—Y en el colegio, ¿eras buen o mal estudiante?
—Un chiquillo serio. Me gustaba reír, pero no era el payaso de la clase. La verdad es que en mi casa las cosas no eran fáciles.
Se interrumpe. Se levanta para disimular algo, pero me doy cuenta de que está incómodo, como si hubiera hablado de más. Sí, exacto, ha dicho demasiado y está avergonzado. Cuando yo me he encontrado en esa situación él siempre se ha mostrado elegante. Le debo un favor. Lo ayudo:
—Yo repetí una vez. En segundo.
—¿Por culpa de qué asignatura?
«Los chicos».
—Un poco por matemáticas, pero sobre todo por la disciplina.
—¿Eras rebelde?
—Pues sí, señor.
Pone los platos de postre mientras se ríe. De pronto, se queda petrificado. Sin embargo yo no he dicho nada que pueda ponerlo así. Se queda escuchando:
—¿No oyes nada?
—¿Qué debería oír?
Se gira y entra en el cuarto de baño. Cierra la puerta a sus espaldas.
Le oigo gruñir. Percibo un ruido que no soy capaz de identificar. Le escucho echar pestes. No cabe duda: sí, fue él el que se cayó por la escalera cuando se apagó la luz.
—¡Julie!
Acudo. No me atrevo a abrir la puerta y pregunto:
—¿Quieres que entre?
—Sí, por favor.
Esta vez, sí que oigo bien el ruido. Abro y veo a Ric dentro de la bañera con un tubo del calentador colgando de la pared y perdiendo agua abundantemente. Intenta en vano apretar algo. Refunfuña:
—Sabía que debería haber revisado las cañerías. Pero pensaba que todavía aguantarían un poco más.
El agua se sale por todas partes. Me acerco con cuidado de no resbalarme. Me inquieto:
—No te quemes —le digo.
—No te preocupes. Es el tubo del agua fría. ¿Podrías ir al fregadero y cerrar la llave de paso? Me ayudaría bastante.
—Voy.
Abro el armario y busco la llave. Aparto todo lo que hay delante. Artilugios, muchos. Ahí está, extiendo el brazo e intento girarla pero no puedo. Está atascada o muy vieja. La fuerzo hasta que mis dedos se ponen blancos, pero no hay manera. Regreso preocupada al cuarto de baño. Cada vez sale más agua. Ric está empapado.
—No lo consigo. No tengo suficiente fuerza.
Ric sigue intentando contener el escape. Pero el agua sale a raudales. Dice:
—Si lo suelto, se saldrá todo y nos inundaremos. Malditos pisos antiguos.
—Puedo reemplazarte, si quieres.
Me mira. La fuga aumenta. Insisto:
—Soy más bajita que tú pero me veo capaz. De todos modos no creo que haya otra solución.
Sacude la cabeza, resignada. Me quito los zapatos y avanzo hacia él. Molesto por el agua que corre por su cara, grita:
—Siento todo esto. Entra en la bañera. Tienes que deslizarte entre mis brazos y poner la mano aquí. El óxido ha debido de corroer la pared metálica del calentador y tenemos que evitar que se parta la tubería.
Le indico que lo he entendido. Me meto dentro de la bañera. El agua helada me empapa. La presión de la fuga es más fuerte de lo que parece. Me deslizo entre los brazos de Ric, y acabo adosada a su pecho. Esto ya lo he vivido con él, salvo lo de la ducha fría. Los pies en el agua, la cara inundada (ni siquiera mi máscara
waterpolo
podrá resistir eso). Ric guía mis manos hasta la brecha. Lo siento junto a mí. Me cuesta concentrarme en mi obligación. El agua nos inunda. Ric me grita en la oreja:
—Pon las manos aquí y aprieta con todas tus fuerzas. Voy a quitar las mías y sentirás la presión del agua. ¿Estás lista?
Asiento con la cabeza. Su barbilla contra mi mejilla, el agua nos chorrea por la cara. ¿Cómo hemos llegado a esto? Qué sensación más rara. Tengo ganas de girarme, de olvidar la fuga y besarlo. Estoy entre sus brazos bajo la ducha. El ruido del agua cayendo retumba. Vacilo y él dice:
—Atención, voy a quitar mis manos. No te preocupes. No voy a tardar.
Sus brazos se apartan con cuidado, y con ellos todo su cuerpo. Cierro los ojos. Sale de la bañera, y del baño. Me quedo sola bajo esa ducha helada. Efectivamente, el metal debe de estar oxidado porque en los dedos notos que la pared del calentador se deforma. De pronto, la fuerza del escape se reduce. El agua deja de manar. Me doy cuenta entonces de que mi vestido está calado y que se ha vuelto casi transparente, el único día de mi vida en el que he decidido no ponerme sujetador.
La puerta del cuarto de baño se abre. Ric está ahí, igualmente empapado, con su camisa pegada al cuerpo. Está muy bien formado. Espero que piense lo mismo de mí. Me quedo de piedra en la bañera, sin saber muy bien qué hacer salvo mirarlo.
—Debes de estar congelada —me dice mientras abre un armario del cuarto de baño para sacar una toalla.
La desdobla, me ayuda a salir y la enrolla en torno a mí. Con un gesto suave, me frota la espalda, su rostro gotea. Me encanta despeinado y con el pelo mojado. Él habla, yo no puedo.
—Te lo agradezco mucho. Esta noche hemos tenido suerte los dos. Si no llegas a estar aquí, los daños hubieran sido enormes. Por no hablar del techo del vecino de abajo.
Una explosión y una inundación en la noche de nuestra primera cita. Si son señales, no sé muy bien cómo interpretarlas. Sigo sin decir ni media palabra. Creo que aún estoy en estado de shock. Y no por el agua glacial, o por la cena arruinada, o por el vestido echado a perder o por tener los pezones como escarpias, sino por él.
Coge una toalla y comienza a secarse la cara con ella. Se ríe:
—Parece que alguien nos ha echado un mal de ojo. Pero no vamos a ponerle las cosas tan fáciles. Todavía nos queda el pastel. ¿Quieres ir a tu casa a cambiarte?
Ni de broma iba a dejarlo, ni cinco minutos. Creo que ve la respuesta en mis ojos.
—Puedo dejarte algo de ropa si quieres.
Me controlo ya tan poco que creo que he asentido con la cabeza. Me conduce hasta su habitación. Saca un pantalón corto y una gruesa camisa.
—Te dejo para que te cambies. Voy a secar un poco el baño. Ahora que ya hemos pagado nuestro tributo a la diosa de la mala suerte, espero que nos deje tranquilos el resto de la noche.
Sale dando un portazo. Yo sigo muda. Me quito el vestido. Estoy completamente desnuda en su habitación. La verdad es que hemos invertido el orden de cualquier relación lógica.
Me imagino a Géraldine en mi lugar. Y a los gatos. La primera se habría contoneado y los segundos habrían huido a causa del agua. Su camisa me resulta muy cómoda. No hay ni un espejo para ver qué pinta tengo, con sus pantalones demasiado grandes y las mangas demasiado largas. Ojalá que la máscara de pestañas no se me haya corrido. Regreso al salón. Él está en el baño escurriendo todo como puede, con el torso desnudo.
—No creo que yo solo sea capaz de arreglarlo. ¿Crees que puedo pedirle ayuda a Xavier?
«También puedes dejarlo así y venirte siempre a duchar a mi casa. Y si quieres, vivir conmigo».
—Seguro que te ayuda. De hecho, parece que os lleváis bastante bien.
Se endereza. Se acerca a mí. Me pongo nerviosa. Pero pasa de largo:
—Yo también voy a cambiarme.
Volvemos a sentarnos a la mesa para comer mi primer salario de panadera en silencio, sin atrevernos a mirarnos. ¿Cómo actuar en este tipo de situaciones? No consigo borrar de mi mente la imagen de su torso desnudo. Si es cierto lo que se dice de los hombres, a él debe de estar sucediéndole lo mismo con la imagen de mis pechos como en un concurso de camisetas mojadas.
—Esta tarta está deliciosa —dice mirándome finalmente.
Sonrío, como nunca he sonreído a nadie.
Me marché a la una de la mañana. Hablamos de todo, salvo de él. Cuando nos dijimos adiós nos besamos sin dudar, en la mejilla. Quise rodear su cuello con los brazos pero pude controlarme. Él estuvo perfecto. Todo fue perfecto. La explosión, la fuga, sus miradas, su piel. Bajé a mi piso de puntillas con mi vestido empapado en una bolsa y su ropa puesta.
Me costó entrar en mi apartamento. En primer lugar porque todavía apestaba y en segundo porque él no estaba. Me acosté con su ropa, pero no conseguía dormirme. Imaginé cómo hacer para no tener que devolvérsela. Podía fingir un robo y decirle que se la habían llevado. También podía decirle que después de lavarla la había tendido en la ventana y que alguien había debido de cogerla. Se me iba la cabeza. Lo mejor sería hacer como si nada y esperar a que él me la reclamase por carta certificada.
Debí de dormirme una hora antes de que el despertador sonara. Sobra decir que aquel día apenas pude concentrarme en el banco, entre el recuerdo de Ric protegiéndome como un agente de las fuerzas especiales cuando el ordenador explotó y aquel otro en el que aparecía con sus pectorales mojados. Uf.
Es extraño pero aquella mañana, a pesar de tener la mente cansada y plácida a la par, Géraldine no me preguntó si me había contoneado. ¡Para una vez que tenía algo que contarle!
Cuando volvía de la oficina, me pasé por la panadería. La señora Bergerot me llevó aparte.
—Pareces cansada, querida Julie.
—Un escape de agua ayer por la noche.
—¿Sabes? Lo he pensado mucho. Y me encantaría que comenzaras el martes día veintidós, si te viene bien.
—¿En una semana?
—Solo si te va bien.
—Sí, sí, no se preocupe.
«Únicamente necesito dormir un poco antes».
Termino de trabajar en el banco un viernes y empiezo en la panadería el martes siguiente. Ahora sí, se lo tenía que contar a mis padres.
Podéis llamarme irresponsable, pero en cuanto salí de la tienda ya había dejado de preocuparme por todo eso. Lo único que me importaba era averiguar cómo haría para poder ver a Ric a menudo. Es increíble lo que lo echaba de menos. Regresaría a casa, quizá comería algo, y luego me enrollaría un momento en su ropa.
Casi estoy delante de mi puerta cuando oigo a alguien que me llama.
—Julie, ¿eres tú?
La voz proviene de los pisos superiores. Me asomo al hueco de la escalera.
—¿Quién es?
—La señora Roudan. ¿Podrías subir un momento, por favor?
Con el pan en la mano, subo los dos pisos. Paso por delante de la puerta de Ric. ¿Estará ahí?
La señora Roudan me espera en el rellano. Parece cansada.
—Acabo de bajar hasta tu casa. Qué tonta estoy, se me había olvidado que trabajas los sábados por la mañana. Te estaba esperando.
—Hubiera podido dejarme una nota o llamarme.
—Sí, pero habría tenido que volver a bajar y a mi edad ya no estoy para esos trotes. Y teléfono ya no tengo. ¿Tienes un minuto?
—Por supuesto.
Me indica que la siga dentro de su casa. Nunca he estado en tantas casas del edificio como en los últimos días. Cuando entro parece que he dado un salto en el tiempo. Todo está viejo, cubierto de polvo. Los cuadros están amarillentos, cuarteados. Es imposible saber el color original. Una mesa de madera, una única silla. En el fregadero de loza blanca, solo hay un plato usado. La nevera de esquinas redondeadas hace un ruido como de diésel. En el suelo, un vaso vacío. Ya había oído decir que la señora Roudan era la más antigua del edificio, pero no sabía que llevaba tanto tiempo.
Arrastra un viejo taburete y me ofrece la silla. Declino la oferta:
—Prefiero que sea al revés, si no le importa.
Acepta sin hacerse rogar. Parece que sufre de la espalda. Lo que no es de extrañar si se tienen en cuenta los carritos sobrecargados que arrastra por la escalera.
—Quizá no lo sabes, Julie, pero te conozco desde hace mucho. Hace algún tiempo planchaba para los vecinos de tus padres. Y solía oírte reír en el jardín, con tus amigos.
—Nunca me lo había dicho.
—No suelo hablar demasiado. Pero me alegré mucho cuando te mudaste aquí.
Es extraño pero me parece que mira la baguette con ganas.
—Debes de preguntarte por qué te he pedido que subas.
—Efectivamente.
—Confío en ti. Y quisiera pedirte una cosa. Me voy a marchar unos días.
—¿De viaje?
—La verdad es que no. Voy al hospital.
Levanto las cejas.
—Espero que no sea nada grave.
—En junio me hice unos análisis y los resultados no fueron del todo buenos. El médico pidió que me hicieran más pruebas y me han encontrado algo. Hace una semana me hicieron una extracción y ahora me van a ingresar, por lo menos durante un mes.
Me dice todo eso sin ninguna emoción aparente.
—Como puedes ver, no soy rica. Y si la Seguridad Social no se hiciera cargo de todo ya estaría muerta.
—¿Y qué puedo hacer por usted?
Me señala la puerta de su habitación.
—Quiero que te ocupes de lo único que todavía me importa un poco.
«Me va a pedir que alimente a la familia de refugiados que esconde en su habitación. Es algo que le pega, es buena persona».
—… si algún día regreso voy a necesitarlo.
Se levanta apoyándose sobre la mesa y va a su habitación a pasitos. Una cama vieja con un cabecero como los de antes, un edredón casi entero rasgado y una mesilla sobre la que hay una foto semiborrada apoyada en una lámpara de otra época, un armario remachado y un cuadro polvoriento de colores desvaídos con una escena de la siega.
Va hacia la ventana, la abre y saca una pierna por ella. Me precipito:
—¡No salte!
Ella se echa a reír.
—No te preocupes, Julie. Mira.
Me señala el exterior y pongo los ojos como platos. Al pie de la ventana, descubro un huertecito montado en la azotea del edificio intermedio. Tomates, lechugas, guisantes, otras legumbres y algunas fresas desplegadas en ese jardín clandestino y suspendido.
—Yo misma lo he habilitado poco a poco. Cada día subo a escondidas tierra en mi carrito y cultivo cosas. Nadie lo sabe. Quizá lo averigüen algún día los del edificio de al lado, pero ya veré lo que hago.
Creo que está orgullosa de mi expresión de incredulidad. Hace falta ingenio y valor para llevar a cabo un proyecto semejante en este sitio.
—Me gustaría mucho que vinieras a regar durante mi ausencia. No sabes lo que me ha costado montar todo esto. Me daría mucha pena que se murieran. De hecho, deberías probar estas verduras, sería una pena que se echaran a perder.
Estoy impresionada, conmovida.
—¿Por qué no me lo dijo antes? Hubiera podido ayudarla.
—Cada cual tiene su vida. No me gusta molestar.
—¿Cuándo tiene que irse al hospital?