Mañana lo dejo (15 page)

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Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

BOOK: Mañana lo dejo
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—El lunes por la mañana. Dejaré mi llave en su buzón.

—¿Dónde van a ingresarla?

—En el Louis Pasteur.

—Iré a verla.

—No hace falta. Ven, te enseñaré dónde pongo la regadera y los utensilios de jardinería.

29

Tengo la sensación de haber probado y vivido más cosas en tres semanas que en todo el resto de mi vida. Estoy completamente agotada. Demasiadas emociones, demasiado diversas. Dejé la baguette a la señora Roudan y bajé a casa. Me puse la camisa de Ric e intenté aclarar mis ideas. Todavía olía a quemado. Había metido con cuidado el ordenador destruido en una bolsa de basura y lo había guardado hasta que decidiera qué hacer con él. Encendí varias velas perfumadas. La mezcla de jazmín y componentes electrónicos quemados no es muy agradable.

Encima de la mesa y por la cocina se apilan todavía los restos de la cena interrumpida. Lo ordeno casi todo. No me apetece limpiar ni su plato, ni su vaso. Así todavía tengo la impresión de que él sigue aquí. Alguna vez he oído decir que si alguien bebe del vaso de otra persona, sabrá todos sus pensamientos. Tengo ganas de probarlo. Al fin sabría lo que opina de mí o por qué amontona tantos artilugios extraños debajo del fregadero. El chico, definitivamente, es raro.

Alguien llama a la puerta. Seguramente la señora Roudan, que ha olvidado decirme algo. Abro. No es la señora Roudan. Es el hombre dueño de la camisa que llevo puesta y que no debería haberme visto así.

—Hola.

—Buenos días, Ric.

Señala su camisa:

—Te queda bien. Quería agradecerte otra vez lo de anoche. Fue una cena rara pero me lo pasé muy bien.

—Yo también.

—¿Qué tal el olor de tu ordenador?

—Está metido en una bolsa. Luego lo bajaré a la basura.

—¿Quieres que intente recuperar tu disco duro?

—Si crees que va a servir de algo, encantada. Pero seguramente tienes otras cosas que hacer. No había nada importante.

—Me lo puedo llevar y lo miraré cuando tenga algo de tiempo.

—Muchas gracias.

Saca un papel del bolsillo.

—Toma, mi número de móvil. No suele estar encendido, pero nunca se sabe.

Cojo rápidamente el papel que me tiende y me precipito sobre mi escritorio para apuntarle el mío. Cuando me giro me sobresalto. Está aquí, en la habitación. Me ha seguido.

Encima de la cama deshecha, Toufoufou tiene los pantalones que me dejó anoche a medio poner.

—Y ahora, sin ordenador, ¿cómo vas a apañártelas?

—Tengo un ordenador viejo que puedo usar para leer los mails. Para lo demás, bueno, en una panadería no hay demasiadas presentaciones o informes que hacer.

—Claro.

—¿Sales a correr mañana?

—Lo voy a intentar, pero tengo algunas cosas que preparar.

«Cosas. Siempre tiene cosas que hacer, cosas que ver, cosas que preparar. Mejor sería que tuvieras cosas que besar, mimar, amar. Y yo soy una gran cosa».

Coge mi número de teléfono y se dirige hacia la salida. De pronto se acuerda del ordenador.

—Le voy a echar un vistazo. Hay menos de un veinte por ciento de probabilidades de que pueda recuperar algo, pero vale la pena intentarlo.

Nos damos dos besos y se marcha. No me doy cuenta inmediatamente de que se ha ido. Sin duda porque, sorprendida por su visita, no me ha dado tiempo a asimilar que ha venido. Necesito dormir porque si no voy a hacer cualquier cosa. Incluso más que de costumbre.

30

En la oficina el ambiente es diferente. Ahora que me voy, echaré de menos el mejor período que he vivido allí. Géraldine está mucho más tranquila. Hace lo que quiere con Mortagne y el resultado es espectacular. Menos peleas, menos tensión. En vez de hablarle a su planta, Mélanie comienza a dirigirnos la palabra. Ahora el que se va a cabrear es el helecho.

Mi última semana. Me resulta raro. Todo el mundo es amable conmigo. ¿Por qué es necesario que una tenga que marcharse para que la traten bien? ¿Porque nos van a echar de menos? ¿Porque ya no hay nada en juego? Preguntas sin respuesta.

Nada más sentarme en mi mesa, suena el teléfono. Es Sophie.

—Pero ¿dónde te metes? Resulta imposible localizarte.

—Hola, Sophie. No puedo hablar mucho, estoy en el trabajo.

—¿Me tomas el pelo? Serías la primera que está desbordada en el banco en pleno mes de agosto y a cuatro días de dejarlo. Bueno, cuéntame qué tal con Ric.

«Escapamos a un atentado, nos dimos una ducha juntos, me puse su ropa, se ha comido casi todo mi sueldo, ¡una locura!»

—Pues muy bien. Es un chico encantador.

—Julie, no me trates como si fuera tu madre. Quiero la versión real. ¿Qué hicisteis?, ¿intentó ligar contigo? ¿Estáis saliendo?

Tengo miedo de hablar y que alguien en el banco me oiga. Pongo la mano sobre el auricular:

—Es complicado hablar aquí.

—Vale, lo entiendo. Solo tienes que responder sí o no. ¿Hicisteis el amor?

—No.

—¿Es gay?

«Sería el drama de mi vida y me metería a monja».

—No lo creo.

—¿Al menos es simpático?

—Sí.

—Es genial hablar contigo. Sin duda eres mi mejor amiga. ¿Y has hablado ya con tus padres de tu reconversión?

—Una antigua vecina les ha dado ya un anticipo.

—¿Y cómo reaccionaron?

—Mejor de lo que esperaba. Estaban tan sorprendidos que no tuvieron tiempo de montar un número. Creo que están preocupados por la salud de mi padre.

—¿De verdad?

—Le hacen unos análisis la semana que viene.

—¿Y tu trabajo nuevo?

—La buena noticia es que voy a empezar a media jornada hasta que Vanessa, la otra dependienta, se vaya. Y, agárrate bien, voy a ganar lo mismo que aquí.

—Me alegro por ti. Y ya que estamos con las buenas noticias te comunico que la próxima cena de chicas es en casa de Maude. Somos demasiadas para tu pequeño apartamento y como el suyo es el más grande, se ha ofrecido a hacerlo. No me digas que estás frustrada, que después de tu cena con Ric ya no necesitas cobayas. Tú llevas las bebidas.

—Vale.

—Y no creas que te vas a librar de contármelo todo. Hace años que nos reímos de las historias de las demás, incluidas las nuestras. Así que no te vas a escapar. Te dejo. ¡Muchos besos!

31

El miércoles por la tarde fui a visitar a Xavier. Tenía ganas de saludarlo, pero para ser sincera, esperaba también cruzarme con Ric.

En cuanto entré en el patio de su edificio, me bombardeó una luz cegadora. Me tuve que tapar los ojos con las manos. ¡Lo que Xavier construía no era un coche sino un rayo de la muerte! Desvarío. Está compinchado con los extraterrestres que vienen del planeta de Ric, por eso se llevan bien. Y por eso también todos los hombres se llevan bien entre ellos, ¡porque vienen de otra galaxia! Tambaleándome, escapo del deslumbrante haz, que no es más que el reflejo del sol del nuevo parabrisas blindado.

Debajo del coche de Xavier, una larga chapa curvada se menea, unida a una horca, flotando ingrávida. Muy concentrado, Xavier la coloca con precisión de relojero. Está tan absorto que no se ha dado cuenta de que estoy ahí. El sudor le baja por la frente. Mueve la gran pieza un poco hacia la derecha, la empuja un poco más hacia el fondo, la mueve hasta debajo del motor, comprueba la perfecta posición de las calzas y la bloquea. Suspira, se incorpora y me descubre:

—¡Julie!, me has asustado.

—Hola, Xavier. ¿Qué estás haciendo?

Se seca la frente con la camiseta y me da un beso en la mejilla.

—Acabo de recibir la primera pieza pintada de la carrocería. Negro mate. Nadie la ha visto todavía, eres la primera. ¿Qué te parece?

—De categoría. ¿XAV-1 va a estar recubierto con ella?

Asiente con la cabeza como un niño orgulloso.

—Estará vestido en tres semanas. Mañana comenzaré con los ensayos del motor. Voy a aprovechar que no todo el mundo ha vuelto de vacaciones para no molestar demasiado.

Su coche va a ser algo grande y seguro que impactante también, pero yo he ido allí a tratar lo que me preocupa:

—No habrás visto a Ric, ¿verdad?

—No, hoy no. Creo que tenía cosas que hacer.

«Cosas, siempre cosas».

—¿Ya te ha comentado el problema con el calentador?

—Sí, me pasaré el fin de semana que viene. Tiene muy mala pinta.

«¿Quién tiene mala pinta? ¿Ric o el calentador?»

Con el reverso de su manga, Xavier limpia su flamante capó nuevo. Y como si nada, añade:

—Pero no solo me ha hablado de su calentador…

«¿Qué? ¿Qué más te ha dicho? ¿Sabes para qué servicio secreto trabaja? Confiesa o cojo la llave del buzón y te hago un rayón en el capó nuevo, con una risa sádica acompañada de un movimiento de cabeza hacia atrás».

—¿Ah, sí? ¿Y de qué más habéis hablado?

—El otro día, entre dos preguntas que me hacía sobre la resistencia de los metales, te mencionó mucho.

—¿De verdad?

—Sí, me preguntó desde hace cuánto nos conocemos, qué tipo de chica eres. Quería saberlo todo de tus amigos y de tus ex novios.

«Xavier, si le has contado algo te juro que le prendo fuego a tu cacharro».

—No te preocupes, no le he dicho nada. Pero tengo la impresión de que le interesas. Ya sabes a lo que me refiero. No sé qué piensas tú, pero parece un tío legal.

«No solo eso. Pero sería demasiado largo explicarlo».

—Gracias, Xavier, gracias por no haberlo soltado todo de mí.

Se incorpora y me mira a los ojos fijamente.

—No te preocupes. Sabes, Julie, puede que suene raro pero eres lo más parecido que tengo a una hermanita. Nuestros caminos van en paralelo desde hace mucho tiempo, nos tenemos el uno al otro y, sin embargo, nunca habrá nada entre nosotros. Así que debe de tratarse de afecto.

¿Cómo un hombre que acaricia la chapa como si fuera el pelo de una mujer puede crear frases que incluso a un escritor de novela romántica del siglo
XIX
le costaría escribir? Estoy desconcertada.

Pero como si no hubiera dicho nada especial, Xavier continúa:

—Ric es un hombre sorprendente.

—¿Por qué dices eso?

—Porque le interesan cosas sorprendentes.

«Deja de marear la perdiz, Xavier. Terminarás hablando. Mira que tengo la llave en la mano».

—¿El qué, por ejemplo?

—El otro día me hizo muchas preguntas sobre el metal, sobre cómo doblarlo y cortarlo. No creo que eso le sirva mucho para la informática.

—Seguramente se interesaba por tu coche.

—No, no lo creo. Yo le estaba hablando de molinos de ocho cilindros y de soldadura. Fue él quien orientó la conversación hacia lo que le interesaba. Confieso que me hizo preguntarme cosas.

—¿Qué cosas?

—Pues la verdad es que es divertido, pero si yo quisiera ayudar a alguien a escaparse de la cárcel habría hecho exactamente las mismas preguntas.

32

Os podéis imaginar el efecto que la frase de Xavier produjo en mi ánimo. Es difícil decirlo, un auténtico terremoto. La prisión más cercana se encuentra a unos sesenta kilómetros y es una penitenciaría de mujeres. Hola, depresión. Nada más leer su apellido en el buzón el primer día, casi lo había desenmascarado. Ricardo Patatras suena como un espía en fuga que planea sacar a la mujer que más quiere de la cárcel. Por ella, será capaz de cualquier cosa. Jamás pudo perdonarse que fuera atrapada en aquella misión en Novosibirsk. Prometió sacarla de allí. Después, huirán juntos a un terreno oculto en el corazón de algún bosque de Brasil lleno de animales encantadores. En una increíble mansión comprada por la CIA, vivirán su pasión, desnudos. Mi Ric con ese pedazo de guarra. Qué decepción más grande. Si la pillo, le parto las piernas con el capó de Xavier. Imaginármela en los brazos de Ric me da ganas de gritar. Mientras, yo seguiría atrapada en mi asquerosa vida, colando cuentas como pueda mientras espero a vender pan y yendo a cenas con solteras locas. Estoy destrozada. No he hecho más que llorar desde que Xavier me contó aquello ayer.

Me seco las lágrimas al llegar a la recepción del hospital:

—¿La habitación de la señora Roudan, por favor?

La chica teclea en el ordenador y comprueba la habitación en la pantalla. Es muy mona, tiene una maravillosa vida por delante y aun así parece triste. Puede que también su chico acabe de escaparse con una espía. Pensándolo bien, en lo que se refiere a hombres, experimentamos todas un poco lo mismo.

—Servicio de oncología. Tercera planta. Habitación 602.

—Gracias.

Las puertas del ascensor se han cerrado tan rápido que me han medio triturado la
religieuse
de chocolate que he traído.

Recorro los largos pasillos. La última vez que vine, fue para visitar a un compañero que se había roto una pierna. Había gente por los pasillos, pero en la planta de oncología me cruzo sobre todo con enfermeras y doctores con bata blanca. Llego hasta la puerta. Llamo suavemente.

—Entre.

No es la voz de la señora Roudan.

Entro. Dos camas. En la primera, una señora mayor muy estirada, con un camisón de flores amarillas y un peinado impecable de vieja institutriz. Me mira contrariada por haber interrumpido su contemplación de un programa de televisión en el que los candidatos deben responder preguntas absurdas con el refuerzo de risas enlatadas.

—Buenos días —sonrío tímidamente.

Inclinación severa de cabeza. Puede que esa mujer sea la celadora de la prisión donde está la guarra de Ric encerrada.

En la cama del fondo, cerca de la ventana, la señora Roudan todavía no se ha dado cuenta de mi presencia. Está fascinada por la televisión. La mira con los ojos maravillados de un niño delante de los escaparates de Navidad. ¿Puede ser que jamás haya visto la televisión? Me acerco:

—¿Señora Roudan?

Baja los ojos hacia mí y la mirada maravillada se convierte en una de extrañeza.

—¿Julie? ¿Qué haces aquí? ¿No te habrás puesto mala, verdad?

—No, estoy bien. Solo quería pasar a saludarla.

Parece más molesta que contenta.

—No hacía falta. Eres muy amable. Estoy acostumbrada a estar sola.

—Le traigo un pastel.

—Oh, eres un encanto.

—¿Puede comer de todo?

—Por ahora sí, pero tengo la sensación de que no tardarán en prohibírmelo.

Pongo el paquete en la mesita de noche. Mirada celosa de la vecina.

—Está un poco aplastado el papel por culpa de las puertas del ascensor.

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