—Más vale que me cuentes algo jugoso, o te aseguro que correrás, pero para huir de mí.
Sophie está tranquilamente apoyada en la pared, tomando el sol. Le doy un beso.
—Gracias por venir. Me siento un poco mal.
—Ya has sido suficientemente perversa, encima no mientas. No sientes ningún tipo de remordimientos. Así que, ahora que has conseguido engatusarme con tus insensatos planes, cuenta.
—Pues en realidad no hay mucho que contar.
Me clava la mirada. Si no la conociera sentiría miedo. De hecho, aun conociéndola, siento miedo. Voy a tener que hablar, que contarle incluso lo que no sé. Subimos por la calle en dirección al parque. Hace el mismo tiempo que cuando corrimos con Ric. ¿Qué puedo confiarle a Sophie? Ni siquiera sé en qué punto me encuentro.
—¿Lo conozco?
—No.
—¿De dónde es?
—No lo sé.
—¿Tiene familia por aquí, alguien que conozcamos?
—No lo creo.
Sophie me agarra del brazo.
—Julie, ¿a qué estás jugando?
—Te juro que apenas sé nada de él. Se ha mudado a mi edificio, al tercer piso. Lo primero que me atrajo de él fue su nombre.
—¿Cómo se llama?
—Ricardo Patatras.
Sophie aplaca una risa.
—Mira, si te burlas de él no te cuento nada más.
—Perdona, pero admite que el nombre es algo rarito.
Esbozo una sonrisa. Sophie se da cuenta y nos echamos juntas a reír. Lo acepto.
—Fue precisamente lo ridículo del nombre lo que me llamó la atención.
En la esquina de la calle, nos cruzamos con la señora Roudan y su carrito, siempre repleto.
—Buenos días.
—Buenos días, Julie. Te veo muy madrugadora.
—Vamos a hacer un poco de deporte.
—Muy bien, sois jóvenes, aprovechad.
Se aleja con un aire un tanto incómodo. ¿Qué carga de aquí para allá en su carro? ¿Estará alojando a gente a escondidas?
—¿La conoces? —me pregunta Sophie.
—Vive en mi edificio. Muy agradable, pero me pregunto qué se trae entre manos con tanta ida y venida de carrito.
—No intentes cambiar de tema. Háblame de tu Romeo. ¿Estáis juntos?
—¡Qué va! Aún estamos en la fase de observación. O al menos por lo que a mí respecta, porque me temo que a él le resulto maja sin más.
—Eso no suena nada bien, ten cuidado con pillarte.
—Es fácil decirlo. ¡Ni que tuviera elección! He perdido el control. Ese chico se ha colado hasta en el último rincón de mi vida.
Ya se ven los grandes árboles del parque. En la entrada está reunido un grupito de chicas, de las que algunas han empezado a calentar. Las hay de todas las edades, altas, bajas, delgadas, más regordetas. Una mujer de unos cuarenta años y con un cuerpo sin duda esculpido por una intensa práctica del deporte nos recibe:
—¡Hello, chicas! ¿Es vuestro primer día?, bienvenidas. Con nosotras es todo muy sencillo. No hay tarifa, no hay preguntas, no hay competición. El objetivo no es entrenar para los mundiales. Cada una va a su ritmo. Salimos a la vez, pero cada una es libre.
Media docena de corredoras nos saludan con la mano. Les devolvemos el saludo.
Conozco el parque pero no tenía ni idea de que era el punto de encuentro de un grupo como ese. A la salida del colegio se ve a las madres con sus niños. Después son los jóvenes quienes se reúnen allí, y un poco más tarde se dan cita las parejitas. A mediodía, es el refugio de los que salen del trabajo a comer. Es sorprendente cómo universos tan dispares pueden cohabitar en un mismo lugar sin mezclarse nunca.
El grupito echa a correr. Sophie y yo vamos tras ellas. Desde los primeros pasos nos damos cuenta de que cada una lo hace a su manera. La jovencita que parecía tan deportista no es tan buena, y la más gordita nos da mil vueltas a todas. Sophie corre con la vista puesta en sus zapatillas.
—¿Qué haces? Mira al frente o te comerás un poste.
Sin quitarles ojo a sus pies, me responde:
—Hacía diez años que no los veía moverse con tanta velocidad. Es fascinante.
—Acabarás agradeciéndome el haberte traído a este infierno.
—Ni lo sueñes. De momento no he obtenido mi relato jugoso.
Podría contarle que Ric me tomó entre sus brazos, que no conozco unas manos más suaves que las suyas, que sus ojos son casi tan alucinantes como su culo. Es todo cierto, y sin duda calmaría su curiosidad, pero traicionaría la pureza de mis sentimientos, y me niego.
—¿Os veis a menudo?
—Lo intento a cada rato. Recurro a todo tipo de pretextos. He llegado a verme envuelta en las situaciones más ridículas con tal de verlo.
—Cualquiera que te oiga pensaría que llevas semanas así.
—Yo misma tengo la sensación de llevar años detrás de él.
—¿Has intentado hablar con él, decírselo?
—¡Estás loca! Pensaría que soy una ansiosa que se lanza detrás del primero que pasa.
El grupo de corredoras empieza a dejarnos atrás. Sin darnos cuenta, Sophie y yo bajamos el ritmo. «Bajar el ritmo» es un eufemismo: a esa velocidad no adelantaríamos ni a una almeja en marea baja. Nuestro paso por el club habrá sido breve.
—Y si no sabes nada de él, ¿qué es lo que tanto te atrae?
—Nada, o más bien todo. Sus gestos, su cortesía, una especie de energía serena que emana de él.
Me pongo a pensar en Ric, soñolienta. Sophie protesta:
—Oye, me da la sensación de que estás muy enganchada. Nunca te había oído hablar así de ninguno de tus tíos, ni poner esa cara pensando en ellos.
—«Mis tíos», cómo eres. Básicamente tuve a Didier, y ese patán arruinó mis estudios, me impidió verte y me obligó a escuchar sus mierdas de temas. No hizo ni el más mínimo esfuerzo por ver alguna de mis películas favoritas. Me alejó de mí misma. Ese tipo era un parásito. Con Ric todo es diferente, no trata de aferrarse a nadie. Él decide, actúa. No conozco a nadie así.
Nos detenemos. Las corredoras están bien lejos. Sophie me mira, con sonrisa irónica:
—¿Y lo de ponerte a correr es por él?
—Sí. No te burles de mí, pero quiero impresionarlo.
—Adelantarías algo si te pusieras ya mismo a aprender a volar, porque aunque no soy ninguna especialista sospecho que el atletismo no es lo tuyo.
Suspiro encogiéndome de hombros.
—Lo sé.
No hemos corrido más de cuatrocientos metros y ya estamos empapadas en sudor. Me duelen las piernas y Sophie hace una mueca porque siente que ha forzado demasiado. Estamos a punto de estallar de la risa.
—¿Y tú con Patrice? Hace semanas que no me hablas de él.
Sophie dirige su cara hacia el sol y cierra los ojos. Responde del tirón:
—Está de vacaciones con su mujer y creo que haría bien en dejar de confiar en sus promesas. Al fin y al cabo, nuestra relación es puro humo. Yo tengo esperanzas mientras que para él soy una amante más.
No sé si lo que tiene en el rabillo del ojo es sudor o una lágrima.
—¿Qué vas a hacer? —pregunto.
Sophie me mira.
—Tratar de ser libre —suspira y retoma—: Buen intento de distracción, pero no soy yo quien debe contar. Mi historia termina, la tuya comienza. Julie, sabes que he tenido más ligues que tú. Te voy a confiar un secreto que nunca le he dicho a nadie y que incluso me cuesta admitir. Esas relaciones no me han enseñado nada. Solo han acabado con la ilusión y la inocencia con las que todas nos lanzamos. Te quiero mucho. Cuando nos conocimos me pareciste anticuada, con tus principios, mientras que yo me tiraba a todo el que pasaba. El único novio serio que te he conocido es Didier, y aún no entiendo cómo una chica tan lista como tú pudo caer en la trampa de un cretino como él. Pero mostraste una total inocencia. Quizá sea ese el secreto de la felicidad. Hoy te veo hablar de ese Ric como yo nunca he sido capaz de hablar de ningún tío. No soy ninguna experta, pero algo tengo claro. El verdadero milagro no es la vida, que está en todas partes, con su bullicio. El verdadero milagro, Julie, es el amor.
El domingo llegó demasiado rápido. No había vuelto a ver a Ric y estaba triste y contrariada. Contrariada porque lo había vuelto a ver corriendo con una mochila aún más grande y no dejaba de preguntarme qué es lo que se trae entre manos. Pero sobre todo le echaba de menos. Sin embargo, ya no tenía ganas de urdir planes diabólicos para provocar lo que él o el destino no querían ofrecerme. Me muero de miedo cuando la mala suerte se me cruza.
La señora Bergerot me ha citado a las seis y media de la mañana en la panadería. Me ha dicho que llame a la puerta del almacén que está al cruzar el portal del edificio contiguo. En la acera, Mohamed ya alinea sus verduras bajo el sol que acaba de salir.
—Buenos días, Julie, ¿por qué este madrugón?
—Buenos días, Mohamed. Voy a empezar a trabajar en la panadería. Hoy es mi día de prueba.
Él, el ser más reservado que hasta entonces conocía, frunce las cejas:
—¿Qué debo desearle?, ¿buena suerte?
—Espero que todo vaya bien.
—Entonces buena suerte. Y no se deje intimidar por los gritos de Françoise. En el fondo es buena persona.
¿Françoise? ¿Mohamed se dirige a la señora Bergerot por su nombre? No sabía siquiera que tenía uno. Qué raro, se pasan el día luchando como si fueran enemigos mortales, y él la llama por su nombre.
Llego tarde y, desgraciadamente, no puedo continuar con la conversación. Me alegra por lo menos haber hablado un rato con él, me tranquiliza. Cuando llamo a la puerta de atrás, tengo el estómago hecho un nudo. Me abre la señora Bergerot.
—Perfecto, eres puntual. Entra rápido y límpiate bien los pies. Ven que te presente a todos, aunque es la hora de más follón.
Son al menos cinco los que hablan a gritos para hacerse oír entre el ruido de los ventiladores del enorme horno. El olor a pan caliente lo llena todo, y se mezcla con el de los croissants, el de los bollos y con efluvios de chocolate y puede que hasta de fresa. Solo con respirar ya he engordado unos tres kilos.
La señora Bergerot me explica:
—Esta sala es el horno. Aquí es Julien el que manda. En ella se hace todo el pan y la bollería. No te pongas nunca en medio. Y si falta algo en la tienda, pídeselo a Julien, a nadie más.
Apenas he dicho «hola» cuando ya me arrastra hacia otra sala más al fondo.
—Esto de aquí es el laboratorio y en nada se parece al horno. Aquí, Denis prepara las tartas junto a sus dos ayudantes. El que manda aquí es Denis.
No sabía ni que había diferencias. El horno y el laboratorio. Intento memorizar toda la información con la que me bombardea. Tengo la impresión de tener doce años y de estar haciendo una visita con la profe.
—Sígueme hacia la tienda. Has tenido suerte, no debe de haber mucha gente, pero la mañana del domingo, normalmente, es muy movida.
Pasamos cerca de una artesa que gira en círculos. Un chico comprueba la temperatura de la masa. Me mira. Huele a harina y levadura.
Cuando atravesamos la pequeña cocina, la señora Bergerot me pregunta:
—¿No te has traído una bata?
Sacudo la cabeza en gesto de negación.
—Intuía que se te iba a olvidar así que he cogido una de cuando era más joven. Estás más delgada de lo que yo estaba, pero por hoy creo que te servirá. Además, me hace ilusión que la lleves tú.
Cuando quiero emocionarme, estamos ya en la tienda.
—Será mejor que te recojas el pelo, es más higiénico. Cuando llegue Vanessa, ayúdala a colocarlo todo. La ventaja que tienes es que ya conoces los productos. Deberás espabilarte, abrimos a las siete. Por hoy, concéntrate en servir, yo me ocupo de la caja. Confío en ti, pero sé que aunque parezca fácil cuando se ve desde el otro lado, la cosa va rápida y es normal que el que empieza se haga un lío con las cuentas.
Me mira:
—¿Está todo claro?
—Creo que sí.
La verdad es que no lo tengo nada claro. Me da miedo hacer algo mal, equivocarme de persona, no entender lo que los clientes me pidan.
Llega Vanessa. Desde un primer momento me deja claro que no va a hacerme la vida más fácil. Apenas me mira, me trata como si fuera su secretaria y no me deja pasar una.
«Coge bien la bandeja. Vas a tirarlo todo». «Más rápido. A ese ritmo de tortuga, cuando la cola llegue hasta la calle, no darás una». «Si no eres capaz de distinguir un pan de cereales de uno integral, tienes un problema».
Ha encajado muy mal la noticia de que yo vaya a ocupar su puesto y va a hacérmelo pagar. En el horno, las cosas no van mucho mejor, los croissants se han hecho demasiado. Julien está de mal humor y nadie se atreve a hablar con él. Con una cuchilla de afeitar, traza unas estrías en las barras de pan antes de meterlas en el horno.
Al fondo, veo cómo Denis da vueltas alrededor de sus pasteles armado con una manga pastelera llena de crema. Uno nunca se imagina que haya que hacer tantas cosas y tan rápido para que la gente se coma una
religieuse
o una tartaleta.
—¿Qué se supone que haces? —gruñe Vanessa—, ¿crees que esto es un cine? Es la hora de abrir.
Estoy en mi puesto detrás el mostrador dispuesta a enfrentarme a la multitud. Vanessa quita el cierre de la puerta. A pesar de que solo hay una persona esperando fuera, me imagino centenares escondidas en las esquinas que en cuanto vean la puerta abierta van a entrar como las hordas bárbaras arrasan pueblos adormecidos. Atacarán por los flancos, arrasando con las
religieuses
y los
éclairs
. Se abren las puertas, contengo la respiración. Nada, únicamente entra un señor que por su edad avanzada anda a pasitos.
—Buenos días a todos —lanza según entra—. ¡Vaya! ¡Una nueva!
La señora Bergerot se sitúa detrás del mostrador.
—Buenos días, señor Siméon. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Estoy bien, gracias.
—¿Va a ver a su mujer hoy?
—Como siempre. Se acuerda más de sus tartaletas de limón que de mí, pero es mi Simone.
La señora Bergerot se inclina sobre mí:
—Para el señor Siméon, sirve dos tartaletas de limón y una barra poco cocida. Mete las tartaletas en una caja, no en una bandeja.
Encuentro rápidamente los pasteles y salgo. También consigo montar la caja sin problemas, pero es con la lazada de cuerda con la que tengo dificultades. Vanessa me mira con desdén. A través del escaparate me imagino a los bárbaros alineados levantando los paneles con la nota, como en las competiciones de patinaje artístico. Julie, Francia, dos sobre diez, uno sobre diez, uno sobre diez. La señora Bergerot ya le ha devuelto el cambio y el señor Siméon me espera. Cuando le tiendo el paquete intenta ser amable pero me doy cuenta por el temblor exasperado de su mano que normalmente todo va más rápido.