.

—Cuarto del Duque está abierto, señor. El grupo no ha llegado.

—¡El Cuarto del Duque! ¿Por qué no? No puedo mantener un alojamiento selecto toda la noche. —El posadero se frotó las manos—. Lo llamamos el «Cuarto del Duque» porque el duque Snel de Sneldyke nos honro con su visita no hace más de doce años. Debéis pagar con monedas de plata. Durante la Gran Feria, y por el Cuarto del Duque, pedimos una tarifa adicional.

Aillas pagó con un florín de plata.

—Llévanos cerveza afuera, bajo el árbol.

Los tres se sentaron a una mesa y disfrutaron de la fresca brisa del atardecer. Las multitudes se habían reducido a un grupo de visitantes tardíos que esperaban conseguir alguna ganga, y a pordioseros. La música había perdido intensidad; los vendedores empacaban sus mercancías; los acróbatas, contorsionistas, mimos y malabaristas se habían marchado. La Gran Feria terminaba formalmente al día siguiente, pero ya estaban desarmando pabellones y tiendas. Las carretas y carromatos se iban del parque para dirigirse a todos los rumbos: norte, este, sur y oeste. Frente al Toro Negro pasó el colorido carromato del doctor Fidelius, tirado por un par de caballos negros bicéfalos y conducido por un apuesto y joven caballero de notable apariencia.

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