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Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

Mañana lo dejo (10 page)

BOOK: Mañana lo dejo
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Hay una notita que sobresale. La cojo con miedo a que esa cosa me devore la mano. «Si quieres volver a ver tu correo, ven a buscar la llave, estoy en el taller. Xavier».

En la calle, delante de su edificio, una familia acaba de regresar de vacaciones. Los padres vacían el coche mientras los hijos juegan al balón en el patio. Evito por los pelos que la bola me golpee y suelto un gritito que les hace reír.

El enorme coche de Xavier está delante del garaje, rodeado de herramientas que cubren el suelo. La chapa brilla, debe de estar ardiendo con el sol que hace hoy. Repito para mí lo que le voy a decir. «Es la puerta más bonita que he visto nunca». Es demasiado. Tengo que pensar en otra cosa. Veo los pies de Xavier que sobresalen por debajo del coche. Y ¡sorpresa! Hay otro par de pies al lado y se oyen risas. Reflexiono. Reconozco las viejas deportivas de Xavier, pero ¿de quién pueden ser las otras? Por un momento creo que quizás haya encontrado novia y que, para colmo de su alegría, es también una fan de la mecánica. Pero los pelos de las piernas contradicen esta hipótesis, a no ser que se haya dejado de depilar porque pasa todo el tiempo ocupada en su camión. Uf, me estoy volviendo como Géraldine, me monto unas películas. Seguramente me pasó el virus al abrazarme.

Debajo del coche aún se oyen risas. Las voces suenan ahogadas. Voces de hombre. Hablan en jerga mecánica.

—Bloquea el travesaño mientras giro el eje.

—Vale, mete la estaquilla.

Si sigo aquí sin decir nada, voy a estar una hora viendo pies menearse, así que me manifiesto.

—¿Xavier?

Un ruido de algo que golpea. Sin duda una cabeza contra el metal.

—¿Julie?, ¿eres tú? No te muevas, ya voy.

Xavier se retuerce para salir. Se ríe. No es él quien se ha dado el golpe. El otro cuerpo no se mueve pero gime. Xavier se sacude la ropa de limaduras y me pregunta muerto de la risa:

—¿Has venido a buscar la llave del buzón?

No consigo apartar los ojos de las otras piernas, cuyo propietario comienza a salir con dificultad de las entrañas del vehículo. Xavier añade:

—¿Qué te parece la puerta?

Por fin aparece su compinche.

—Increíble.

—¿Cómo dices?

—Digo que la puerta es increíble. Sólida, grande, resistente, no he visto nunca algo así.

—Entonces me merezco un beso —me dice ofreciéndome la mejilla.

Lo beso. Ric aparece y se incorpora frotándose la cabeza. Xavier se parte de risa.

—Cuando te ha oído, se ha levantado como un resorte. ¡Vaya efecto que le has causado!

Los dos ríen como niños de párvulos. ¡Qué fastidio! Algún día, alguien debería explicarme por qué los hombres conectan tan rápido y tan bien. Viéndolos juntos, parecen amigos de la infancia que han luchado juntos en tres guerras y se han salvado la vida el uno al otro. Y estos dos especímenes no constituyen un caso aislado. Si metéis a dos hombres en una misma habitación, o en una leonera, o donde sea, en tres minutos ya se tutean, en cinco hacen bromas que solo ellos entienden y, una hora después, hasta sus madres jurarían que son hermanos. ¿Cómo y por qué no ocurre lo mismo con nosotras, las mujeres?

Ahí los tengo. Xavier le da un puñetazo en el hombro a Ric, quien a su vez le hace unas pinturas de guerra en la cara con los dedos llenos de grasa. Si no conociera a Xavier pensaría que está borracho, pero no. No sé qué es peor: que se comporte así estando sobrio o que sea alcohólico. Intento racionalizar la conversación:

—¿Ahora trabajáis juntos?

—Ric vino a pedirme algo y yo me estaba peleando con una pieza demasiado larga que tenía que acoplar al chasis, así que se ofreció a echarme una mano.

«¿Ric vino a pedirte algo? Xavier, en nombre de nuestra amistad, te ruego que me digas qué te pidió. La información no será secreto de sumario, y ten cuidado porque este tío podría ser un asesino en serie».

Xavier va hasta su mesa de trabajo y vuelve con dos llaves atadas con un alambre.

—Esto es para ti.

Cojo las llaves y le doy otro beso.

—Muchas gracias. Me gustaría pagarte por tu tiempo y tus gastos.

—Ni de broma. Es un regalo.

—¡Gracias por haberla hecho tan rápido y tan sólida!

—Seguro que nadie va a poder forzarla. Por otra parte, intenta no meter la mano porque para sacártela necesitaríamos más herramientas que la otra vez.

Y se ponen a partirse de risa de mí. Tanta complicidad, tanta camaradería. Me dan ganas de pegar a alguno. Pero ¿a quién le suelto un guantazo? ¿A mi amigo de la infancia o al chico de mis sueños? Tendréis que esperar, majetes.

20

Dispuesta a cambiar mi vida, no puedo hacer las cosas a medias. La dependienta de la tintorería de al lado del banco me ha hablado de un grupo de chicas que, tres veces por semana, quedan a la entrada del parque para ir a correr. No son siempre las mismas chicas, pero sí el mismo circuito. Según su hermana, que ha corrido con ellas bastante, el ambiente es muy bueno. Tengo que reconocer que prefiero correr entre mis semejantes antes de volver a exponerme a la mirada de Ric. Me da más vergüenza humillarme delante de él ahora que sé que se va a reír con Xavier, su nuevo mejor amigo. Pero no soy del tipo de personas que se rinden y, ¿quién sabe?, la próxima vez puede que lo deslumbre.

Otra gran resolución: voy a aprender a cocinar. He sacado todos los libros que me había regalado mi madre y voy a probar algunas recetas. Tengo que escoger las más sencillas, porque no me veo haciendo un guiso a la trufa o un potaje de judías en pleno mes de agosto. Quiero invitar a todos los que me caen bien pero, seamos sinceros, mi objetivo es sobre todo practicar para recibir bien a Ric. Ya tengo una lista de cobayas. En primer lugar, voy a invitar a los menos exigentes y luego, poco a poco, me arriesgaré con los que no pasan ni una o con los que tienen el estómago delicado. Quizás es un poco raro, pero también los gatos suelen regalar pájaros y ratones decapitados para mostrar su afecto. Y antes necesitan practicar también.

Nos encontramos en un momento crucial de mi gran plan para reencauzar mi vida. Se va a jugar en unos minutos y aún no están todas las cartas repartidas. Ante mi espejo, justo antes de salir, compruebo mi aspecto. Pantalón negro, chaqueta del algodón. Seria, pero no demasiado. Tengo el estómago encogido. Voy a apostar a lo grande. Puede que os parezca una idea estúpida, sin embargo, la he pensado largo y tendido.

Bajo a la calle y entro en la panadería. Tres clientes. A falta de quince minutos para cerrar, ya casi no queda género. Vanessa me saluda, está envolviendo dos tartaletas de ciruela para un señor.

Espero mi turno. La presión aumenta. Delante de mí, una mujer protesta porque ya no quedan chapatas. El niño que cuelga de su mano tira con todas sus fuerzas en dirección a la vitrina de caramelos. ¿Cuántos niños han soñado delante de esas cajas repletas de chucherías mientras llenan de dedos el cristal?

—¿En qué puedo ayudarla?

—¿No está la señora Bergerot?

Vanessa parece sorprendida. Instintivamente, pone la mano sobre su vientre como si temiera algo. Una mujer con pinta de tener prisa entra en la tienda. Me acerco para susurrarle:

—Quiero media baguette, pero, si es posible, también me gustaría poder hablar con la señora Bergerot.

Vanessa se tranquiliza. Asoma la cabeza a la trastienda y, con voz estridente, grita:

—¡Señora Bergerot! ¡Aquí hay alguien que quiere hablar con usted!

Me hago a un lado. Mi tensión arterial es la de un gaseoducto caucásico. Estoy a punto de estallar. Me sudan las manos. Si alguien me hubiera dicho que un día mi futuro se jugaría aquí, no le habría creído. Y sin embargo.

La dueña sale. Parece estar de mal humor. Se coloca detrás de la caja registradora y mira inquisitivamente a Vanessa. La dependienta me señala con la barbilla.

—¡Ah, buenas tardes, Julie! Perdóname, no sé dónde tengo la cabeza hoy. Dime. Hoy no vienes a tu hora. ¿Vienen tus padres a verte y quieres encargar una tarta?

Me hago la tímida:

—No, me gustaría hablar con usted.

—Pues aquí me tienes.

Noto que se pregunta qué es lo que le voy a pedir.

—Es un poco personal.

Se da cuenta de que me siento incómoda.

—¿Qué te sucede, chiquilla? Venga, ven detrás. Estaremos más tranquilas.

Me lleva a la trastienda. En más de veinticinco años jamás había estado allí. Cuando era pequeña, imaginaba qué sitio misterioso sería ese del que salían ruidos y voces extrañas. La verdad es que es una simple cocina pequeña llena de moldes, de cestos, de estanterías y con una mesa con un hule a cuadros. Los calendarios de Correos llenan las paredes y en el aparador se acumulan las cajas de cartón para las tartas. Hay otra puerta, entreabierta, que va a dar a donde hacen el pan.

—Venga, Julie, dime qué te sucede.

—¿Vanessa sigue queriéndose marchar?

—Sí, en quince días. Lo que me va a complicar muchísimo la vida. ¿Por qué?

—¿Y tiene pensado contratar a alguien?

—Sí, en cuanto pueda. Pero en pleno mes de agosto no creo que sea fácil.

—¿Y le importaría darme una oportunidad?

—No lo entiendo.

—¿Cree que podría llegar a ser su dependienta?

La señora Bergerot me observa con los ojos muy abiertos.

—¿Te han echado del banco?

—No, soy yo la que ha decidido marcharse.

Coge una silla y se sienta. Es la primera vez que no la veo de pie.

—Julie, sabes que te aprecio y por eso voy a ser franca contigo. Te conozco desde siempre y sé que eres inteligente. Sé que tienes estudios. Y el puesto de dependienta no tiene mucho futuro. Si tuvieras veinte años más o críos a los que alimentar te diría que sí, pero no estoy segura de que…

—Le prometo que me lo he pensado muy bien. No puedo garantizarle que me vaya a quedar diez años, pero tampoco la voy a dejar tirada. Un año o dos, tal vez. Y le aseguro que no estoy embarazada.

Sonríe. La conozco lo suficiente como para darme cuenta de que no le desagrada la idea.

—Qué cosas se te ocurren. Te prometo que lo pensaré. Me gustaría tener a alguien como tú al lado.

—Entonces dígame que sí, por favor.

21

La calma del mes de agosto a mí no me toca este año. Todo es un desmadre. Creo que la señora Bergerot va a aceptar. Me ha propuesto trabajar una mañana de prueba este domingo. Así que ahora Vanessa, directamente, está de morros conmigo. Fue ella quien decidió irse y aun así se comporta como si le hubiera robado el puesto.

Duermo fatal. Me despierto sobresaltada y planteándome mil preguntas sobre el nuevo trabajo. Aunque sé que va en serio y que la decisión implica un compromiso, asocio la idea de trabajar en la panadería con unas vacaciones. Creo que de momento no se lo voy a contar a mis padres. Sin embargo, Sophie está al corriente, y al enterarse reaccionó del mismo modo en que sin duda lo harán ellos:

—¡Estás completamente loca! ¿Panadera? Francamente, Julie, la otra vez me pareció que estabas rara, pero esto ya es el colmo. ¿Y la paga extra, las vacaciones y el seguro? ¿No has pensado en ello? Vas a currar el día de Navidad y cada vez que los demás estemos de juerga. Por no hablar del estímulo intelectual.

—Puede que tengas razón. Sin embargo, ni te imaginas lo bien que me hace sentir la idea de ser útil a la gente, sencillamente. Se acabó el acorralarlos, el venderles estúpidos productos. Tan solo ofrecerles cosas que les gusta comer.

Desde luego mi llamada no podrá defraudar a Sophie, pues aún me queda algo por contarle. Trato de abordarlo con pies de plomo:

—¿Tienes algo que hacer mañana a las ocho?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Me gustaría que vinieras conmigo.

—¿Adónde? Las tiendas no están abiertas a esas horas.

—¿No tienes planes?

—Pues sí, Julie, mañana es sábado y planeaba dormir. ¿Qué estás tramando esta vez?

—He decidido volver a correr, y pensaba que quizá podrías venir conmigo.

Un silencio pesado, y me espeta:

—¿Vuelves a correr cuando el verano ya casi ha terminado? ¿Y a las ocho de la mañana? Ese tipo de chorradas se hacen en primavera, ¡y no a las ocho de la mañana!

—El sol sale a las seis y doce minutos, lo tengo comprobado. Además, he encontrado un grupo de chicas que lo hace a diario. Pero no me apetece ir sola. Y lo cierto es que no te vendría nada mal.

—A ver, recapitulemos: ¡me llamas para decirme que te vas a hacer panadera y que estoy gorda!

—No es eso. Más bien diría que mi vida está en pleno cambio y me gustaría que mi mejor amiga estuviera ahí acompañándome.

«Julie Tournelle, eres la reina de las pérfidas. Este argumento es pura manipulación, por no decir un golpe bajo».

Para no darle tiempo a reaccionar, añado:

—De hecho, Sophie, te propongo que hagamos en mi casa la próxima cena de chicas.

Nuevo silencio. Creo oír un ruido. Quizá sea la mandíbula de Sophie al chocar con el parquet.

—¿Sophie?

—¿Qué está pasando, Julie? Sabes que puedes contármelo todo.

—¿A qué te refieres?

—A tu vida. ¿Qué es todo este caos? Normalmente cuando alguien tiene la moral baja le da por cambiar las cortinas o ir a la peluquería. No tira por la borda toda su vida.

—No lo tiro todo por la borda. Dejo un trabajo que me corroe, vuelvo a salir a correr (contigo, espero) y os invito a todas a cenar. Nada más.

—Esto tiene que ver con algún tío.

—Si hubiera un tío te aseguro que mi invitación no sería para nuestro alegre grupo de solteronas piradas.

—No me tomes por Jade. Te conozco y me apuesto el cuello a que hay un hombre detrás de todo esto. La última vez era el imbécil de Didier, y me arrastraste a todos sus conciertos durante meses. ¿De qué se trata ahora? ¿Te has fijado en un corredor de fondo e intentas alcanzarlo?

Por eso quiero a Sophie. Como diría Xavier, su cabeza no está de adorno. Ya solo me queda una última mezquindad para lograr mi objetivo, y le respondo:

—Ven mañana a correr conmigo y te lo contaré todo.

—Pedazo de…

—Mil gracias, qué ilusión. A las ocho menos cuarto debajo de mi casa. Sé puntual.

—Vamos, hombre.

—Tengo que dejarte, yo también te quiero. ¡Hasta mañana!

Cuelgo.

22

7.44. Voy pegada a la pared y pulso el botón que abre la puerta de la calle. Con precaución, entreabro un batiente, agazapada, como lo he visto hacer en las películas bélicas. Sin duda Sophie me espera ahí fuera y, conociéndola, seguro que está dispuesta a lanzarse a mi cuello. Cegada por la luz matutina, asomo la cabeza para inspeccionar el perímetro. Me sobresalto al oír su voz:

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