Read Mae West y yo Online

Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (24 page)

BOOK: Mae West y yo
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

-Habrá que hacer otro café -dijo Pilar-. No tenemos suerte con el café.

Le impedí, con suavidad, que se levantase. Quería seguir allí, arrodillado a su lado, con las manos sobre sus rodillas, emocionado, torpe. Ella sonrió con cariñosa condescendencia, como las mujeres adultas sonríen a los muchachos que les dan a entender su amor.

-Estoy muy bien así.

-Estás sudando -me dijo, y me pasó la mano por la frente empapada en sudor.

-Es un fastidio. Lo siento.

-Pero es lo único desagradable, ¿no?

Fue como si me hubiera descubierto en falta. Me ruboricé.

-No te preocupes, Felipe -ahora, de pronto, me hablaba como se habla a los enfermos-. Lo sé. No tienes que avergonzarte, por Dios, todo lo contrario. Se te ve muy bien.

Bajé la cabeza y me quedé mirando mis manos, quietas allí, sobre las rodillas de Pilar.

-¿Quién te lo ha dicho?

-No sé, creo que Marita. Sí, Marita. Me llamó un día y me lo dijo. Había llamado a tu primo Jerónimo y él se lo contó a ella. Pero también le dijo que estás perfectamente bien. Mi suegro tiene lo mismo y está como una rosa.

-Ya. ¿Qué edad tiene tu suegro?

-Más de ochenta, seguro.

-Yo tengo sesenta y dos.

-¿Y eso es malo?

-En estas cosas, ser relativamente joven puede ser un inconveniente. Lo sabes, ¿no?

Pilar no respondió enseguida. Levanté la cabeza, la miré, y tenía los ojos brillantes.

-Estás peleando bien -quedaba claro que lo sentía de veras-. Y vas a seguir peleando.

Me levanté, y no conseguí hacerlo todo lo airosamente que me habría gustado. La rodilla izquierda dolía y volvió a crujir.

-Pilar, yo no sé cómo se pelea contra esto. De verdad, nunca lo he entendido. El tratamiento, las inyecciones, eso es lo que pelea por mí. Y cuando las inyecciones dejen de funcionar, pelearán por mí otras cosas más duras, con efectos peores que este sudor. Con efectos peores que estar dejando de sentir nada cuando veo a una chica guapa, como me anunció uno de los médicos.

-Qué ojo clínico -dijo, y nos reímos.

Volví a sentarme en mi butaca. El sol daba ya de lleno en el ventanal estrecho y alargado que recorría toda la pared exterior del salón, pero Pilar no se levantó a bajar los estores. Me asaltó una punzada de melancolía ante aquel polvo dorado que flotaba en la luz radiante que entraba por el ventanal; mis hermanas y yo, cuando éramos niños, jugábamos a bañarnos en aquel chorro de pelusas brillantes que se colaba terso y caliente, a media tarde, en verano, en las habitaciones que daban a la fachada principal de Villa Horacia. Un día, en las cocheras, también jugamos a ducharnos en el chorro de luz Juanele -el mozo de cuadra de tía Enriqueta- y yo.

-Dicen que es fundamental mantener el buen ánimo, las ganas de vivir.

-Supongo. Y hay trucos, claro. Yo hablo solo, me invento películas, espío a las vecinas tristes del otro lado de la calle.

-No me importa -dijo Pilar, y se esforzó por aparentar buen tono vital-. No me importa nada parecer triste si con eso te ayudo.

Seguid, seguid, chicos, vosotros a lo vuestro, dijo Antonio nada más entrar, yo voy a tumbarme porque vengo rendido, pero vosotros seguid, y se desnudó por completo, ya con lo fundamental en perfecto y vibrante estado de revista, y se echó sobre la colcha, y Pirko se puso a besarme bajo la sábana como las abuelas cuando se quieren comer a sus nietos a besos, y yo la abrazaba como abrazan las madres, al pie del avión, a sus hijos soldados enviados a Afganistán, y luego ella fue besándome cada vez más suavemente, cada vez más lentamente, mientras oíamos la respiración acompasada de Antonio en la cama de al lado, y yo seguía abrazándola como si no fuera a volver a verla, y su respiración y la mía también se iban acompasando, y de pronto Antonio, desde la cama de al lado, dijo salud, chicos, y ni Pirko ni yo contestamos, pero Antonio empezó a chasquear la lengua, nena, dijo, si te quedan ganas aquí me tienes, a mí me quedan fuerzas para parar un tren, y entonces Pirko me preguntó con toda su dulzura finlandesa que si me importaba, y yo le contesté que no, porque de verdad que no me importaba, me parecía lo mejor para ella, se le iba a quitar la tristeza, y volvió a besarme en la boca como Dios, y luego saltó de la cama con su cuerpazo desnudo, pero ágil y elástica como una gimnasta nórdica, y Antonio la recibió con los brazos abiertos, con muchas risas, con muchos gruñidos, con lo fundamental tocando a rebato, y yo metí la cabeza bajo la almohada para no oírlos, pero sabía que ella le estaba besando, acariciando, lamiendo como una diosa escandinava, y que él sabía estupendamente cómo apuntar, cómo atinar, qué ritmo llevar, cómo hacerla gemir como una leona amorosa y hacerle olvidar que él la había dejado plantada para atender a otra que le esperaba con las bragas en la mano.

-Habrías sido un marido estupendo -me dijo Pilar. Yo le había pedido un vaso de agua y, cuando volvió de la cocina y me lo dio, le besé la mano como John-John Kennedy besó la mano de su flamante esposa, Carolyn Bessette, a la salida del templo, recién casados.

-Lo sé -le dije. Y era verdad. Aún estoy a tiempo, ahora es más fácil para nosotros, pero siempre he pensado que habría sido un marido magnífico, un esposo atento y fiel de una mujer no demasiado guapa, pero lista y con momentos ocasionales de tristeza, padre cariñoso, respetuoso y generoso con mis hijos, que probablemente se avergonzarían un poco de mí.

Al cabo de más de una hora, Pirko y Antonio empezaron a calmarse, y yo sabía que ella no iba a besarle como besan las abuelas cuando quieren comerse a sus nietos, y oí cómo Pirko le susurraba algo a Antonio, y él, rendido de nuevo y relajado, levantó la voz y me preguntó oye, rey de la selva, ¿estás despierto?, buen trabajo, la niña quiere volver contigo, y yo contesté que sí, que estaba despierto, y Pirko se levantó de la cama de Antonio y se vino otra vez a la mía, y pegó a mi cuerpo su cuerpo grande y hermoso, sus pechos pequeños, su vientre liso, su pubis un poco áspero, sus muslos musculosos y templados, finlandeses, nórdicos, escandinavos, y no se interesó lo más mínimo por lo fundamental, me susurró gracias, de verdad, mi amor, muchas gracias, me besó como besan las muchachas y los muchachos felices, me acariciaba el pecho como lo acarician los muchachos y las muchachas agradecidos, apoyó la cabeza, quizás demasiado rubia, entre mi hombro y mi cuello, y noté unas gotas mojándome la clavícula, como si ella estuviera llorando. Le levanté un poco la cara, le limpié las lágrimas con mis dedos, la besé cuidadosamente en aquellos labios extraordinarios, la besé como hasta entonces, recién cumplidos los veintidós años, no había besado a nadie. Antonio roncaba.

-No hemos comido ni un dulce -dijo Pilar.

Elegí un pequeño cono de hojaldre relleno de crema de chocolate. Y luego un tocino de cielo.

-Qué buenos. Más vale que mañana no me haga un análisis.

Mae West me dijo: «Encanto, los pasteles engordan horrores, y engordar es el camino más directo para llegar a
Calle Mayor
y terminar solterona para siempre, como la pobre Betsy Blair».

Ella: «Nuestro adalid del periodismo de bandera»

19 de julio, lunes

Nuestro Humphrey Bogart en
El cuarto poder,
nuestro Marcello Mastroianni en
La dolce vita,
nuestro Gregory Peck en
Vacaciones en Roma,
nuestro Mel Gibson en
El año que vivimos peligrosamente,
nuestro Jack Lemmon en
Primera plana,
nuestro Michael Caine en
El americano impasible,
nuestro George Clooney en
Buenas noches y buena suerte,
nuestro adalid del periodismo de bandera, nuestro reportero apuesto, aguerrido, temerario, canalla, sexy, independiente, cínico, encantador, vividor, carroñero, picaro, voraz, todo a la vez, nuestro gran Paco Luna, publicó esta mañana, en
La Voz del Sur,
un reportaje larguísimo, laborioso, enmarañado y destartalado, titulado LA POLICÍA RESUELVE EL CASO MENESES.

-El cabrón, de verdad sabía algo -dijo Felipe.

-Cariño -le dije-, no te fies de los que parecen tontos ni, mucho menos, de los que tienen la portañuela hinchada. Se meten algodón.

Un fraudulento y, según el humilde pero muy profesional cronista, enrevesado asunto de ingeniería financiera está, de acuerdo con fuentes policiales rigurosamente contrastadas por quien esto firma, detrás de la desaparición, hace casi tres meses, del conocido hombre de finanzas Javier Meneses, con residencia de verano habitual en la reputada y exclusiva urbanización sanluqueña Villa Horacia Village & Resort, entre cuyos distinguidos vecinos, pertenecientes la mayoría de ellos a la más alta sociedad gaditana, andaluza, nacional -incluyendo el País Vasco y Cataluña- e incluso internacional, causó honda consternación la, ahora totalmente descubierta, escapada del fugitivo. Porque, a pesar de los más negros presagios que han circulado por la acongojada y, repito, muy distinguida comunidad villahoraciana durante estos meses, presagios o teorías que incluían el adulterio y la escapada amorosa, el secuestro, la amnesia clínica, el accidente, con amnesia o sin ella, e incluso, y resulta estremecedor sólo escribirlo, el asesinato, finalmente se ha confirmado que Javier Meneses desapareció a causa de un complicado montaje -que este cronista confiesa humildemente no acertar a explicar en toda su aviesa y ramificada complejidad- de recepción de inversiones y desmesuradas y finalmente insostenibles rentabilidades, una especie de Pirámide de Madoff, a pequeña escala pero con consecuencias tanto o más escandalosas, y cuya principal víctima es, en este caso y al final del día, como dicen los ingleses, uno de los principales bancos del país, por razones que a este cronista se le escapan, dado que es extremadamente raro que un banco resulte víctima de algo.

-El reportaje de su vida -estaba claro que Felipe no encontraba mínimamente cómico aquel potaje de habichuelas con mermelada, como diría Carmeli-, Pilar tenía que saber algo. No se puede estar casada con un señor y no tener ni idea de algo así.

-Encanto, deja que disfrute. Nuestro reportero audaz, quiero decir.

-Si disfruta con esto, es que no disfruta con lo que tendría que disfrutar. Habrá que oír lo que dice su señora.

-Querida, las verdaderas señoras sabéis disfrutar de lo bueno de la vida, las que no lo somos sabemos disfrutar sólo de lo malo.

Como le dijo Felipe a Marita, expresándose divinamente, cuando ella le llamó muy excitada, el resto de la prensa daba información de la solución del caso Meneses en notas breves y, por lo general, de agencia. Para los periódicos de difusión nacional era un caso menor -Marita, siempre tan Judy Garland en
El mago de Oz,
no terminaba de estar de acuerdo-, apenas una anécdota, con la que ha caído y sigue cayendo en la economía mundial y española, de consecuencias fastidiosas para un puñado de incautos o de adinerados, ajenos a su círculo y que, por lo que cabía deducir, le habían confiado a Meneses cantidades no excesivamente abultadas que él había manejado con el rigor de un prestamista de tercera. Un banco de primera fila había servido, al parecer, de soporte más o menos voluntario al chanchullo, y había sido el más interesado en que la policía llevara la investigación con la mayor discreción posible. La prensa debía de haber adivinado la verdad desde el primer momento -insistía Felipe, y Marita dijo, muy suya, que la prensa es muy cantamañanas, aunque no lo repetiría muy alto porque, después de todo, le daba para entretenerse y para caprichos-, de ahí tanta desgana de los periodistas al dar cuenta del desenlace, y que Paco Luna, aunque escribiese como una monja descarriada, insinuaba problemas de más calado. ¿Paco Luna?, preguntó Marita, ¿qué tiene que ver ahora Paco Luna en todo esto?, y Felipe le preguntó si no había leído su reportaje en
La Voz del Sur,
y ella le contestó que no, que dónde estaba, que se le habría pasado, que volvería a mirar el periódico de pe a pa, y Felipe le aclaró que ocupaba una doble página entera y le advirtió que estaba escrito como el manto de una Virgen de Jueves Santo, como decía Carmeli cuando se refería a algo muy retorcido y con mucha filigrana y mucho desatino, que a ella, por cierto, también le daban ardores de estómago las saetas y las bandas de las procesiones de Semana Santa, así que lo suyo tenía que ser nervios del oído, que lo de los ardores por haber votado una vez al PP sería la excepción que confirma la regla, pero que, dijo Felipe, si se leía entre líneas y separando el grano de la paja, el reportaje de Paco Luna tenía dinamita enterrada, porque Paco Luna escribía que las completamente fiables fuentes policiales antedichas, administrando con cuentagotas la información suministrada a este modesto pero honrado cronista local, daban a entender que las ramificaciones de la fraudulenta operación podrían alcanzar a las más altas esferas financieras, empresariales y sociales, incluidas las más altas esferas aristocráticas, del Estado español, Cataluña y el País Vasco también incluidos, y que, en otro orden de cosas, la actual mujer del presunto imputado, Pilar Ordóñez, y el hijo de su primera esposa, Borja Meneses Rodenas, de los y las Rodenas propietarios de una importante y prestigiada firma de embutidos selectos, habían sido objeto de un cuidadoso y discretísimo seguimiento que había arrojado decisiva luz sobre el caso.

-Creo que Pilar no está en Los Zagalejos -dijo Felipe-. Creo que se ha ido.

-¿De veras? ¿Cómo te has dado cuenta? ¿Cuándo? -Marita parecía dispuesta a salir corriendo y comprobarlo con sus propios ojos.

-Esta mañana no ha recogido el pan. El panadero la ha esperado un rato, y luego se lo ha dejado en una bolsa enganchada en la cancela. Me ha dicho que a veces lo hace, cuando ella no está.

-¿Cuándo la viste por última vez?

-Ayer por la tarde. Merendamos juntos.

-¿Dónde? ¿En tu casa? ¿En la suya? Porque ella no vendría contigo, ni con nadie, a la cafetería del club social ni loca. No puedo creer que ahora vengan la policía y Paco Luna a estropear el comienzo de ese idilio.

-No desbarres, Marita, pareces Mae West.

-No desbarres tú, cariño, y ten cuidado con las comparaciones, mi amor, sé perfectamente quién era Mae West, una gorda deslenguada y ordinariota de los tiempos del cine mudo, o medio mudo.

«Muda te vas a quedar tú como me ponga deslenguada y ordinariota a tu costa, cariño, delante de todo el mundo», dije yo, «y a ver si afinas,
darling:
lo de éste y ésa era sólo el principio de una hermosa amistad, por razones obvias, que yo tengo para todos.»

BOOK: Mae West y yo
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

In Bed with the Enemy by Kathie DeNosky
Bungee Jump by Pam Withers
Lowland Rider by Chet Williamson
First Meetings by Orson Scott Card
Echoes of the Dance by Marcia Willett
Deadly Liaisons by Terry Spear
Clutch of the Demon by A. P. Jensen