Sale. Es mi primer cliente. Tengo la impresión de haber empezado de cero. Me pasa mucho últimamente.
Cuando por fin puedo mirar el reloj, siento una horrible decepción. Solo son las diez y media y, sin embargo, tengo la sensación de llevar una semana sirviendo pan y pasteles. Vanessa apenas se relaja. La señora Bergerot se mantiene siempre majestuosa tras la caja y se dedica a hacer comentarios a todos sus clientes. Con su pelo negro impecablemente peinado en un moño, su generoso físico y su voz de cantante, parece una diva que recibe a los admiradores después del recital.
Julien ahora se muestra muy amable y comienzo a manejarme con el pan. No obstante, con los pasteles me resulta más difícil. No es nada nuevo. Recuerdo que en casa, cuando mi padre traía dulces necesitaba probarlos para saber de qué eran, lo que evidentemente no puedo hacer aquí.
No sé cuántas barras he despachado, cuántos croissants, cuántas pastas o cuántos pasteles he envuelto. Tengo los dedos hinchados. Todo es nuevo para mí. En este nuevo mundo, el pan
caliente
resulta ser pan
fresco
. Estoy mareada por el incesante baile de clientes y panaderos que van trayendo más cosas. Estoy tan desbordada que llego a plantearme si soy lo suficientemente fuerte para hacer este trabajo. Pero en el fondo estoy feliz. Este ambiente nada tiene que ver con el del banco. También los clientes son diferentes. Bueno, en realidad no. Son los mismos, pero no vienen con el mismo estado de ánimo. En el banco, salvo algunos, se sienten todos en una posición de inferioridad (la propia entidad se esfuerza por provocar eso). Son silenciosos, discretos y están estresados. Se habla de dinero. Aquí vienen libremente, vestidos elegantes o informales, acompañados de sus hijos, y con ganas de disfrutar. No lo pensamos muy a menudo, pero todo el mundo come pan, tanto los ricos como los pobres, gente de todas las religiones y de todos los orígenes. En una sola mañana, he visto desfilar a la mitad del barrio. Es divertido. La florista parece menos estresada que detrás de sus flores. Nunca había visto al mecánico con camisa blanca o al farmacéutico con un polo fosforito. A las once y media entra Xavier.
—¿Qué haces tú aquí?
—Intento reciclarme. ¿Qué te pongo?
—Una baguette, cuatro empanadillas y un bollo, por favor. Me resulta divertido pedírtelo.
Me mira como si me viera por primera vez.
—Te queda muy bien la coleta.
—Son once con cincuenta —corta la señora Bergerot.
Desde hace un cuarto de hora, vigila a Mohamed por la ventana. Él ha puesto una pila de palés vacíos que invaden al menos diez centímetros el escaparate de los pasteles. Empieza la guerra. Oigo las sirenas antiaéreas y veo perfilarse la reunión de emergencia de la ONU. Apuesto a que, en cuanto ella tenga un momento, irá a soltarle uno de sus discursos sobre el proteccionismo económico y la gestión del espacio de venta. Es divertido porque a pesar de que parece muy normal, en cuanto tocan su tienda no puede evitar convertirse en una especie de ministro de economía que defiende sus intereses ante el Consejo de Europa. Emplea palabras supertécnicas, un lenguaje económico completamente desproporcionado. ¿De dónde lo habrá sacado? En la cocina solo he visto revistas de moda.
Es extraño pero esta mañana he sentido cientos de ojos clavados en mí. Sé que trabajar aquí es como entrar un poco en sus vidas privadas. Escucho pequeñas anécdotas, noticias. Cada cliente se confiesa un poco. Se descubren muchas cosas personales. Eso no pasa en un banco. De pronto, los clientes me juzgan, me espían mientras intercambian confidencias con la señora Bergerot, y se preguntan si soy apta para estar allí, digna de confianza para escoger sus pasteles, de poner la mano sobre su pan antes que ellos. Me resulta conmovedor.
Doce y cuarto. Estoy muerta. Vanessa se mantiene con dignidad y la señora Bergerot está como una rosa. Me lío un poco, confundo los
salambos
con los
saint-honorés
. Mezclo también el pastel de café con el de chocolate. Vanessa parece que ya no me guarda rencor. La dueña hace como si no viera nada. Pero pronto será la una y mi calvario habrá terminado.
De pronto, en la cola de los últimos clientes veo a Ric. Pierdo la compostura. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no confundir una hogaza con un pan de campaña. Cuatro clientes están antes que él. Creo que todavía no me ha visto. Bajo la cabeza, envuelvo cosas, voy detrás a pedir más pan. Dos clientes. Viste pantalones cortos y camiseta azul marino. No se ha afeitado. Llevo sin verlo dos días, seis horas y veintitrés minutos. No sé si creéis en las señales del destino, pero yo sí, sobre todo cuando me van bien. Cuando iba al instituto y el perro de los vecinos del final de la calle estaba en el jardín, quería decir que ese día sacaría una buena nota. Si además se dejaba acariciar a través de la verja, entonces sacaría un notable. Se llamaba Clafoutis y era mi amuleto de la buena suerte. Para todo. Aquí, en la panadería, no sé qué puedo acariciar para que me traiga suerte. Podría haber utilizado a Vanessa, pero me imagino el percal si le acariciara la cabeza y le dijera: «Perra buena»… Ralentizo el proceso de empaquetar una tarta de manzana para que Vanessa sirva a la señora que va antes de Ric. Si funciona, le atenderé y eso querrá decir que nos amaremos el resto de nuestra vida. Vanessa entra en el almacén para buscar un pedido. Yo me esfuerzo en hacer el lazo de la caja. Parezco una niña de párvulos que no sabe atarse los cordones. Llego incluso a sacar la punta de la lengua. Vanessa vuelve y atiende a la señora. Logrado. Levanto la vista y Ric me reconoce. Por fin consigo sorprenderle. Parece atónito, más incluso que el Alfred Nobel con su dinamita.
—Buenos días, Ric.
Tartamudea. Nunca le hubiera creído capaz de eso.
—Creí que trabajabas en el Crédito Comercial del Centro.
—Estoy solo de prueba para saber si me cambio o no.
Con aire desconcertado me pregunta:
—¿Te pido a ti lo que quiero?
«Sí, Ric, pídeme todo lo que quieras».
—Estoy aquí para ti. Para eso, quiero decir.
—Entonces dame media baguette y las dos pizzas que te quedan.
«¿Ya no te apetece comida china?»
Mientras envuelvo lo que me acaba de pedir le pregunto como quien no quiere la cosa:
—¿Has ido a correr esta mañana?
—No. Ayer me acosté muy tarde, tenía que hacer una cosa.
«¿Con quién? Espero que no con una chica. Y las dos pizzas, ¿son para compartirlas con alguien o para ti solo?»
Me mira y de pronto me dice:
—Qué dirías si te invito a cenar un día de estos.
Voy a desmayarme. El cansancio, todos los panes memorizados, la mirada cruzada de Vanessa, la loca de la señora Crustatof que duda durante dos horas entre dos flanes iguales y ahora el otro, que de repente me invita a cenar. Es demasiado. Me apoyo en el mostrador e intento responderle como si no acabara de encender fuegos artificiales en mi cabeza.
—Encantada. Pero soy yo la que te invita. Prepararé algo sencillo en mi casa, ¿vale?
—Perfecto. ¿Qué te parece el viernes?
Pongo cara de estar reflexionando para que crea que tengo una agenda muy ocupada.
—Sí, creo que me va bien.
—Genial.
Ya no estoy cansada. Ya no me duelen las piernas. De nuevo soy capaz de contar hasta tres. Las tartaletas de cerezas ya no me dan miedo. Nada me afecta. Estoy feliz.
Todo se acelera. Todavía no me he recuperado de la mañana en la panadería y ya me toca regresar a la oficina. Me pregunto todo el rato qué hago aquí. Mi abuela tenía mucha razón cuando decía: «La vida nos da una pequeña lección cada día». Era un pozo inagotable de dichos. No importaba en qué situación te encontraras, siempre disponía de un proverbio o de un refrán lleno de sabiduría capaz de sacarte de tus casillas. No traté demasiado a mi abuelo (murió cuando yo solo tenía ocho años), pero recuerdo perfectamente una vez que estuvo a punto de explotar de ira cuando, justo después de un accidente de coche en el que había perdido su querido y reluciente vehículo nuevo, mi abuela le acosó con: «Bien está lo que bien acaba», «A rey muerto, rey puesto» y «Confundes la velocidad con el tocino», proverbio este al que le había cambiado todo sentido. Ella le había soltado todo eso sin siquiera levantar la vista de las zanahorias que estaba pelando. Los ojos de mi abuelo parecieron querer salirse de sus órbitas. Pero incluso a pesar de lo poco oportuno de sus frases, me hubiera gustado saber qué habría dicho la abuela, con su filosofía a prueba de bombas, de lo que estaba ocurriendo aquel día en el banco.
Géraldine está en el despacho de Mortagne, ríen y cacarean y creo que hasta se besan. Ya sé que en el amor no hay reglas, pero esto es demasiado. Hay otras formas de iniciar un lío amoroso que no implican cruzarle la cara a alguien, sobre todo cuando es la chica la que ataca. Ahora que lo pienso, los gatos también lo hacen del mismo modo. Se me ocurre una cosa. El viernes, cuando Ric llegue a mi casa, saltaré por sorpresa desde lo alto de un armario, le tiraré al suelo y le daré la paliza de su vida con un bate de béisbol. Le moleré a palos, le partiré un brazo, le arrancaré mechones de pelo y le apañaré su preciosa cara hasta que sangre. Así nos amaremos. Qué sencilla resulta la vida cuando se comprende cómo funcionan las cosas.
Puede parecer una estupidez, pero ya echo de menos el olor a pan recién hecho, así como también a la señora Bergerot, a los clientes y todos los utensilios de la panadería. Después de haberme planteado los pros y los contras, creo que no estaría nada mal trabajar allí.
Suena el teléfono. Descuelgo. Es Mortagne. Me inclino un poco y puedo verlo hablar conmigo, a tan solo unos metros. Oigo mejor su voz en el aire que a través del teléfono. El progreso es algo maravilloso.
—¿Julie, podría venir a verme, por favor?
Increíble, impensable, un verdadero milagro. Desde que trabajo aquí es la primera vez que me dirige una frase educada, completa y sin faltas. La parte malvada de mi subconsciente me susurra que tengo que consultar mi agenda para saber si estoy libre, pero es la buena la que habla.
—Ya voy, señor.
¿De qué quiere hablarme?
—Siéntese, Julie.
Eso hago. Por primera vez lo veo sin corbata. ¿Se la habrán robado o Géraldine se la habrá arrancado como haría un gato?
—Géraldine me ha contado lo de su intención de marcharse.
«¡Traición! Juro que cuando atraviese la cabina le lanzaré el gas tranquilizante. Qué torta tiene… y no de manzana, precisamente. Y yo que le había pedido discreción».
—No le voy a ocultar que para mí es una muy mala noticia. Usted es un elemento primordial.
«Cucaracha miserable. ¿Te atreves a venirme con esas después de humillarme en la entrevista de hace menos de una semana?»
—… pero respeto su decisión. Géraldine y yo hemos hablado mucho.
«Por favor, que alguien me traiga una botella de oxígeno, me ahogo. En serio».
—… ella me ha convencido de que la libere antes de tiempo a cambio de las vacaciones y fines de semana que aún le debemos. ¡No vamos a molestarla por unos cuantos días de nada! Cuente conmigo para que en recursos humanos dispongan de un informe de usted muy positivo. Esta tarde me lo confirman, pero creo que ya puedo anunciarle que, si así lo desea, puede marcharse la semana que viene.
«Traed también el equipo de reanimación, porque estoy en estado de shock. Tengo ganas de besar a Mortagne, y de besar a Géraldine y hasta al helecho de Mélanie».
—¿No se alegra?
«¿Alegrarme? Esta palabra se queda corta. Mortagne, pedazo de imbécil, eres la prueba viviente de que hasta el peor de los moluscos es capaz de hacer el bien gracias al amor de una mujer y a un bofetón. Me has devuelto la esperanza en el hombre. ¡El planeta está a salvo! Somos la especie más maravillosa que camina sobre su superficie, incluso tú, Mortagne. Los gatos nunca vencerán. Te quiero».
—Claro que me alegro, aunque aún no soy plenamente consciente. Pero se lo agradezco, sinceramente.
Fijaos en la última frase. He aquí la prueba de que en esta vida todo es posible. Protejámonos de los juicios definitivos. Nunca digáis «nunca». Amémonos los unos a los otros y desconfiemos de los gatos. Yo también me voy a convertir en un pozo inagotable de dichos, es una tradición en la familia.
Mi vida está casi como el cielo de este viernes de agosto: despejada. En una hora, Ric estará en mi casa. La mesa está puesta, el apartamento está perfecto. Me he sujetado el pelo con un pasador que me ha regalado Sophie, me traerá suerte. Me he contemplado largamente en el espejo, sonriendo, hablando, estudiándome como si no me conociera. Inclino la cabeza con aspecto travieso y luego echo una mirada seductora a la cortina de la ducha.
He elegido un vestidito ligero, una mezcla perfecta del estilo de Marilyn y el de una sacerdotisa inca (no sé si esto ayuda a visualizarlo). Es de color crema y tiene un precioso tejido parecido a la seda. El único problema es que los tirantes son tan finos que en cuanto muevo los brazos se ve el sujetador. Dudo, vacilo y, transportada por la fiebre transitoria que últimamente rige mi existencia, decido no llevar sujetador por primera vez en mi vida. En esta cena, no lo pienso dejar escapar.
La mesa está lista, porque llevo dos días ensayando el mismo menú. Desde antes de ayer, cada noche, pongo dos platos, los cubiertos, los vasos, el pan cortado en su cesta y las velas (unas nuevas cada vez). A continuación, despliego la servilleta y pruebo las vieiras en salsa de puerro. Estoy al borde de la indigestión pero no quiero arruinar el primer plato que vamos a compartir. He entrenado como una campeona. El pescadero puso una cara extraña cuando le pedí cinco kilos sin las conchas para dos. Pero necesitaba practicar. Nadie ha probado nunca mi talento culinario antes de Ric.
Tengo que confesaros otro de mis pequeños secretos: me dan un miedo terrible las vieiras. Cuando era niña veía a mi madre prepararlas. Se movían en el borde del fregadero. El recuerdo que conservo aún me paraliza. Tengo pesadillas con ellas. Por eso le pedí al pescadero que me quitara las conchas, y aun así, mientras las cocinaba, seguía temiendo que alguna de ellas siguiera viva y se me arrojara al cuello.
Las dos noches previas a la cena, conseguí mi propósito. Las vieiras estaban tan tiernas como muertas y la salsa de puerros perfumaba toda la cocina. No hay dos sin tres. Así que ya está casi conseguido.