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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (52 page)

BOOK: Malditos
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¡Afrodita vuelve a ganar! ¡Y todo por tu amor, por los dos vástagos a los que amas y las tres patéticas furias! Y el amor, amor, amor será la razón por la que el mundo entre en guerra, guerra, guerra. ¡Esto es poesía para mis oídos!

Mientras Ares gorgoteaba con la risa demente, la gravedad de los múltiples errores que Helena había cometido empezó a hacerse patente. Morfeo había expresado cierto recelo respecto a su cometido, pero ella jamás se había preguntado por qué. Hades, por otro lado, la había advertido de forma explícita no solo una, sino dos veces, de que debía consultar al oráculo. No a Casandra, la hermana pequeña de Lucas, sino al portavoz de los tres destinos. Tenía que preguntarle si liberar a las furias era lo más apropiado. Incluso su buen amigo Zach había intentado decirle que estaba en peligro, pero ella no le concedió ni la oportunidad de explicarse.

Y, por si fuera poco, Héctor también le había lanzado una advertencia. Le dijo que lo más importante era que no se enamorara de Orión. Héctor siempre había sabido que la batalla era por amor, aunque Helena lo ignoraba por completo. Cuando le aconsejó que no se quedara prendada de Orión, lo que en realidad le estaba diciendo era que el amor, el verdadero amor, siempre creaba una familia, aunque esta no fuera la más tradicional. El amor era lo más importante, y no las leyes, las normas o los dioses.

Helena podía despotricar y gritar que le habían tendido una trampa, que nada de aquello era culpa suya, pero no serviría de nada. Se había empeñado en llevar a cabo su cometido sin detenerse a pensar en las consecuencias negativas. Desde el principio estuvo convencida de que hacia lo correcto, una buena obra, una hazaña tan heroica que ni siquiera se molestó en escuchar que no opinara lo mismo. Lucas le advirtió que la arrogancia era el mayor peligro de los vástagos, pero hasta ahora no le había prestado más atención. Ser buena persona y realizar buenas obras no quería decir que uno siempre tuviera la razón.

En la caverna colindante, oyó que Orión y Lucas hablaban entre susurros desesperados, animándose el uno al otro a dirigirse hacia la luz parpadeante del brasero.

—Por favor —sollozó en voz baja—. Mátame ya.

—Pronto, pronto, mascota. Chis —arrulló Ares.

De repente, el dios extrajo una pequeña daga de bronce de su cinturón y se arrodillo justo a su lado. Helena notó un calor palpitante en el cuello.

Con una precisión eficiente, Ares le rajó la garganta.

—Morirás, pero el corte es bastante superficial para que aguantes un poco más. Mucho me temo que no podrás hablar. No puedo arriesgarme a que desveles mi plan a los otros dos herederos antes de pelearnos un poquito para hacerles sangrar, ¿no te parece? No quieres arruinarlo, créeme.

Procuró gritar a pleno pulmón, pero solo consiguió escupir una delgada membrana de sangre que aterrizó en la mejilla de Ares. El dios sonrió con placer, y se lamió los labios.

—¿Quién es una buena chica? —dijo como si hablara con un bebé mientras hacía muecas grotescas. Entonces se puso de pie, se encaminó hacia el muro de piedras y dijo algo en voz baja.

Helena estuvo a punto de ahogarse cuando no era más que una niña.

Desde entonces, siempre había tenido pavor al agua, a pesar de haberse criado en una isla en medio del océano. Después de tantos años de pánico al agua, daba la sensación de que fuera a ahogarse en tierra firme.

Mientras la sangre le inundaba los pulmones de espuma y le quemaba el tímpano, se dio cuenta de que su sangre sabía igual que el agua salada del mar. De hecho, podía escuchar un diminuto océano en su interior, y que inundaba cada latido de su corazón. ¿O eran esos tremendos pisotones que hacían temblar el suelo helado de la gruta?

—¡Tío! Déjame pasar —susurró Ares un poco más alto a la pared de piedra.

Pero no ocurrió nada. La mirada de Ares se tornó desesperada.

—¡Helena! ¡No! —gritó Lucas desde la boca de la cueva.

El grito retumbó en los pasillos de la cueva, llenando así las esquinas oscuras de las cavernas que multiplicaban el estruendo en su interior.

Ares se dio media vuelta y empuñó el cuchillo con el que había rasgado el cuello de Helena. La mirada del dios desveló a la joven su plan: Ares estaba meditando convertirla en su rehén para salir de ahí indemne.

El suelo tembló con violencia y, al perder el equilibrio, Ares se vio obligado a poyarse en la pared, distanciándose de Helena.

—Apártate de ella —gruñó Orión.

Incapaz de darse media vuelta para verlos, Helena se quedó mirando el rostro petrificado de Ares, aunque solo fuera con el ojo bueno. El dios observaba a Orión y a Lucas mientras retrocedía varios pasos en dirección a la pared del portal. El primero de ellos había dado en la diana. El dios de la guerra era un cobarde.

—¡Hades! ¡Tienes órdenes que debes acatar! —gritó Ares histérico mientras golpeaba repetidamente la pared de piedra congelada—. ¡Déjame pasar!

El portal absorbió su cuerpo y Ares desapareció. Tras una breve pausa, Helena oyó unos pasos apresurados tras ella.

—Luke. Oh, no —gimió Orión.

—No está muerta —anunció Lucas apretando los dientes—. No puede estar muerta.

Helena notó que Lucas y Orión se agachaban junto a ella. Sintió unas manos que la agarraban del hombro y la cadera para alzarla con suma suavidad. Se retorció en un intento de librarse de ellos. Si hubiera tenido fuerzas, se habría levantado para huir de allí a toda prisa. Incluso el suave y delicado tacto de los dos chicos parecían látigos sobre su piel, pero el dolor no era la razón por la que quería que dejaran de tocarla. No podía permitir que se mancharan las manos con su sangre.

—Tranquila, tranquila. Todo está bien, Helena —murmuró Lucas—. Sé que duele, de verdad, pero tenemos que moverte.

No. Tenían que alejarse de ella lo antes posible. Trató de decirles que se marcharan, pero lo único que salió de su boca fue un chorro de sangre.

—Tengo un cuchillo —ofreció Orión antes de cortar las cuerdas que mantenían a Helena maniatada.

Lucas la cogió en brazos. Ella se resistió en vano. Helena no se rindió y volvió a intentar soltarse de él. Quería perecer en el portal, antes de que el ritual de hermandad pudiera completarse, aunque la continua tos y las sacudidas solo empeoraban la situación. Su cuello era como un aspersor de sangre que rociaba a Lucas y a Orión. Quizás Ares fuera un cobarde, pero sin duda era un experto en hacer daño a las personas. Las heridas de cada golpe que le había propinado le aseguraban que cualquiera que se acercara a pocos metros de ella quedara empapado de sangre.

—Sígueme —dijo Orión con urgencia.

Helena percibió un suave balanceo y, al iniciar su ascenso, distinguió la silueta de Orión delante de ella. Había recuperado el oído y su visión no era tan borrosa, pero todavía no era capaz de moverse ni hablar. Intentó mover los dedos de los pies y las manos, pero ninguna de sus extremidades respondía. Intentó pestañar, pero ni siquiera consiguió cerrar su ojo sano. Estaba encerrada dentro de su cuerpo, pero sin perder el conocimiento. Se rindió. No tenía más remedio que observar los acontecimientos sin poder hacer nada al respeto. Se preguntaba si esa sería otra tortura que Ares había preparado para ella. ¿Había envenenado el filo del cuchillo para paralizarla?

«O puede que solo esté muriéndome —pensó esperanzada—. Si me doy prisa, quizás pueda parar esto.»

—Ahí está la salida —informó Orión un tanto más aliviado.

Helena podía trazar su hermosa silueta, iluminada por el suave resplandor de la luna y miles de estrellas que tintineaban en el exterior de la cueva.

De repente algo llamó su atención, y la sonrisa de Orión se desvaneció. El muchacho se dio media vuelta para regresar hacia el interior de la cueva, encorvando los hombros sobre Lucas y Helena para protegerlos. De pronto, Orión dejó escarpar un grito ahogado y abrió los ojos de par en par. Y en ese mismo instante Helena se fijó en la punta de un cuchillo que asomaba por el esternón del joven. La tierra vibró. Por encima del hombro de Orión, distinguió los ojos de insecto de Automedonte, vigilándola.

—¡Orión! —gritó Lucas.

El joven Delos retiró una mano de Helena para agarrar a su compañero por el hombro, tratando de sostenerle. Los dos chicos se arrodillaron, con Helena estrujada entre ambos. La punta del cuchillo desapareció cuando el esbirro tiró de ella y el brillante metal fue sustituido por un chorro de sangre oscura. Helena contemplaba el espectáculo a cámara lenta, fijándose en cómo cada gota de sangre de Orión se sumergía entre sus muchas heridas, mezclándose.

«Ahí van dos», pensó Helena sin poder hacer nada. Unos tremendos relámpagos iluminaban el cielo despejado.

—Mi cuchillo —suspiró Orión.

Lucas asintió casi imperceptiblemente. Helena quiso hablar, confiando en que ya se había curado lo bastante, para advertir a Lucas de que no se enzarzara en ninguna pelea, pero lo único que consiguió articular fue una tos ahogada.

—¿Puedes cogerla? —musitó Lucas, mirando a Orión a los ojos, suplicándole que fuera sincero. Como respuesta, el joven deslizó los brazos bajo Helena y la sostuvo.

Lucas desenvainó el enorme cuchillo de Orión bajo su camiseta y, en un movimiento rápido como el mismo viento, se puso en pie, saltó por encima de Orión y Helena, alejó a empujones a Automedonte de la pareja herida.

Orión mantenía a Helena sujeta contra su pecho y no dejaba de jadear, como si estuviera concentrándose para curarse más rápido. Con un gruñido de dolor, por fin se puso en pie y se dirigió arrastrando los pies hacia la boca de la cueva, con Helena entre sus brazos.

En el exterior, apretujado contra la pared de la gruta, Helena avistó a Zach, que, anonadado, observaba lo que sucedía delante de sus narices.

Todavía paralizada, gritó con todas sus fuerzas, pero no se oyó sonido alguno. El chico echó un rápido vistazo a la cara destrozada de Helena y soltó un suspiro desesperado, lo cual llamó la atención de Orión, que se quedó mirándole. La mirada penetrante de Orión aterrorizó al pobre muchacho.

Helena notó que Orión bajaba la cabeza para fijarse en la espada que empuñaba Zach antes de volver a mirarle a los ojos. Sin pensárselo dos veces, Zach entregó la empuñadura de la espada a Orión, ofreciéndole así que cogiera su arma.

—Soy amigo de Helena. Ve a luchar. Yo me quedaré con ella y la protegeré —dijo sin alterar la voz.

Orión desvió la mirada hacia Lucas y, muy de refilón, le vio arrodillado frente a Automedonte. No tardó en tomar una decisión.

Ella trató de forcejear cuando Orión la dejó sobre el suelo, a los pies de Zach. Trató de escupir la palabra «traidor», pero solo consiguió balbucear la letra «T» varias veces, tartamudeando.

—Te aseguro que le traeré de vuelta —prometió Orión rápidamente antes de besar a Helena en la frente. Se llevó una mano al pecho, como si ejercer presión sobre la herida aliviara el dolor y cogió la espada de Zach. Acto seguido, se preparó para entrar en la refriega, junto a Lucas.

—No te preocupes, Helena. Acabo de llamar a Matt y vienen hacia aquí.

Héctor dijo que incluso tu madre estaba de camino.

Zach intentó que estuviera más cómoda. Le colocó todos los jirones del vestido tal y como el patrón indicaba y le acarició el cabello, manchado de sangre. Y, de repente, el muchacho empezó a temblar y a llorar desconsoladamente.

—Lo siento muchísimo, Lennie. Dios, ¡mira lo que te ha hecho en la cara!

Le costaba respirar y, cada vez que tosía, echaba sangre por la boca.

Helena clavó la mirada en Zach y concentró toda su energía en mover su lengua petrificada.

—Ma… me —fueron las únicas sílabas que articuló.

Zach entrecerró los ojos, esforzándose por comprender el significado de sus palabras. Helena reunió valor y volvió a intentarlo.

—Ma…, mátame.

Cuando por fin pudo mover los dedos, la joven se palpó la garganta rasgada en busca del colgante del corazón. Quería arrancárselo para que Zach pudiera arrebatarle la vida. El muchacho negó con la cabeza sin dejar de mirar a Helena. Prefería pensar que había malinterpretado sus palabras y, en lugar de obedecerla, le inmovilizó las manos, se quitó la camiseta y presionó la tela contra la herida de su garganta.

Furiosa e indignada, Helena veía desde el suelo cómo Lucas y Orión luchaban contra Automedonte. Los tres se deslizaban con tal velocidad que apenas distinguía las tres siluetas por separado. El esbirro estaba entre los dos y se mostraba mecánico y certero. Cada movimiento lo iniciaba y acababa con una precisión quirúrgica.

A pesar de no ser una experta en artes marciales, tenía suficientes conocimientos como para darse cuenta de que estaba ante el guerrero perfecto. Era más fuerte, rápido y paciente que cualquier otro combatiente que hubiera visto hasta entonces. Si Orión o Lucas se abalanzaban sobre él para herirlo, dejaba que la espada le atravesara sin tomarse molestia alguna en esquivar el golpe. De sus heridas se desprendía un líquido verdoso que a Helena le parecía asqueroso. Sin embargo, no podrían derrotar al esbirro así. La criatura solo estaba esperando a que tanto Orión como Lucas se cansaran.

La herida del pecho de Orión seguía sangrando y, en un descuido, el chico titubeó y recibió otra puñalada en el estómago. Al desplomarse, Automedonte quiso aprovechar el momento. En vez de atacar a Orión, que yacía indefenso sobre el suelo, se cernió sobre Lucas. Con un coletazo hábil, le arrebató al chico la pequeña daga que sujetaba en la mano y la arrojó por los aires. Y entonces, mientras Lucas estaba desarmado, decidió dar la estocada mortal.

—¡Luke! —gritó Orión. La voz del joven dejaba entrever su agotamiento.

Acto seguido lanzó a Lucas su espada. Automedonte no opuso resistencia.

Lucas alzó el vuelo y planeó encima de Automedonte hasta aterrizar justo delante de Orión, quien seguía quejándose del dolor de su nueva herida.

Intentó levantarse, pero resbaló con un gruñido mientras borbotones de sangre salían de su estómago. Lucas permaneció frente a Orión, dejándole así claro al esbirro que, si quería matar a su compañero, antes tendría que pasar por encima de su cadáver.

Helena pilló a Automedonte sonriendo y notó un estremecimiento de pánico que nacía de sus entrañas y se expandía por los brazos y las piernas. Aquello era exactamente lo que quería. Confiaba en que todos se comportaran de modo valiente y desinteresado. Y esa sería su perdición.

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