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Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

Mañana lo dejo (16 page)

BOOK: Mañana lo dejo
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La señora Roudan me mira, incrédula. No debe de estar acostumbrada a que hablen con ella. Algunos saludos por semana, algunas banalidades sobre el tiempo y enfermedades pasajeras, nada más. Sin embargo, allí está rodeada de enfermeras que le preguntan por su estado diez veces por semana, y yo le hablo de las puertas del ascensor.

—Siéntate —me dice—. Aquí, hay muchas sillas.

—¿Cómo se encuentra?

—Peor que en mi casa.

—¿Le han dicho cuándo le van a dar el alta?

Se aprieta las manos.

—No dicen nada.

En la claridad de esta habitación, parece más pálida y su pelo más fino. Su cara tiene algo menos de ternura que cuando me la cruzaba en la escalera. Se inclina hacia mí para que su compañera no la oiga.

—¿Y cómo va mi huerto?

—Ayer subí a regar y todo está bien. Creo que los tomates estarán maduros la semana que viene. Se los traeré.

Esta perspectiva parece alegrarla. Le pregunto:

—¿Necesita algo más, alguna revista, el teléfono de alguien o de lo que sea?

Me contesta que no con un gesto de la mano.

—Tengo aquí todo cuanto necesito. Es como un hotel. Y solo tienes que encontrarte mal para que te den una habitación. Además, tengo tele.

Me señala la pantalla discretamente con el dedo. De nuevo en su rostro vuelve a esculpirse la fascinación. Murmura:

—Toda esa gente, todas esas historias, es una locura. La vida de otros en ese pequeño teatro. No sé si mucha gente la verá.

—Mucha, señora Roudan, mucha.

No me ha contado nada de su enfermedad. Tampoco yo me he atrevido a preguntar. He intentado entablar con ella una conversación pero debe de hacer mucho tiempo que no lo hace y sus respuestas son cortas. Antes de irme, le he prometido que volvería. Parecía contenta. Al abandonar la planta, he pasado por la sala de enfermeras.

—¿Podría por favor informarme sobre el estado de la señora Roudan, de la habitación 602?

—¿Es usted de la familia?

«Una mentira más o menos no puede hacer daño a nadie».

—Su sobrina.

La mujer consulta una carpeta.

—No hay nadie en el apartado de «avisar en caso de urgencia». Por favor, deme sus datos.

—Claro.

Le doy mi número de teléfono.

—¿Qué es lo que tiene?

—Sabremos más tras los análisis de la semana que viene. Cuando vuelva a visitarla, pida cita con el doctor Joliot. Él le explicará.

—Perfecto.

—Y aproveche el viaje para traerle a su tía algo de ropa porque ella ha traído muy poca. Le hacen falta camisones y algo con lo que salir a pasear por el jardín.

—Me ocuparé de ello.

33

Quizá parezca una tontería y más a mi edad, pero soy demasiado sensible a los actos que voy a realizar por última vez. Tiene que ver sin duda con el miedo a perder a alguien de quien ya os he hablado. Hoy es mi último día en el banco. Mi última cita, mi último plan de financiación, mi última caída del servidor. Resulta extraño sentir nostalgia por un sitio y un trabajo de los que, sin embargo, estoy muy contenta de irme. Me da la sensación de estar terminando un período de mi vida que no me correspondía. Antes de cambiar de tema, tengo que decir que debía mi disfraz de banquera a Didier.

No quiero hacer una fiesta de despedida con todo el mundo, pero al mediodía voy a comer con Géraldine. Mortagne ha intentado acoplarse pero ella no le ha dejado.

Esto también me choca. Me acuerdo de la primera vez que vi a Géraldine. Ella acababa de llegar de otra sucursal. Pero, para ser precisa, la primera vez no la vi, sino que la oí. Géraldine estaba en la oficina de la antigua directora y decía:

—Cuando monto en bicicleta, suelo inclinar la cabeza hacia la derecha porque he leído que más de la mitad de los accidentes afectan a la parte izquierda del cerebro. Y así, tengo más posibilidades de salir con vida.

Antes incluso de conocerla ya me había hecho una imagen de ella. Y sin embargo, aquí estamos las dos sentadas en la mesa, bajo el sol, en la terraza del restaurante Grand Tilleul. Solo una cosa me molesta: Géraldine lleva puestas sus gafas de sol. Que parezca la cabeza de una mosca no me importa, pero es que no le veo los ojos. Odio hablar con alguien y no saber qué mira.

Géraldine tiene mucha presencia. Sabe comportarse. Instintivamente, se coloca siempre en el mejor sitio. Los paparazzi pueden aparecer, siempre saldrá bien en las fotos. Ese es su instinto. Yo a su lado soy el patito feo. No tengo ni la actitud, ni un collar que deslumbra, ni un escote que atrae la mirada de los hombres. Hasta la manera de sostener el menú es de admirar. Se podría decir que es una reina a punto de leer un discurso a sus fieles súbditos.

—Yo tomaré tomates con mozzarella —dice—. Y luego dos postres.

—Yo tomaré lo mismo. Pero invito yo.

Hace un gesto al camarero, que se presenta a toda prisa. A mí ni me ha visto. Puede que le pregunte si quiere un cacharro con agua para su mascota.

—Te voy a echar de menos, Julie.

—Yo también. Pero podemos seguir viéndonos.

—Espero que sí. Ha sido todo un trauma aceptar que dejas el banco para convertirte en panadera. De hecho, me ha hecho reflexionar sobre mi propia vida.

«Dios mío, ¡qué he hecho!»

—… hace falta valor para replantearte la vida tal como tú lo has hecho. He decidido imitarte. Me he inscrito en el concurso de internos del banco. Voy a intentar ascender todo lo que pueda. Sé que no será fácil ya que no soy buena en todo, pero voy a trabajar duro e intentarlo.

—Es una buenísima noticia.

—Tú has sido mi fuente de inspiración, Julie.

—Estupendo. ¿Y con Mortagne?

—¿Raphaël? Es un amor. Solo hay que aprender a conocerlo.

«Solo hay que aprender a darle un buen guantazo».

—¿Vais en serio?

—Es demasiado pronto para decirlo. Quiere tener cinco hijos y ya me ha enseñado fotos de la casa que quiere que nos compremos, pero yo no estoy en ese punto. A pesar de todo, y que quede entre nosotras, quiero seguir con él.

—Géraldine, ¿puedo preguntarte algo?

—Lo que quieras.

—¿Puedes quitarte las gafas de sol? Me incomoda un poco.

—¿Por qué no? Conocí a un yorkshire castrado al que le producían el mismo efecto. En cuanto veía a alguien con gafas de sol, ladraba como un loco y mordía. ¿Tú no vas a ladrar, verdad?

«No, pero puede que te muerda para que el camarero que ya viene con los platos entienda que yo también quiero mi ración. Quizá sea por mi lado perruno que hablo tanto de gatos».

—Prefiero verte los ojos.

—¿Te parecen bonitos? —me pregunta mientras pone cara de actriz.

El camarero sirve la comida. Géraldine mira fijamente el contenido con ese estilo único suyo. ¿Qué pasará por su cabeza? La ciencia tiene en ella un elemento digno de análisis. Me guiña un ojo. Siento que se aproxima un comentario inolvidable, una sentencia absoluta:

—Siempre tengo el mismo problema con los tomates y la mozzarella.

—¿Sí?, ¿cuál?

—Me pregunto por qué no hacen mozzarella roja y tomates blancos. Así sería menos monótono, ¿no crees?

—Buen provecho, Géraldine.

No sé a vosotros, pero al principio de mi vida solo existían dos tipos de personas: las que adoraba y las que no podía aguantar. Mis mejores amigos y mis peores enemigos. Por los que estoy dispuesta a darlo todo y los que podrían irse a paseo. Luego se madura. Entre el blanco y el negro, se descubre el gris. Nos damos cuenta de que hay personas que no son del todo amigos, pero a quienes apreciamos, y otras que creemos que son más allegadas y que sin embargo no dejan de clavarnos puñales en la espalda. No creo que hacer este descubrimiento sea una renuncia o falta de integridad. Es solo otra forma de ver la vida. Gracias a esta filosofía, puedo disfrutar de la comida con la tarada de Géraldine Dagoin. La vida sin gente como ella sería mucho más triste y menos hermosa.

34

Mi primera jornada completa en la panadería. Ya soy oficialmente dependienta. Ayer tanto mis padres como Sophie me llamaron para desearme suerte. Todos me preguntaron también cuándo pensaba retomar mis estudios. Esperaba que Ric diera señales de vida, pero no lo he visto en todo el fin de semana. Ignoro incluso si habrá arreglado el calentador con Xavier. He comprobado cincuenta veces que mi teléfono tiene batería o que no está en silencio, pero nada, ni llamadas, ni mensajes. Debe de tener «cosas» que hacer.

En cuanto he llegado, Denis, el pastelero, ha venido a darme la bienvenida al equipo. Se ha puesto rojo y me ha dicho algo que no he entendido, pero que parecía amable. Julien también ha venido a recibirme. Uno de sus trabajadores me hizo una seña. Se llama Nicolas, parece simpático. Vanessa parece haberse hecho a la idea de que voy a ser parte del decorado. ¿Sentiría ella nostalgia por el lugar del que estaba a punto de marcharse? Sé lo que se siente.

Mientras colocaba unos pastelillos en una bandeja plateada, la señora Bergerot me ha explicado cómo va a ser la cosa:

—A partir de hoy, cada vez será más duro. La gente está volviendo de vacaciones.

Cuando abrimos no había casi nadie. Me dije que quizá se había equivocado y que todo el mundo estaba aún fuera. Me equivoqué. Desde las nueve, ha sido un no parar. Cada vez tenemos que servir más rápido, la cola se alarga hasta fuera del establecimiento. Jamás vi a tantas personas recién despiertas cuando estaba en el banco. La mayoría están morenas. Algunos adolescentes recitan la lista de la compra que han memorizado. A otros clientes a veces les da tiempo a contar sus vacaciones en pocas palabras. La señora Bergerot les responde siempre con las mismas frases pero teniendo cuidado de no repetirlas con alguien que haya podido escucharlas mientras esperaba su turno. ¿Os imagináis la disciplina y la memoria que hace falta? «Por su cara parece que han sido unas buenas vacaciones». «Lo importante es estar en familia». «Nunca he estado pero todo el mundo dice que es un lugar magnífico». «Una vez lo vi en un reportaje de la tele, era precioso, qué suerte tiene». «Se come bien allí, pero nunca como en casa». Treinta años de experiencia. Tiene decenas de frases en la recámara. Solo en una mañana he oído cada una por lo menos diez veces. Cuando todos los clientes habituales hayan vuelto, archivará las frases hasta el año que viene, como la decoración de Navidad. La mayoría ha veraneado en Francia, los menos se han ido fuera (todavía van vestidos al estilo de donde han estado para conservar un poco el ambiente). Los más horteras cuentan a voz en grito sus fabulosas vacaciones en fabulosas islas paradisíacas al otro lado del mundo.

A mitad de la mañana, una chiquilla entra y me quedo impactada. Es como verme veinte años atrás. Toda tímida, con su vestido recatado. Con mucho esmero y cuidado, da los buenos días a todo el mundo y pide una baguette. Cuando la señora Bergerot le da el cambio, cuenta las monedas y se precipita hacia la vitrina de los caramelos. Está en esa edad que yo bien conozco, en la que todo es posible. Solo se puede escoger un caramelo, pero antes hay un mundo de posibilidades. Un momento mágico. Es la primera vez que veo esta situación desde el otro lado del mostrador. Comprendo que la señora Bergerot se enternezca siempre. La niña escoge una coca-cola de pica-pica. Todavía tengo el sabor en la boca. Al principio, pica un poco en la lengua y se sienten los trocitos de azúcar raspando. Después, el sabor a coca-cola, la goma se vuelve más blanda y se muerde hasta que se mete el sabor entre los dientes. Me hubiera gustado ser yo quien atendiese a la niña, pero le toca a Vanessa. Seguramente regresará.

Todavía no me atrevo a dirigirme a los clientes. Les sirvo, les respondo, les sonrío, pero con cuidado de no preguntarles nada. Cada vez que alguien se me planta enfrente, experimento inmediatamente algo por él. Podrían ser o mis mejores amigos o mis peores enemigos. Pero ya sabemos que eso no es verdad.

Hay uno que repugna especialmente a Vanessa: un anciano, con una cabeza calva de contable, camisa hortera, pantalones sin forma y tirantes.

—De ese mejor ocúpate tú —me dice mientras aparenta trabajar en unos merengues—. No lo aguanto. Me da ganas de vomitar.

El tipo no parece la alegría de la huerta, pero de ahí a reaccionar de modo tan extremo… Es el quinto en la cola. La señora que está pagando cuenta que ha vuelto de ver a su familia de España. Lo hace con naturalidad. De pronto, el tío comenta en voz alta:

—Pues ya podía haberse quedado, que aquí somos muchos.

Silencio incómodo.

La siguiente señora se queja de no tener noticias de su hija, que está de viaje. Y el tipo suelta de nuevo un comentario:

—Quien espera, desespera.

Silencio consternado. Vanessa va a la trastienda mientras se sujeta el vientre.

—¡Pero si tenemos a una nueva! —dice el hombre.

La señora Bergerot toma el relevo:

—Buenos días, señor Calant. Parece estar en plena forma hoy.

—Es mejor que le digáis lo que me llevo, porque odio repetirme. No me gusta la incompetencia de los nuevos. No terminan de aprender. ¿Dónde está la Vanessita? Me habría gustado decirle hola.

—Se lo diremos de su parte —responde la jefa—. Julie se encargará de servirle.

Después se gira hacia mí:

—Dale al señor Calant media barra bien cocida, un pan de uvas lo menos pegajoso posible y un pastel de nata.

Me pongo a ello. El señor Calant sigue mis gestos con ojo crítico.

—No, ese pan no —me ordena—. Quiero el que está justo detrás.

Obedezco mientras observo al tipejo cuando de repente, a través del escaparate, veo a Ric que pasa corriendo. Pantalón corto y camiseta. Va a hacer su recorrido. Me pongo tensa. Sobre todo porque, a pesar de su velocidad, estoy segura de que lleva la mochila.

—El pastel lo quería de nata, ¿no?

El pejiguero pone los ojos en blanco y suspira ruidosamente:

—Mal empezamos. ¿No es usted capaz de retener ni tres cosas? ¡Más vale que espabile!

La señora Bergerot interviene:

—Es su primer día, señor Calant, ya verá como al final la adora.

Con un gesto desdeñoso me dice:

—Ver para creer.

Coge su compra, sus vueltas y sale de la tienda. Suena increíble pero, justo en el momento en que atraviesa la puerta, el ambiente se relaja. Como si todos, clientes incluidos, hubiéramos sentido un alivio paralelo. Vanessa ha vuelto.

No hemos tenido más sorpresas desagradables por la mañana. Vanessa me ha enseñado a cerrar y a bajar la persiana del escaparate.

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