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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (2 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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Y, efectivamente, se nos comieron. Al volver del campo, nos encontramos con un gran vacío. Nuestros padres desaparecidos, nuestros hermanos desaparecidos, nuestras mascotas muertas o desaparecidas, el ganado muerto en los campos. Pasamos días, semanas, conmocionados, intentando asimilar lo que había ocurrido y después intentando decidir lo que podíamos hacer al respecto. Y, como decía antes, algo sí que hicimos: volar el puente de Wirrawee, principalmente.

Pero pagamos un precio. Un precio muy alto. Y por eso nos encontrábamos tan deprimidos cuando Homer convocó esa asamblea.

En realidad, no sé por qué las llamábamos asambleas. Eran muy informales. Aunque Homer las presidía la mayoría de las veces, todos estábamos en igualdad de condiciones y todos decíamos lo que queríamos.

Pero nunca nos había costado tanto arrancar. Estaba claro que Homer era el único que tenía algo que decir. Y se lo veía nervioso. Pasó un buen rato antes de que se decidiera a poner en marcha el motor. Nosotros no fuimos de gran ayuda: mirábamos el arroyo mientras él hablaba, Lee seguía partiendo en trocitos del palo, Chris seguía escribiendo en su cuaderno. Yo me puse a rascar una roca con un trozo de hueso, sin conseguir resultados espectaculares.

—Chicos, ya es hora de que pongamos nuestros cerebros a trabajar. Podemos quedarnos aquí esperando sentados a que ocurra algo, o podemos salir y hacer que las cosas ocurran. Podemos ser como los palitos de Lee, dejar que el arroyo nos zarandee, nos golpee y se nos trague, o podemos meternos dentro del arroyo y transformar su curso, sacar todas las rocas hasta que los rápidos desaparezcan. Cuanto más esperemos, más nos costará y más peligroso será. Sé que a veces todo parece una gran putada. Esto nos supera a todos, pero al mismo tiempo tenemos que recordar que no lo hemos hecho tan mal. Nos hemos llevado por delante a algunos soldados, sacamos a Lee del pueblo cuando recibió una herida de bala, y después hemos volado entero el puente. Para ser un puñado de aficionados, nos hemos ganado unos cuantos puntos.

»No sé vosotros, pero yo he pasado bastantes días deprimido y sin hacer nada, pero eso no va a llevarnos a ningún lado. Creo que es la impresión de haber perdido a Corrie y Kevin, justo en el momento en que nosotros cuatro volvíamos tan orgullosos y satisfechos. Destrozar el puente fue genial, y pasar de eso al desastre nos llego de sopetón. Con razón nos sentimos mal, amargados y enfadados. Es normal que hayamos estado saltándonos a la yugular, aunque en realidad no hay ningún motivo lógico para hacerlo. La cuestión es que nadie es culpable de ningún fracaso estrepitoso. Hemos cometido errores, pero nada por lo que tengamos que cortarnos las venas. Nadie podía haber evitado que le pegaran un tiro a Corrie. Nunca podremos cubrir todos los riesgos. Por lo que nos contó Kevin, esos payasos salieron de la nada. No podemos protegernos de todos los ataques posibles las veinticuatro horas del día.

»De todos modos, no es de eso de lo que quiero hablar —Homer meneó la cabeza. Se lo veía cansado y triste—. Ya nos hemos recriminado bastante estas cosas los unos a los otros desde que ocurrió eso. De lo que quiero hablar es del futuro. Y con eso no quiero decir que olvidemos el pasado. De ningún modo. De hecho, una de las cosas que quiero decir lo va a demostrar, pero ya llegaré a eso. Primero, quiero contaros en qué he estado pensando más que nada. En el valor. En las agallas. En eso he estado pensando.

Se puso en cuclillas, cogió una ramita seca del suelo y se puso a mordisquearla. Estaba mirando al suelo, y aunque se notaba que se sentía incómodo, siguió hablando. En tono más bajo pero con mucho sentimiento.

—Puede que esto sea evidente para todos vosotros. Igual ya lo teníais claro desde que levantabais un palmo del suelo, y yo todavía estoy en pañales, intentando alcanzaros. Pero resulta que hasta la semana pasada o así no se me ocurrió como funciona esto del valor. Está en la cabeza. No naces con él, no te lo enseñaban en el colegio, no lo aprendes en un libro. Es una forma de pensar, eso es todo. Es algo para lo que entrenas la mente. No lo había entendido hasta ahora. Cuando sucede algo, algo que podría ser peligroso, el miedo puede volver loca a tu mente. Tu cabeza empieza a galopar desbocada hacia territorios salvajes; ve serpientes y cocodrilos y hombres armados con metralletas por todas partes. Pero es tu imaginación. Y tu imaginación no te está haciendo ningún favor montando esos tinglados. Lo que tienes que hacer es ponerle riendas, domesticarla. Es un juego mental. Tienes que se estricto con tu cabeza. Ser valiente es una elección que haces. Tienes que decirte a ti mismo: voy a ser valiente, me niego a pensar en el miedo o en el pánico.

Homer, con la cara pálida y ansioso por convencernos, hablaba con énfasis al suelo, levantando la vista solo de vez en cuando.

»Hemos pasado semanas dando palos de ciego. Estábamos enfadados y teníamos miedo. Pero ya es hora de que volvamos a tomar el control de nuestra mente, de ser valientes, de hacer las cosas que tenemos que hacer. Esa es la única forma de poder mantener la cabeza alta, caminar con orgullo. Tenemos que bloquear esos pensamientos de balas y sangre y dolor. Lo que tenga que ser, será. Pero cada vez que cedemos al pánico, nos debilitamos. Y cada vez que pensamos con valentía, nos fortalecemos.

»Hay algunas cosas que deberíamos estar haciendo. Estamos entrando en el otoño; los días están volviéndose más cortos ya, y las noches están haciéndose frías del copón. Tenemos que seguir almacenando provisiones, preparándonos para el invierno. Cuando llegue la primavera, podemos plantar muchas más verduras y tal. Necesitamos más animales de granja, y tenemos que decidir qué resultará más práctico tener aquí, ya que no hay pastos. Tenemos ropa de abrigo suficiente, y nunca vamos a quedarnos sin leña, aunque a veces no es fácil encontrarla. Pero estas son solo las cosas básicas, las de supervivencia. No estoy hablando de escondernos aquí como una serpiente debajo de una piedra sino de salir y actuar con valor. Y hay dos cosas en concreto que creo que deberíamos hacer. Una es ir a buscar más gente. Tiene que haber más grupos como nosotros, y esas emisiones de radio están siempre hablando de actividad de guerrilla y de resistencia en las zonas ocupadas. Deberíamos intentar entrar en contacto con esta gente y colaborar con ella. Estamos actuando a ciegas: no sabemos dónde está nada, ni qué está sucediendo ni qué deberíamos estar haciendo.

»Pero antes de salir a su encuentro quiero buscar a alguien más. Creo que deberíamos ir por Kevin y Corrie.

Si alguien hubiese estado observándonos —y espero que no hubiera nadie—, nos habría tomado por una clase de ballet al aire libre. Todos abandonamos nuestra postura y nos volvimos hacia Homer. Lee soltó el palo. Chris bajó el cuaderno y el bolígrafo y levantó la cabeza. Yo me puse en pie y subí a una roca más alta. ¿Buscar a Kevin y a Corrie? ¡Naturalmente! La idea nos llenó de esperanza, emoción y osadía. Ninguno de nosotros se lo había planteado porque parecía algo imposible. Pero el hecho de que Homer lo dijera en voz alta lo había traído al terreno de lo factible, hasta que de pronto parecía que era la única opción que teníamos. En realidad, lo que dijera en voz alta lo había hecho parecer tan factible que era como si ya hubiera sucedido. Tal era el poder de la palabra hablada. Homer nos había vuelto a poner en danza. Las palabras empezaron a brotar de todos. Nadie dudaba que tuviéramos que hacerlo. Aquella vez no hubo discusión, no hubo debate sobre implicaciones morales. Solo hablamos de cómo lo haríamos, no de si lo haríamos.

De pronto, nos habíamos olvidado de la comida, de los animales de granja y de la leña. No podíamos pensar en otra cosa que en Corrie y en Kevin. Nos dimos cuenta de que verdaderamente podíamos hacer algo al respecto. Incluso me sentí estúpida por no haberlo pensado antes.

Capítulo 2

Apenas habían pasado dos meses desde la invasión y el paisaje ya no era el mismo. Algunos cambios eran patentes, cultivos sin cosechar, casas desiertas, más reses muertas en los prados, las frutas pudriéndose en los árboles y en el suelo… Otra granja, la de los Blackmore, había quedado reducida a cenizas; quizá fuera el resultado de un incendio accidental, o puede que la pulverizara un proyectil enemigo. Un árbol había caído sobre el tejado del cobertizo de esquileo de los Wilson. Todavía yacía ahí, sobre un nido de hierro galvanizado y vigas rotas. Se veían más conejos en los alrededores que de costumbre; incluso avistamos tres zorros, algo que no solía pasar a plena luz del día.

Otros cambios, sin embargo, pasaban más inadvertidos: aquí y allá, la brecha de una valla, un molino derruido, el rizado zarcillo de una hiedra que se colaba por la ventana de una casa.

Pero había algo más. El ambiente era distinto. La tierra que nos rodeaba desprendía algo diferente. Parecía más salvaje, extraña, envejecida. Todavía me sentía cómoda vagando por la zona, aunque menos importante. Era como si mi vida no valiera más que la de un conejo o un zorro. A medida que la naturaleza recuperaba el terreno arrebatado por las granjas, me convertía en una criatura más del monte. Un animal que se deslizaba por la maleza, sin apenas alterar su entorno. Por extraño que parezca no me resultaba desagradable; todo era más natural así.

Avanzamos sin prisas: nos manteníamos alejados de la carretera, atravesábamos los prados sumidos en las sombras proyectadas por las colinas, nos refugiábamos detrás de los árboles. No mediamos palabra y, aun así, podíamos percibir que una nueva sensación se había apoderado de todos nosotros; una energía completamente renovada corría ahora por nuestras venas. Al alcanzar las ruinas de la casa de Corrie, nos tomamos un descanso para asaltar el pequeño huerto y preparar una buena merienda. Las zarigüeyas y los papagayos habían causado estragos en el manzanal, pero se habían salvado suficientes frutas como para que nos diésemos un buen atracón, que no tardó en pasarnos factura: al cabo de una hora, todos corríamos a agacharnos detrás de un árbol. Las manzanas se precipitaron por nuestros conductos digestivos como una riada por los canales de Venecia.

Aun así, mereció la pena.

Nos quedamos por la propiedad de los Mackenzie hasta bien entrada la noche. Ahí nos sabíamos a salvo; con la casa reducida a una pila de escombros, no había gran cosa que pudiera atraer a los soldados. Había pensado que ver la casa en ruinas me deprimiría, pero la verdad es que estaba demasiado nerviosa pendiente de lo que nos esperaba. Para ser sincera (ya estamos otra vez), había dejado de tener visiones heroicas en las que corría al rescate de Corrie y Kevin. Lo que más me preocupaba era salir sana y salva de todo aquello. Hasta me pasó por la mente la tétrica idea de que tal vez mi cuerpo pronto presentara el mismo aspecto que la casa de Corrie: desparramado por todo el paisaje.

Aunque la idea que más me atormentaba —y me machacaba cada vez más que asomaba su oscura y mugrienta cabeza— era la probabilidad de que Corrie estuviera muerta. No me sentía capaz de encajar semejante golpe. Me temía que su muerte también significara la mía. No sabía cómo ocurriría, pero sí que no podría seguir adelante si la vida de mi mejor amiga había sido truncada por una bala de un ejército invasor en mitad de una guerra. No podría superarlo. ¿Quién podría? Era algo demasiado irreal.

Desde el instante en que Homer había sugerido que volviéramos al pueblo en busca de Kevin y Corrie, todos dimos por imposible que hubiesen matado a uno de los dos, o a ambos. Aquella misión daba sentido otra vez a nuestras vidas. De ahí que no tuviésemos ninguna prisa ante la posibilidad de desengañarnos.

A las once, emprendimos la marcha hacía Wirrawee. Avanzábamos por la franja de césped que bordeaba la carretera, en fila de dos, con unos cincuenta metros de distancia entre cada pareja. Apenas habíamos dejado atrás la propiedad de los Mackenzie cuando Lee, para mi sorpresa, me cogió de la mano y la sujetó con dulzura. Aquella era la primera vez en semanas que tomaba la iniciativa conmigo. Siempre era yo quien daba el primer paso y, aunque él me correspondía la mayoría de las veces aquello me hacía dudar de si yo le importaba al fin y al cabo. Por eso me sentó muy bien caminar a su lado, en la densa oscuridad de la noche, cogidos de la mano.

Anhelaba decir algo, cualquier tontería, con tal de que le diera a entender lo feliz que era al sentirme atendida de nuevo. Le di un apretón y comenté:

—Podíamos haber cogido las motos, al menos para ir hasta la casa de los Mackenzie.

—Bueno… Ya que no sabemos hasta qué punto las cosas han cambiado por aquí, mejor no arriesgarnos demasiado.

—¿Estás nervioso?

—¡Nervioso! Me cago por la pata abajo, y esta vez no es por las manzanas.

Me eché a reír.

—¿Te das cuenta de que es la primera coña que sueltas en semanas?

—¿En serio? ¿Has estado contándolas?

—Qué va. Pero se te veía triste.

—¿Triste? Bueno, puede ser. Todavía lo estoy. Supongo que todos lo estamos.

—Sí… Pero tú pareces estar más triste que nadie. Y tengo la sensación de que te estoy perdiendo.

—Lo siento.

—No hace falta que te disculpes. Es tu forma de ser. No puedes evitarlo.

—Vale, pues entonces siento lo de «lo siento».

—Oye, con esa ya van dos coñas. A este ritmo, no tardaremos en verte en los monólogos del pub de Wirrawee.

—¿Un pub en Wirrawee? Eso tengo que verlo. Lo más parecido a un pub que hay en Wirrawee es el restaurante de mi familia.

—¿Recuerdas cómo se quejaban todos en el instituto de que nunca había nada que hacer en Wirrawee? Nada de pubs, desde luego. Montaron ese baile cuando íbamos a noveno curso, pero ya no se repitió. Y eso que lo pasamos pipa.

—Sí. Hasta bailamos una canción.

—¿En serio? No me acuerdo.

—Pues yo sí.

Lo dijo con tanta intensidad y apretándome tan fuerte de la mano, que me quedé muy impresionada. Intenté mirarlo a la cara, pero no podía distinguir su expresión en la oscuridad.

—¿Tanto lo recuerdas?

—Estabas sentada junto a Corrie, bajo la bandera de la liga escolar. En una mano tenías un refresco y con la otra te abanicabas la cara. Estabas colorada como un tomate y reías a carcajadas. Hacía mucho calor ahí dentro y acababas de bailar con Steve. Yo, desde el momento en que llegué, quise sacarte a bailar. De hecho, esa era la única razón por la que había ido, pero no me atrevía. Y, de repente, me vi a mí mismo caminando hacia ti sin saber siquiera cuándo lo había decidido, como un auténtico autómata. Te pedí el baile y tú me miraste durante un segundo mientras yo, sintiéndome como un idiota, me preguntaba qué excusa amable darías para decir que no. Entonces, sin decir una sola palabra, le pasaste la lata de refresco a Corrie, te pusiste en pie y bailamos. Yo quería que sonase una canción larga y lenta, pero pincharon
Convicted of love
. No tan romántica como me habría gustado. Al final, Corrie te arrastró consigo al cuarto de baño. Y colorín colorado.

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