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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (20 page)

BOOK: Mae West y yo
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-Claro. Paco Luna estaba de fiesta, eso sí lo habrás visto. Pero la muerte de Aresu es mucho más importante, era un escritor conocidísimo.

-Sin duda. ¿Habrá funeral aquí? Quiero decir, en Sanlúcar.

-No se sabe. Parece que antes tienen que hacerle la autopsia, no sé por qué -note por el teléfono que sonreía-. Con lo que eso duele.

-Ojalá tenga suerte y se quede dormido mientras se la hacen, como el de su novela -bromeé, y procuré que sonara candoroso-. Por cierto, ¿sabes algo de Borja?

-¿De quién?

-De Borja, el hijo de Pilar. Bueno, el hijo de Javier Meneses. Ha dejado de repartir los periódicos con tu hijo por la mañana.

-Ah, no sabía. Marcos no me ha dicho nada, le preguntaré.

-Muchas gracias por llamar, Marita -acababa de darme cuenta de que Carmeli me estaba observando y parecía impaciente-. Tenme al tanto.

Marita se rió:

-Ya veo que Borja te interesa horrores, bandido.

-No me refiero a Borja, mujer. Tenme al tanto de lo del entierro o el funeral de Aresu. De verdad. Muchos besos.

Carmeli me miraba con aire decidido y los brazos cruzados. Conocía ese gesto. Antes de que yo consiguiera darle a entender que no ocurría nada que mereciera la pena como para ponerse a charlar sobre ello, apartó una silla de la mesa de la cocina, se sentó y me ordenó:

-Siéntate.

-Pero Carmeli -protesté-, no son horas de ponernos a hacer tertulia. Mira la hora que es. Más de las diez.

-Siéntate.

-Muy bien. Pero no te enrolles. He quedado en pasarme ahora por el quiosco de prensa de la señora que acaba de llamar.

-Marita Mendoza, ya lo sé, la hija del abogado, menuda pieza. La Marita, digo, no don Benjamín, que era un señor. La niña le salió aventurera. Y no has quedado en nada. Será de malísima educación, pero he escuchado la conversación entera y no has quedado en ir ahora a ninguna parte.

-Está bien, Carmeli, no he quedado. Pero tengo que vestirme. Y salir un rato. Tú me dirás.

Carmeli apretó la boca y tragó saliva. No era normal en ella atragantarse a la hora de hablar.

-¿Qué ha pasado? ¿Quién se ha muerto?

-Un escritor. Vivía aquí, o veraneaba aquí, no lo sé. Estaba muy enfermo.

-Ya me parecía a mí -dijo Carmeli, muy seria-. Esta mañana, cuando me bajé del autobús y entré en la urbanización, yo me dije: aquí huele a muerto.

Me miró a los ojos casi con impertinencia. Y me sostuvo la mirada sin parpadear.

-Venga, Carmeli, no digas tonterías.

-Yo huelo la muerte -insistió. No bromeaba, incluso parecía asustada por culpa de aquella disparatada facultad de la que sin duda prefería olvidarse, pero que la llamada de Marita le había obligado a recordar-. Soy como los perros. Cuando se está muriendo alguien los perros aullan, y luego gimen hasta que entierran al difunto, y a veces más, sobre todo si el difunto era su amo. Yo no aúllo, claro, pero huelo la muerte. Me pasó con mi madre, me pasó con mi padre, me ha pasado montones de veces, y hoy en esta urbanización huele a muerto.

-No sé, Carmeli, me parece un poco extraño -no quería ofenderla-. Ese señor se ha muerto en Jerez, en el hospital. Debería oler a muerto hasta por la autovía.

Carmeli bajó los ojos y aguantó. No quería pelearse conmigo.

-Eso da lo mismo -dijo-. Huele donde el muerto estuvo vivo. No me pidas que te lo explique, yo sé que no tiene explicación.

-Carmeli, es muy impresionante, pero no sé, piensa en otra cosa. Anda, sigue limpiando y así te distraes.

Hice ademán de levantarme pero ella me suplicó:

-Espera.

-Carmeli, mujer, no podemos seguir hablando de esto.

Me miró de nuevo y me sostuvo la mirada, pero ahora no parecía impertinente, parecía como si estuviera aguantándose las ganas de echarse a llorar.

-No quiero seguir hablando de esto, quiero hablar de otra cosa.

Moví la cabeza de un lado a otro, suavemente, para que entendiera que no era una buena conversación. Así y todo, consentí que siguiera hablando:

-Dime -era evidente que le costaba trabajo hacerme la pregunta-. ¿Por qué dijo Vero que no puedes estar tan malo como dices que estás? ¿Por qué dijo el niño de Vero que te vas a morir? ¿Qué te pasa?

-Era eso...

Le cogí a Carmeli las manos, apoyadas en la mesa, y se las acaricié.

-No me lo quito de la cabeza -dijo ella-. Desde que escuché eso me cuesta trabajo pensar en otra cosa.

-Muchas gracias, Carmeli, ya sé que me quieres mucho, pero no te preocupes -también a mí estaba empezando a costarme hablar-. De momento estoy bien, muy bien.

-¿De momento?

-Está bien, Carmeli, tengo una cosa complicada, seria, pero se puede controlar y está controlada.

-¿Qué es? ¿Cáncer? ¿De qué?

Le dije la verdad.

-¿Y no se cura?

-Hoy por hoy, tal como está, no se cura. Pero te prometo que se puede controlar, y durante mucho tiempo. El médico me dijo: «Te vas a morir con esto, pero no de esto».

-¿Y tú te lo has creído?

-Claro que me lo he creído, a pies juntillas -mentí-. Más me vale, ¿no?

Las manos de Carmeli temblaban y yo las apreté un poco. A veces, cuando éramos niños, ella me besaba como una hermana si me veía asustado o triste.

-¿Y no piensas todo el día en eso?

Me reí, también yo necesitaba tranquilizarme un poco.

-Claro que no pienso todo el día en eso, Carmeli, me volvería loco. Hago montones de cosas para olvidarme de que estoy pachucho: hablo solo, o con Mae West, que es lo mismo, o me imagino que me toca la primitiva, o me pongo a planear viajes fantásticos, o leo. Aquí no puedo ver películas, que me gustan mucho, porque no hay televisión, pero las recuerdo, sobre todo películas antiguas, actores y actrices del año catapún, los que de verdad tenían estilo. O me invento historias. Y paseo, hablo con la gente, me peleo contigo.

-Vale, ¿Y no te dan radio, quimio, esas cosas?

-No, Carmeli, nada de eso. Sólo me ponen una inyección, cada tres meses. Eso sí, por culpa de la inyección me dan sofocos como a las mujeres. Por eso bromeé el otro día contigo y te dije que algunos hombres a lo mejor también tenemos la regla y la menopausia. Y no hace falta ser mariquita.

Sonrió con cautela, como si no quisiera tentar a la suerte tomando a broma algo que sin duda le parecía terrible.

-¿Y no vas al médico?

-Cada tres meses, por ahora. Para controlar. Tengo que ir a finales de septiembre.

En ese momento fue ella la que me cogió las manos y sonrió ya abiertamente, pero con los ojos nublados.

-La verdad es que yo te veo muy bien -dijo, y me apretó las manos en señal de ánimo-. En cuanto necesites algo, dímelo, ¿vale?

-Claro que sí, Carmeli, no creas que vas a librarte.

Me levanté, me incliné sobre ella y la besé en la frente. Ella también se levantó.

-Ahora voy a arreglarme y a pintarme un poco, que ya va siendo hora -hice una tontorrona morisqueta de coquetería-. ¿Me das un beso?

-No -dijo-, que tengo mucho trabajo.

Cuando, una hora más tarde, salí de casa sin saber muy bien adonde ir, Carmeli se limitó a mirarme con un desdén a todas luces excesivo para ser auténtico, haciéndose la dura, como protegiéndose con aquel simulacro medio cómico de despego y hasta de rencor contra sentimentalismos que ya prefería considerar agua pasada, y dándome a entender que mejor me abstuviera de decirle una sola palabra, aunque fueran frases rutinarias como «hasta luego» o «te veo después». Conozco bien esa resistencia a dejarse vencer en público por la emotividad, o el arrepentimiento por no haber sabido evitarlo: se llama pudor. Era bueno que los dos estuviéramos solos toda la mañana y que, al vernos de nuevo, lográsemos comportarnos como si aquella conversación difícil y apesadumbrada no hubiese tenido lugar.

La urbanización no olía a nada alarmante. A marea y brezo. No quería volver a la galería comercial, pero antes de media hora allí estaba, en el
work center,
aparentando interés por un artilugio incomprensible, exhibido en una vitrina cerrada con llave y enseñando con la mayor impudicia un precio escandaloso. Deduje que era uno de esos nuevos lectores de texto, o como diablos se llamen, que van a terminar con el placer del libro impreso en papel y acariciado como un cachorro. Borja no estaba. Ya lo había comprobado el día anterior. Había ido al
delicatessen
a comprar un excelente jamón ibérico envasado al vacío, que luego el comando familiar había engullido sin perder el tiempo en elogios, y otras exquisiteces carísimas para el aperitivo que a los niños les parecieron repugnantes y, a los adultos, nada del otro jueves para tanta propaganda y tanta rimbombancia, como bien se encargó de decir mi hermana Vero, y tampoco pude resistir la tentación de buscar a Borja en el
work center,
todavía sin saber que el chico no volvería a repartir los periódicos. Las dos veces estuve a punto de preguntarle a George Chakiris, que se había teñido mechas de color amarillo canario en su negrísima mata de pelo, si había pasado ya por allí mi sobrino, o mi ahijado, o mi vecino -y estaba seguro de que apenas necesitaría describirlo un poco para que Chakiris supiera a quién me refería-, porque había quedado con él. Hoy, me entretuve después mucho tiempo dando vueltas por las otras tiendas de la galería y volví a casa pasadas las dos de la tarde. Carmeli ya se había marchado y me había dejado en el horno una fuente de pasta de calabacín con bechamel -le tengo dicho que no debo abusar de los hidratos de carbono-, lista para gratinar.

Casi toda la tarde la he pasado adormilado, y con dolor de cabeza, en la butaca del cuarto de estar chico. Dejé de leer los periódicos porque la lectura me producía somnolencia y quería estar atento a cualquier novedad en Los Zagalejos. Era inútil, permanecía espabilado apenas unos minutos y volvía a caer en aquel sopor cargado de imágenes obsesivas -Candela llorando a lágrima viva, Pinki ardiendo, Vero ardiendo también, Chakiris pintándose el pelo de verde loro, Gonzalo Aresu amortajado, Borja desnudo y sonriendo como una vestal aburrida- y de sudor. A las seis me duché con agua fría, merendé y estuve hasta las ocho y media esperando que Pilar Ordóñez saliera a correr. No lo hizo. Nadie entró ni salió de su casa durante toda la tarde, ni nadie subió los estores del ventanal del salón, completamente bajados todo el día.

Salí a dar mi paseo cotidiano cuando el sol aún rozaba las ramas más altas de los viejos y enormes eucaliptos que sobreviven al borde de la playa. En esta época del año, el sol se pone tras ellos y enreda en su ramaje un incendio lejano y exuberante que a veces, cuando hay bajamar y el crepúsculo es más vigoroso y se disuelve en los tonos más extremos y mezclados del rojo -cárdeno, púrpura, fuego, dorado, rosa, malva-, dura hasta bien entrada la noche. Este verano, los eucaliptos están enfermos, tienen las hojas manchadas por una grasa blanquecina que amenaza con contagiar toda la vegetación cercana, lo que aconsejaría talarlos, seguramente para alegría de los vecinos cuyos jardines y piscinas están constantemente cubiertos por una hojarasca pringosa como la piel cuarteada y desprendida de un reptil moribundo. Esos eucaliptos han estado siempre ahí, han formado parte del paisaje que yo recuerdo como el más emocionante de mi vida, y perderlos enturbiaría mi mirada sobre el muchacho que fui alguna vez.

Los últimos días, la playa ha estado cubierta de algas. Llegan con el agua cálida del río y flotan hasta la orilla, donde se quedan enredadas en las piedras y los ostiones del rompeolas. Hoy, al atardecer, la marea ya había bajado mucho y las algas cubrían casi toda la extensión de arena mojada que el mar deja al descubierto. Pisarlas al caminar produce una extraña y mezclada sensación de inseguridad y levedad, como si la arena que hay bajo las algas fuera a desmoronarse poco a poco, lenta y amablemente, acogedora. Caminando al ritmo rápido que me impongo para intentar mantener controlado el nivel de glucosa, llegué a la punta de Montijo cuando el sol ya había desaparecido en el horizonte y las nubes lejanas empezaban a arder como zarzas flotantes. Era un espectáculo tan hermoso como abrumador. Darle la espalda y caminar de vuelta a casa era como escapar de él. Me tranquilizaba.

El camino de regreso lo hice por la arena firme y a ritmo más lento, estaba cansado y me dolían los pies de andar sobre una superficie demasiado blanda. No me crucé con Pilar en ningún momento. Marita llamó para decirme que la cremación del cadáver de Gonzalo Aresu sería en el cementerio de Jerez a primera hora de la mañana, que ella no pensaba ir, pero que se celebraría un funeral en la iglesia de Capuchinos de Sanlúcar a las doce del mediodía. Al llegar al cruce de la calle Velero con la calle Poniente, decidí girar a la derecha y caminar un poco por Lubricán. Ya había oscurecido y en la verja de El Samaritano -curioso nombre para un chalé importante- no había ningún periódico, ni estaba encendido el farol del porche. Sí me pareció entrever que había al menos dos periódicos todavía enrollados en el césped, sin que nadie se hubiera ocupado de recogerlos. La casa parecía cerrada y deshabitada. Bordeé la rotonda y me acerqué a la balaustrada del mirador que se asomaba a la playa, ya casi desdibujada por la oscuridad creciente de la noche.

Con marea baja no hay rumor del mar. Flotaba sobre la playa un sosiego esponjado, silencioso, que me recordó de repente al de aquellas madrugadas en que mi padre y yo salíamos a mariscar con luces, porque quizás aún no estuviera prohibido. Mi padre entonces me parecía un hombre decidido y entusiasmado. Hurgábamos en la arena en busca de almejas o coquinas, a veces atravesábamos con un arpón suaves montículos de arena con forma de viena, apenas sumergidos en pequeñas lagunas, para sacar lenguados ensartados que se agitaban como condenados a la horca. Ya no hay lenguados en esta playa, como no quedan, en esta Villa Horacia urbanizada y lujosa, alacranes, ciempiés, alúas, y apenas camaleones y salamanquesas. A mariscar muergos, camarones y cangrejos moros íbamos de día, y los cangrejos moros los cogíamos en los corrales, metidos en agua hasta las rodillas, hurgando en las rocas con varas de adelfa en cuyo extremo atábamos con guita, como cebo, trozos de choco. A mí entonces mi padre me parecía el mejor cogiendo cangrejos moros.

Un coche giró haciendo el círculo completo de la rotonda, como si estuviera perdido o algo hubiese despertado la curiosidad del conductor, y los faros iluminaron momentáneamente el mirador. La noche se había encapotado y la luz de los faros parecía quedarse pegada a las nubes durante unos segundos. Me di cuenta de que, apenas a tres metros de mí, había un hombre que fumaba, con los codos apoyados en el pretil de la balaustrada, y parecía contemplar absorto la oscuridad y las luces de las boyas que parpadeaban a lo lejos, señalando el canal navegable. No le había oído llegar. A la luz de su cigarrillo, y de la del móvil que empezó a encender continuamente, comprobé que no era joven, que no me resultaba conocido y que de vez en cuando me miraba sin mucho disimulo. Carraspeó. Yo dije:

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