—Pues bien —dice mientras se levanta—, parece que funciona.
—¿Quiere tomar algo?
—No, lo siento. Debo terminar de preparar mi trabajo de hoy, o no podré ir a correr mañana.
—¿Corre?
—Siempre que puedo. Me tranquiliza. Me vacía el cerebro y, en este momento, es justo lo que necesito.
«Julie, a veces se presentan oportunidades que no hay que dejar pasar. ¡Lánzate!»
Me escucho decir:
—Pero ¡si yo también corro! Bueno, cuando no cojeo.
—¿De verdad?, ¿qué distancia?
—No estoy segura, de hecho son los paisajes los que deciden por mí. Cuando me parece que son demasiado feos, vuelvo a casa.
«Qué poética la muchacha. Pobre imbécil. Solo te queda decirle que fuiste haciendo footing hasta Suiza y que te pareció tan bonito que llegaste hasta Austria pasando por el norte de Italia porque es maravilloso».
Sonríe. Me parece muy guapo. Sin duda por esa sonrisa me atreví a añadir:
—¿Le molesta que vaya a correr con usted?
En el mismo momento en el que pronuncio esas palabras sé que lo voy a pagar caro, pero la razón no tiene nada que decir en esto. A partir de ahora, esta historia es una fábula que se titula:
El tío bueno, la patosa y la maldición
.
Sonríe más ampliamente. La idea no parece incomodarle. Estoy loca de alegría.
—Será un placer. Antes, donde vivía, también solía correr con un vecino. ¡Pero usted es mucho más guapa que él! Normalmente salgo a correr hacia las ocho de la mañana. ¿Le va bien?
—Perfecto.
—¿Paso a buscarla a menos cinco?
—Estaré lista.
Regresa a la entrada. Me vuelve a dejar.
—Suerte con su presentación.
Ahí, él duda. Creo que lo que el cuerpo le pide es darme dos besos, pero no se atreve. Yo sé lo que haría un gato en su lugar. Abre la puerta y sale. Se gira por última vez.
—Entonces, ¿hasta mañana por la mañana?
—Hasta mañana, y gracias por haberme salvado de nuevo.
—No es nada.
Un pequeño saludo y sube a su casa. Cierro la puerta. Creo que voy a llorar. Y por múltiples razones.
En la adversidad se descubre la verdadera naturaleza de la gente. Cuando se está en el fondo del agujero, se tiene un punto de vista único y muy revelador sobre las almas humanas. Solo hay dos tipos de individuos alrededor: los que se ríen de ti y los que abusan de tu torpeza. Para evitar cualquier ambigüedad: confieso que no he corrido en toda mi vida. En el instituto, había un profesor que intentó por todos los medios que galopáramos por la pista de atletismo, pero terminó por renunciar. Nos caíamos, nos reíamos, nos escondíamos entre los setos sin cortar en cuanto se daba la vuelta (toda clase de entretenimientos incompatibles con la práctica de correr). Después de aquello, he andado mucho. Es cierto que una vez hice «una carrera» de treinta metros porque el horrible perro enano de una viejecita quería devorarme, pero salvo esa ocasión mi contador está a cero. Otro problema consiste en que no tengo ni ropa ni zapatillas de deporte. Y ahí es cuando aparece esa gente que se dedica a torturarte cuando tiene poder sobre tu destino.
La única amiga deportista que tengo se llama Nica. Ha hecho de todo: equitación, gimnasia y danza. Creo que es adicta a las competiciones y a las medallas. Una verdadera máquina. Es cinturón negro de tenis y maillot amarillo de natación. Es verdad que hace meses que no la veo y que no está bien aparecer de repente para pedirle prestadas sus cosas. Eso no justifica el morro que le ha echado para pedirme esto a cambio. Es cliente del Crédito Comercial del Centro y, mirándome a los ojos, me dice: «Durante seis meses quiero mi cuenta libre de comisiones o te tocará correr descalza». Qué bella persona. Si yo hubiera sido un poni, además me habría dado con la fusta. Lo peor es que acepto.
Por la tarde lavo todo lo que me ha prestado para que pueda secarse por la noche. Los pantalones cortos se parecen a los del grupo de música cuyos discos escondí (aunque sin lentejuelas). La camiseta de color fosforito y las zapatillas sin duda fueron concebidas por ingenieros de la NASA para una misión en Plutón.
Intento cenar algo ligero e irme a dormir pronto, y pongo el despertador a las seis para tener tiempo de calentar. Os voy a confiar otro secreto: si el ridículo mata, moriré por la mañana. Para desoxidar mi pobre cuerpo trato de recordar los movimientos de la clase de gimnasia del colegio. Hago estiramientos, flexiones, abdominales y molinos con los brazos, lo que me cuesta mi único aplique de pared. Toufoufou descansa en la cama, todavía enfadado por el cautiverio del cajón. Pero, según me mira, yo sé que me toma por loca.
A las siete menos cuarto, estoy en plena forma. Habría podido descargar un camión de pescado o subir a la señora Roudan sobre mi espalda con el carro de la compra incluido. A las siete y trece, tiemblo, sentada en una silla, agotada por una noche demasiado corta y una actividad física desacostumbrada. A las siete y veintiocho busco en el botiquín vitaminas como una yonqui con el mono. Encuentro dos comprimidos efervescentes que me tomo sin agua. A las ocho menos cuarto soy como una bomba nuclear dispuesta a explotar ante el primero que me asuste. A las ocho menos cinco, llama suavemente a la puerta. Puntual, como yo. Me encanta.
Abro. En voz baja, dice:
—Hola, ¿lista para el maratón?
«Mi querido amigo, si tú supieras».
Con una rápida mirada, me evalúa de pies a cabeza. No sé el veredicto. Añade:
—¿Vamos?
La luz es espectacular y la calle está desierta, como si el mundo solo existiera para nosotros. Extiende los brazos. Lleva un pantalón azul y camiseta negra. Sus zapatillas parecen normales. Propone:
—¿Le parece bien que subamos hasta el parque de las antiguas fábricas? No está demasiado lejos y me parece un lugar bonito.
«¿No demasiado lejos? En helicóptero puede, pero a pie…»
—Perfecto.
Se pasa la mano por el pelo y comienza a correr, como si nada. Voy detrás, como en el cole. Me quedo en la retaguardia para que no se fije en mi zancada, que es bastante menos deportiva que la suya.
—¿Qué le sucede? —me pregunta.
Con un amable gesto con la mano, me invita a que me coloque a su altura. Y entonces se produce algo increíble. Vamos corriendo al lado, al mismo ritmo. Como en una película. Todo es ideal, se quieren, parece que vuelan hacia su felicidad, excepto que no hay música de violines de fondo y que la chica debería tener una doble.
Me siento a gusto a su lado. Tengo la impresión de conocerlo desde hace años. Desprende algo tranquilizador. Su zancada es natural, no la fuerza. Lo observo por el rabillo del ojo. Incluso corriendo es elegante. Me gusta ver cómo mueve ligeramente los hombros. Estoy tan abstraída en su contemplación que no me doy cuenta de las señales de alerta que me manda mi cuerpo. Al final de la calle, mi corazón late desbocado y no siento los pies.
—¿Le parece bien este ritmo? —me pregunta sin ni siquiera parecer asfixiado.
Asiento con la cabeza, pero estoy mintiendo. Su atractivo perfil, sus largas pestañas y sus labios me distraen para aguantar un poco más, pero a mitad de calle no puedo seguir ignorando mi límite físico. Me voy a dislocar o a estampar contra una pared como una pera demasiado madura. Pasamos por la plaza y por el colegio. Normalmente tardo diez minutos en llegar hasta aquí, pero ahora solo hemos tardado dos. Para motivarme, me imagino que estamos huyendo de un inmenso peligro. Detrás de nosotros, una ola gigantesca de lava volcánica que va devorando los edificios. O escarabajos gigantes que quieren comernos. La ciudad está destruida y los escarabajos han torturado a Toufoufou. Ric y yo somos los dos únicos especímenes humanos con vida, así que corremos lo más rápido posible. Somos la última esperanza de la humanidad. Cuando por fin estemos a salvo, tendremos que hacer mucho el amor para repoblar el mundo. ¡Gracias, escarabajos!
Veo el campanario de la iglesia. Hace años que no paso por aquí. Estoy saliendo fuera de mi perímetro normal de vida. A veces cojo el coche para ir más lejos, pero esto está demasiado cerca para ir en coche, y demasiado lejos para ir a pie sin ningún motivo. Solía pasar por aquí cuando mi madre me acompañaba al colegio. Todo ha cambiado. La vieja ferretería se ha convertido en una agencia inmobiliaria, la tintorería, en una tienda de saldos. La nostalgia ataca, pero el inicio de un calambre me ofrece un excelente entretenimiento. Quiero continuar. Debo, para poder seguir con Ric, para seguir mirándolo. Se nota que le gusta correr. No tiene ni un rastro de sudor por la frente.
Más allá de mi condición física deplorable, hay algo que me hace sentir incómoda con respecto a él. Estoy a su lado y eso debería bastarme. Pero sé que este no es mi lugar. Tengo la impresión de estar usurpando, mintiendo, y de no ser yo misma. Esta idea me entretiene. Y ahora, es el flato el que ataca. Espiro profundamente pero, de pronto, ya no soy capaz de inspirar todo el aire que necesito. Me voy a ahogar y se me van a enredar los pies. Prometo que volveré a hacer deporte. Pero mientras tanto, negocio con cada parte de mi cuerpo para que aguante hasta el final. Las piernas están hartas, a punto de empezar la huelga. La izquierda parece menos radical pero sus reivindicaciones van en aumento. Los pulmones me agradecen que no haya fumado nunca, pero ya no pueden más. La tráquea me arde, no me responde aunque le hable. La espalda intenta convencerme de que me acueste en el suelo. Mientras tanto, Ric corre, el pelo al viento, libre y capaz. Con esa barba de dos días tiene un aspecto más salvaje.
En solo unos minutos, hemos dejado atrás el centro urbano. Seguimos hacia el norte. Diviso la calle en la que me crié. El tejado puntiagudo de nuestra antigua casa y el cerezo que lo sobrepasa. No he regresado desde que mis padres se mudaron. Aquel día, me había escondido al final del jardín para llorar. La casa sigue ahí, pero ya no es nuestro hogar. Conservo una piedra del camino de entrada. Pasé por delante de ella cientos de veces sin prestarle atención y, el último día, la cogí porque era la única que estaba suelta. Aquel objeto insignificante se convirtió en algo esencial. Es mi reliquia, la prueba de que todos mis recuerdos existieron. La nostalgia intenta un ataque por la izquierda, pero muy afortunadamente me tuerzo el tobillo. El dolor impide que se forme cualquier sentimiento. Definitivamente, extraño viaje el que emprendí esta mañana, con mis pies y con la mente.
Debo de estar roja como un tomate. El pelo se me pega a la frente bañada de sudor. ¿Cómo lo hace él? Quizás sea un cyborg, un robot ultrasofisticado con forma humana. Qué suerte la mía. ¿Quién se ha llevado el premio gordo? La menda. Los extraterrestres están en la Tierra y han comenzado su invasión por mi edificio. La historia de mi vida. Ya decía yo que tenía un apellido raro. Lo que no sabéis es que me estaba llevando fuera de la ciudad, a su nave nodriza, que le esperaba camuflada entre la vegetación. Una vez dentro, se arrancaría la piel y aparecería ante mí tal y como era: un pulpo con escobas en vez de tentáculos y ciruelas en vez de ojos.
Y en esto, mi espíritu flaquea, comienzo a perder la razón. La sangre no me llega al cerebro, está en el culo. Para encontrar fuerzas me fijo objetivos. En el próximo cruce, autorizo a los hombros a que se quejen. Después de dos pasos de cebra, los ojos pueden llorar. Ric se gira hacia mí.
—No quiero pecar de poco caballeroso, pero creo que ya podríamos comenzar a tutearnos.
¿De dónde saca el aire para pronunciar tantas palabras sin parar de correr? ¿Qué acaba de decir? ¿Que nos tratemos de tú? De hecho, podríamos decirnos «mi amor». ¡Respira, Julie!
—Estoy de acuerdo.
No tengo aliento suficiente para pronunciar la última palabra. Me mira.
—¿Estás segura de que estás bien? Dime si voy demasiado rápido. No te preocupes. Con tu pierna…
La primera vez que me tutea y es para preocuparse de mí. Son las ocho y veintinueve de la mañana del diez de agosto. Todo es perfecto, salvo mi ritmo cardiaco.
Pasamos el barrio de las afueras y vamos a llegar al parque de las antiguas fábricas. Me mira cada vez más a menudo, parece intranquilo. ¿Qué aspecto tendré?
El parque aparece tras sus grandes verjas. Ric dice:
—Vamos a hacer un descanso.
—No es necesario.
—Creo que sí.
Se para frente a la entrada.
—Vamos a buscar un banco donde puedas recuperarte un poco.
—No te quiero hacer parar.
Es la primera vez que le hablo de «tú». Me señala el banco más cercano.
—Venga, siéntate. Tómate tu tiempo. Y si quieres que regresemos, sin problema. Ya tendremos otras ocasiones.
Me da vergüenza, no quiero que deje de correr por mi culpa.
—Sigue sin mí, lo necesitas. Tú mismo me lo has dicho.
—No pasa nada. Me gusta ir contigo.
Cuando me dice cosas así y con esos ojos, me emociono. Pero mi mala conciencia está ahí. Tengo una idea:
—Yo te espero aquí. Termina tu vuelta y pasas a buscarme. Luego todo irá bien y volveremos juntos.
Me analiza.
—¿Estás segura?
—Completamente. Vete, disfruta. Yo te espero aquí.
Me acompaña hasta el banco. Me siento y se acuclilla frente a mí. Mira su reloj.
—Vuelvo en media hora, ¿vale?
—Perfecto. Recupero mis fuerzas y regresamos a casa corriendo.
Sonríe y se levanta.
—Hasta ahora entonces.
Intento sonreír. Hago un gesto para que se vaya. Arranca. Lo veo alejarse, ligero, grácil. Cuando habla es absolutamente encantador, pero de espaldas, es un chico muy malo.
Empieza un día precioso de verano. El cielo es de un azul absoluto. Los rayos de sol calientan mi piel e iluminan las hojas del tilo junto al que estoy sentada. Un viento ligero agita el verde follaje con suavidad. Unos gorriones pían y se persiguen de rama en rama. El parque está aún desierto, salvo por un anciano que pasea a su perro al otro lado de la entrada principal. ¿Qué hago aquí?
Espero a un hombre al que apenas conozco, pero con el que ya tengo conversaciones de pareja: «Me gusta ir contigo». «Vete, disfruta». «Regresamos a casa corriendo».
Fascinada cómo estaba por Ric, no me he dado cuenta del lugar en el que me encuentro y de los recuerdos que despierta en mí. En esta ocasión, la nostalgia va a ganar el asalto y va a conseguir cruzar la línea de defensa con algunos cómplices.