Me planté delante de mi armario y todas las dudas me asaltaron. Incluso dudé si ponerme el vestido que me compré para la boda de Manon. A ver, ¿qué imagen quería dar?, ¿sencilla y accesible? Demasiado facilona. ¿Sofisticada e inaccesible? Ni de coña. A las siete menos diez había ropa desperdigada por toda la habitación y el salón. Opté por un pantalón de lino y una bonita camisa bordada que jamás me pongo porque hay que lavarla en seco. A menos dos minutos estaba delante del espejo del cuarto de baño retocándome el pelo. ¿Con un mechón suelto?, ¿sujeto con un pasador? Mientras tanto, los gatos, por su parte, no tienen dudas. Simplemente se dedican a hacer gatitos por todas partes.
A las siete en punto llamo a su puerta. Espero al acecho del menor ruido. Nada. A las siete y un minuto vuelvo a llamar, más fuerte. Espero. Nada de nada. No está. Y lo que es peor: no ha visto la nota. Peor todavía: sí la ha visto, pero ha pasado porque ha ido a tirarse a Géraldine. Pasados cuatro minutos no soy más que una sombra de mí misma. Mi plan ha fracasado. Bajo al segundo y, cuando voy a abrir la puerta, una voz me llama:
—¿Señorita Tournelle?
Sube los escalones de cuatro en cuatro. Llega a mi descansillo.
—No creía que fuese a estar a la hora. He intentado llegar cuanto antes. ¿No vio mi nota bajo su puerta?
Si me hubieran enchufado en ese mismo instante a un electrocardiograma, solo habría una línea recta de lado a lado de la pantalla.
—No, lo siento. Acabo de llegar.
Lleva el correo en la mano. Estoy a punto de sonrojarme. No debo, pero tampoco puedo evitarlo.
—Le agradezco lo del buzón, pero tampoco es necesario.
—Claro que sí.
—Entonces acepto. No se contradice a las chicas bonitas.
Me voy a poner roja y a parpadear compulsivamente.
—¿Sabe? —continúa—, deberíamos habernos dado el número de móvil. Así no nos habríamos escrito notitas.
Aparte de ponerme roja y parpadear, se me va a salir un brazo. Suelto una risa nerviosa, como una tonta que no entiende algo o prefiere no responder.
—Es cierto —digo—, pero antes de nada le ruego que me llame Julie.
—Encantado. A mí, mis amigos me llaman Ric.
Me tiende la mano.
—Mucho gusto, Julie.
Yo le tiendo la mía, vendada.
—Un placer, Ric.
Me agarra suavemente los dedos. Es maravilloso. Ahí estamos, los dos en la escalera, y por fin nos presentamos como me hubiera gustado. Estamos delante de mi puerta. En circunstancias similares, teóricamente, debería invitarlo a tomar algo y darle la llave del buzón, pero tengo la casa con ropa por todas partes. Creo que hasta mis bragas están en el fregadero. No debe entrar bajo ningún concepto. Como se le ocurra surgerirlo, tendré que sacarle los ojos. Parece esperar algo. Menuda pesadilla. ¿Qué estupidez más podría pedirle a Dios para que me saque de aquí? Un terremoto sería ideal. De magnitud tres, por favor. No demasiado fuerte ni demasiado flojo. Ric me cogería en brazos y me sacaría del edificio y, una vez fuera, no podría ver mis bragas. Y podríamos ayudar a la gente a esquivar las macetas, las bicis y los perros que se cayeran de las ventanas. Habría estado bien.
Pero no hay ningún terremoto. Y no es Ric quien me salva, sino el señor Poligny, el sindicalista jubilado, que llega con un paquete enorme. Con una sospechosa energía le digo:
—Permítame ayudarlo. Tiene pinta de ser muy pesado.
Ric obviamente se hace cargo del paquete y subimos todos al piso de arriba. El señor Poligny entra en su casa y, por arte de magia, nos encontramos frente a la puerta del apartamento de Ric. Saco la llave del buzón del bolsillo.
—Aquí tiene. Y no se olvide de cambiar el nombre, si no tendré que molestarle todos los días para coger mi correo.
—No me importaría nada.
Venga, dímelo sinceramente, vuelvo a parpadear, ¿no? Me río. Qué chica más alegre soy. Me dice:
—No la invito a entrar porque tengo trabajo. Pero podemos quedar un día de estos, después del trabajo, ¿le parece bien?
«¡Y tanto, pequeño!»
—Me encantaría. ¿Y a qué se dedica, si puede saberse?
—Soy informático. Formateo ordenadores y esas cosas. ¿Y usted?
—Trabajo en un banco. Pero no es que cuente mis lingotes. Estoy en la oficina del Crédito Comercial del Centro.
—¿De verdad? No sabía si abrir allí una cuenta. Como acabo de llegar aún estoy haciendo un tour por los bancos.
¡Piensa rápido, Julie! Si abre una cuenta, lo verás a menudo y sabrás lo que hace por sus operaciones, además, te podrás jactar por haber aportado un cliente. Pero piénsalo bien, Julie, de todos estos motivos, solo uno es honrado. Los demás son indignantes.
—Si quiere le paso información. Así podrá elegir.
Aprueba con un movimiento de cabeza y me dice:
—Tengo que dejarla. Nos vemos.
Nos vamos a separar. No nos conocemos lo suficiente para darnos un par de besos. Nos conocemos demasiado para darnos la mano. Así que nos quedamos como pasmarotes.
Una vez en casa me doy cuenta de que no nos hemos dado el número de teléfono. ¡Maldición! No pasa nada. Ya tengo otra excusa para volver a verlo mañana.
He sopesado cada pro y cada contra de mi plan: es perfecto. Mañana, sábado, solo trabajo media jornada. Cuando vuelva a casa, paso a ver a Ric y le digo que mi ordenador no funciona. Si es el hombre que creo, no me dejará tirada. Pero, antes de disfrutar del placer de verle acudir en mi ayuda, tengo que estropear mi ordenador. Las cosas no se deben hacer a medias. Y a pesar de que no tengo ni idea, sé que no vale con desinstalar un programa y nada más. No debe de ser tan fácil como para que solo le lleve cinco minutos. Un rescate en condiciones tiene que durar al menos una hora. Si no, no tiene nada de romántico y es frustrante. Estoy decidida por ende a utilizar todos los medios a mi alcance. Así que, en vez de ir a cenar a casa de Sandra tal y como planeaba, pretexté un inexplicable dolor de cabeza para quedarme en la mía y sabotear mi propio sistema operativo.
Aunque he tenido varios ordenadores, jamás se me había presentado la oportunidad de desmontar ninguno. Tengo dos. Uno grande que me quedé porque lo iban a tirar en el trabajo de un amigo, y está sobre mi mesa de despacho, y un portátil que utilizo para mandar correos. No estoy enganchada a la informática. Tengo comprobado que, en multitud de ocasiones, cuanto más se interesa una por la informática, menos conectada está a la vida. Es una herramienta excelente, pero puede conducir a ciertas ilusiones, como creer que uno sabe cosas, que lo entiende todo, que tiene cientos de amigos. Para mí, la vida no transcurre delante de un teclado.
Pero por mucho que la critique, la informática me va a servir para volver a ver a Ric. Mi idea consiste en esconder el portátil y llorar por la suerte de mi ordenador de mesa. Por eso tengo un destornillador en la mano y la parte de atrás del PC está abierta de par en par delante de mí.
Jamás había visto el interior de un ordenador. Todas esas placas cubiertas de chismes misteriosos. Un verdadero laberinto de electrones. Es ultracompacto, lleno de pequeñas piezas soldadas las unas a las otras. Mi víctima inocente se esconde entre ellas. Dudo, evalúo, sopeso, y elijo un arito alargado que está cerca de un microprocesador y decorado con bonitas franjas rojas y naranjas. Delicadamente, paso la punta del destornillador por debajo y lo levanto. No resiste mucho tiempo. Una de las partes por las que está soldado se suelta. ¡Victoria! Y ahora, como haría la exitosa espía J. T., recoloco todo con cuidado y borro las huellas. Finalmente, como no es muy tarde y no voy a molestar a los vecinos, retumba en mi pisito una risa demoniaca.
Tardo una hora en colocarlo todo. He mezclado los tornillos y uno se ha perdido. Sin duda es amigo del componente electrónico que he arrancado y quiere hacerme pagar por mi crimen. Me cuesta mucho encontrarlo. Tras eso paso a la fase dos de mi plan diabólico: hacer mi apartamento irresistible para que se sienta a gusto.
No suele venir mucha gente a verme, y la mayoría de las veces son amigos a los que no les preocupa demasiado el orden. Incluso a pesar de haber vaciado la mitad cuando se marchó Didier, la última vez que lo limpié todo a fondo fue para la visita de mis padres en mayo. Es una locura cómo se ensucia todo en tres meses. Tras la operación de limpieza, toca supervisar la decoración. Tengo que elegir bien. Conservo las fotos de mis viajes en la pared, pero oculto mi oso de peluche. Se llama Toufoufou. Le doy un beso y le pido perdón porque va a pasar el sábado en el cajón de la ropa interior. Coloco los platos. Observo todo con ojos de hombre. ¿Qué deducirá Ric de mí viendo mi casa? Pongo bien a la vista los discos de jazz y oculto los de ABBA. Quito la revista de televisión y en su lugar coloco
Las uvas de la ira
. No creo que ni en la Casa Blanca se hagan operaciones de comunicación tan concienzudas. Limpio dos medallas de natación que gané en sexto de primaria. Me deshago también de los libros para adelgazar pero no de los de recetas de cocina. Mi madre dice que a los hombres les gustan las mujeres que cocinan. En el cuarto de baño (aunque no sé lo que puede hacer él ahí) quito la mitad de los productos de belleza de la estantería. Cuando he acabado, lo contemplo todo y me digo que me encantaría conocer a la chica que vive aquí. Mi casa jamás ha estado tan limpia y ordenada. Pero son más de las dos de la mañana. Me siento a la vez cansada y contenta. Es como si hubiera pasado la tarde con él. Hace meses que no hago algo tan serio por alguien. De pronto me veo cara a cara con la realidad de la situación y la vergüenza se apodera de mí: todo lo que he hecho por Ric esta tarde ha sido orquestar una vil representación para atraerlo hacia mi casa. Soy una terrible manipuladora, pero me da igual: mañana él estará aquí.
La mañana pasó rapidísimo. Normalmente los sábados estamos a tope pero en esta ocasión, sin duda por el ambiente estival y mi estado de ánimo, todo fue como la seda. Mortagne estaba ausente «por razones personales»; Géraldine estaba al cargo, radiante. Conseguí salir un cuarto de hora antes y regresé a casa dando saltitos, dispuesta a cumplir con mis aviesas intenciones.
Mientras subía la escalera me reajusté la camisa. Y tras respirar profundamente, llamé a la puerta de Ric. Hizo ruido y abrió casi inmediatamente.
—Hola, siento molestarle.
—… Olvidamos darnos el teléfono.
—¡Sí, es cierto! Pero en realidad he pasado por si pudiera hacerme un pequeño favor. Siento tener que pedirle esto, pero se me ha roto mi ordenador y tengo que hacer una presentación para el lunes. Me preguntaba si por casualidad usted…
—¿Quiere que le eche un vistazo? Sin problema. ¿Le va bien ahora?
«Julie, debería darte vergüenza abusar de la amabilidad de este chico. Los delitos llevan a la espalda el castigo. El fin no justifica los medios. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe».
—No quiero abusar.
—No se preocupe. Cojo mis llaves y ahora voy.
Desaparece dentro y vuelve con el manojo de llaves. Le pregunto:
—¿No necesita herramientas?
Tuve miedo de haber metido la pata. ¿Cómo podía yo saber que era necesario desmontarlo todo? La agente J. T. la ha fastidiado.
—Antes de hurgar en la placa base, hay que ver qué sucede. La mayoría de las veces no es nada.
«Yo no lo tendría tan claro, amiguito».
Mi puerta está abierta, lo invito a entrar por primera vez. Intento aparentar el aspecto más natural del mundo. Debo adoptar un papel de indiferencia. Para conseguirlo, trato de convencerme de que ese nivel de orden y limpieza es lo normal en mi casa.
—¿Dónde está la bestia?
—A la derecha, en la habitación, sobre la mesa.
«Por favor, Toufoufou, ¡ni una palabra o arruinarás mi plan!»
Ric va directo hacia el ordenador. No se fija en nada más. Le importan un pimiento mis cuatro horas de trabajo. Me encantan los hombres. Podría haber escrito «cásate conmigo» en grande en la pared de la entrada y «arráncame la ropa» en la de la habitación y no se habría dado ni cuenta.
Comienza por verificar el enchufe. Siempre con gestos precisos. Se sienta sin dudar, como si estuviera en su casa, y le da al botón de encendido. Me acerco.
—¿Cómo se dio cuenta de que estaba roto?
—Ayer por la noche, mientras trabajaba en mi presentación, de repente se puso negro. No había manera de que se encendiese.
«Y el Óscar a la Mejor Actriz Principal es para: ¡Julie Tournelle! La sala al completo se pone en pie, agradezco al público y lloro ante los millones de telespectadores que siguen la ceremonia en directo».
Ric espera a ver si «la unidad central», como él la llama, reacciona. Está tranquilo. Me acerco más. Finjo interés por la pantalla en negro, pero solo pienso en que mi barbilla se encuentra a dos dedos de su hombro. Huele bien.
—Efectivamente, tiene un problema —dice mientras prueba una combinación de teclas extraña.
«Vaya, qué faena, tengo un problema. ¡Qué alegría! Nunca más volveré a criticar a los ordenadores. Me encanta la informática, su capacidad de hacer que la gente se reúna. Y sé que le va a llevar horas. Estoy tan contenta de que mi ordenata esté escacharrado».
Noto el calor que irradia su mejilla sobre la mía. No se da cuenta de que mi cabeza está casi apoyada en su hombro. Me encantan los hombres, no se enteran de nada.
Prueba otra combinación de teclas. Parece un niño de cuatro años que intenta torpemente tocar una pieza de Chopin sobre un piano demasiado grande para él. Lo malo, que acierta con una nota. El ordenador se enciende. Me levanto alterada, me parece increíble que funcione después de mi carnicería.
«Pero si es imposible. Yo misma le arranqué una pieza ayer por la tarde. No me lo creo».
Qué barbaridad, y no puedo decir nada. Ric comienza a tamborilear en el teclado.
—Finalmente, no es tan grave como parecía. Creo que ha sido un microcortocircuito. Parece que está instalando todo correctamente. Estará listo en cinco minutos.
La cólera se mezcla con la rabia que me reconcome por dentro. Voy a quemar ese ordenador. Cuando una quiere que funcione, se rompe, y cuando quiere que se rompa, funciona. ¡Es insoportable! Hay diez mil cacharros en su interior y he arrancado el único que no sirve para nada.
Mientras intento contenerme, Ric comprueba mil programas. Parece alegrarse por mí. Y yo no puedo decirle nada. Debo sonreír, parecer aliviada, incluso saltar de alegría. No me ha dado tiempo a ofrecerle nada de beber, ni siquiera a observarle mientras me rescataba. Un poco de calor, un olor, es todo lo que pido.