—Según usted, ¿cuánto tiempo le queda?
—No le puedo dar una respuesta concreta. Algunos tratamientos pueden detener la enfermedad. Pueden estabilizarla. Aunque también puede agravarse rápidamente. En unos pocos días, cuando hayamos hecho más análisis, podremos ver la tendencia.
—En el peor de los casos, ¿cuánto le queda?
La pregunta es directa pero necesito saberlo.
—Lo siento, pero no tengo respuesta para eso.
—¿Está sufriendo?
—Según lo que nos ha contado y lo que sabemos por experiencia, pronto van a empezar los dolores. Pero claro, el dolor también es relativo y muy diferente en cada individuo.
—¿Qué se puede hacer para ayudarla?
—Su tía parece una mujer de bandera. Si me permite un consejo, siga comportándose con ella como lo ha hecho siempre.
—¿Y le ha hecho preguntas sobre su estado?
—Las enfermeras tienen la sensación de que no lo sabe todo. Por mi parte, prefiero no inquietarla.
—Gracias, doctor. Voy a ir a verla.
—Muy bien. Ah, se me olvidaba decirle que la hemos trasladado a una habitación individual. Ahí estará más a gusto.
Su nuevo pasillo es todavía más tranquilo que el anterior. Antes de verla, le he dado a las enfermeras unos útiles de aseo y unos camisones que le he comprado. También he hecho que le pongan una tele en la habitación. Cuando llamo a la puerta, su vocecita responde. Meto la cabeza:
—Buenos días, señora Roudan.
—¡Julie! ¿Pero ya ha pasado una semana?
—No, pero los tomates estaban muy maduros… y quería aprovechar mi día libre.
Se levanta trabajosamente. Abro la tartera debajo de sus ojos.
—¡También hay fresas! —exclama.
Aspira el ligero perfume con los ojos cerrados.
—Pronto le traeré más. Su huerto es maravilloso.
—Te agradezco mucho que te ocupes de él.
Me instalo en una silla frente a ella.
—Ya veo que la han puesto en una habitación más tranquila.
—Sí, pero prefería la anterior. La vecina no era muy simpática pero al menos tenía televisión.
—No se preocupe. Mañana a más tardar tendrá una aquí.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Y no tendré que pagar nada?
—No, señora Roudan. No se preocupe por nada.
Cambio de asunto:
—¿Cómo se encuentra?
—No tengo mucha hambre, pero tampoco es que aquí haga yo gran cosa. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
Le hablé de la panadería, del trabajo, de los clientes. También le hablé de Ric, bastante. Me sentó bien. Era como hablar con mi abuela. Contando todo lo vivido con Ric, finalmente, he logrado dominar mis sentimientos. La señora Roudan parecía feliz de escuchar mis historias. Su cara se animaba. Pasé más de una hora con ella. Comencé a darme cuenta de que parecía cansada. La dejé tras prometerle que como tarde el lunes siguiente vendría a verla. Me pidió un beso de despedida. Acepté de buen grado. Por ella y por mí. En el estado en el que me encontraba, la más mínima muestra de afecto me ayudaba a sobrevivir un cuarto de hora más.
No me lo esperaba, pero esta mañana me va a tocar hacerme cargo de todo. Estoy desbordada. Vanessa se las ha arreglado para que el médico le dé la baja. La señora Bergerot parece preocupada, pero no mucho. Me toca a mí subir la persiana. En la acera, Mohamed me saluda. Me acerco a hablar con él:
—Bueno, ¿qué tal va todo? —me pregunta—. ¡Ya veo que te han contratado!
—Estoy contenta, la verdad. Cuente conmigo para intentar mejorar su relación con la señora Bergerot.
—No te preocupes por eso. De hecho, voy a confiarte un secretillo: a veces, pongo a propósito las cajas delante de la tienda para que salga. De otro modo nunca nos hablaríamos. Es una buena mujer, pero la única manera de hablar con ella es o bien comprarle pan o hacerla enfadar.
Miro a Mohamed con los ojos como platos. Él, con una sonrisa maliciosa, me dice:
—Y ahora corre a tu sitio, que ya tienes un primer cliente.
Cada hora tiene su propio público. La primera es para los que van a trabajar, que preceden a los que tienen hijos que todavía no han empezado el colegio. Lo único que echo de menos del banco es no pasar a comprar mi croissant. Ahora tengo una montaña de ellos permanentemente y, de repente, ya no los como.
Aprovechando un momento en el que la tienda está vacía, la señora Bergerot se acerca.
—¿Por qué miras hacia la calle así? ¿Tienes miedo de que los clientes dejen de venir?
«No, tengo miedo de que Ric no vuelva. Espero al menos verle pasar. Solo eso. No servirá de nada porque no podré salir corriendo detrás de él, pero al menos sabré que no se ha mudado».
La señora Bergerot continúa:
—No te preocupes, lo vas a hacer muy bien.
Sé que habla del trabajo, pero me habría gustado que lo hiciera de Ric.
—Ahora que Vanessa ya no está, vamos a tener que organizarnos. Puedes conservar mi bata. Y si crees que eres capaz, puedes empezar a ocuparte de la caja. Pero ten cuidado que es muy serio. Esta tienda es el gana pan de ocho personas.
«Qué gracia decir que una panadería es el gana pan».
Duda antes de añadir:
—Personalmente, y aunque vaya a ser más duro para nosotras dos, me alegro de que Vanessa ya no esté aquí. No era muy simpática contigo y tampoco con los chicos de la trastienda.
Con los brazos en jarra me contempla con su bata:
—Si alguien me hubiera dicho que trabajarías algún día aquí no me lo habría creído. Te conozco desde que eras muy pequeña. ¿Te acuerdas de aquel día que te eché la bronca?
«¡Y que lo digas! Todavía me pone la piel de gallina. ¿Por qué crees si no que le digo hola a todo el mundo cuando entro en cualquier sito?»
—Sí, me acuerdo.
—¿Qué edad tendrías?
Una clienta empuja la puerta. No la reconozco en el momento. Es la librera. Una mujer encantadora. La señora Bergerot rodea el mostrador para darle un beso.
—¡Bueno, Nathalie! ¿Qué tal las vacaciones?
—Hice como me dijiste, pero Théo, de la noche a la mañana, parece ser otra persona. En dos días, se ha echado su primera novia. ¿Te das cuenta?
Es asombroso lo diferente que puede ser alguien cuando lo conoces fuera de su marco habitual. Para mí, la librera era una mujer culta, discreta, que solo te aconseja si se lo pides. La he visto entusiasmarse tanto con libros de teatro clásico como con los de cocina. Quién hubiera podido adivinar que detrás de aquella fachada se escondía una mujer afectuosa y visiblemente triste.
—Ya no sé qué hacer —confía tristemente—. Si intento hablar con él, me rechaza. Eso sí, cuando necesita algo de mí tengo que estar al momento.
—A los quince, los críos nunca son fáciles. Hay que darles tiempo. Está intentando encontrar su lugar, saber quién es. Théo es buena persona, ya se calmará.
—Si tan solo tuviera a su padre cerca…
Se llama señora Baumann y me acuerdo de que fue una de las primeras personas que me causaron una gran impresión. Estaba en quinto de primaria y había ido a su tienda a comprar un
Britannicus
de Racine, que nos habían mandado en el cole. No me apetecía en absoluto. Ante mi aspecto enfurruñado, abrió el libro y leyó algunas frases. Entre las pilas de libros comenzó a declamar como una auténtica actriz trágica. Fue al mismo tiempo divertido y misterioso. Solo con algunas citas consiguió despertar en mí la curiosidad por descubrir cómo seguía el texto. No debe de acordarse. Ni siquiera me ha reconocido.
Se va con tres barras de pan, mantecados y unas minipizzas que seguramente Théo engullirá antes de seguir con su vida. Cuando la señora Baumann cruzó la calle, la dueña dijo algo que no olvidaré jamás:
—¿Sabes, Julie?, cuando veo la pena que embarga a las madres cuando sus hijos se alejan, dejo de lamentarme por no tener críos.
Sabía que no lo pensaba en realidad. La había escuchado varias veces quejándose de lo contrario. Hay que intentarlo todo, a riesgo de acabar decepcionado. Hay que darlo todo, a riesgo de que nos lo roben. Si Ric pasara en ese momento, lo tomaría como una señal y mi ánimo remontaría como una flecha. Pero por más que me dejo los ojos mirando la calle, solo veo desconocidos.
De pronto me fijo en Mohamed, quien, haciéndome un guiño, acaba de colocar su pizarra de ofertas al borde de nuestro escaparate. Le sonrío. La señora Bergerot sale del almacén. Sus detectores de intrusión parpadearon y reacciona al momento.
—Pero habrase visto. Parece que lo hace a propósito. Voy a decirle un par de cosas.
Sale como el séptimo de caballería. Los veo, pero no los oigo. La guerra entre Françoise y Mohamed. Aunque al principio me horrorizara, ahora me enternecen. ¿Se dará cuenta la señora Bergerot del juego de su vecino?
La señora Bergerot tiene una manía que me gusta mucho: compara a menudo a la gente con pasteles o con bollos. Fulanito es un buñuelo, Menganito un pan duro, Julien es amable como un brioche y Vanessa es un pastel. A ella también le funciona, viéndola con Mohamed, me doy cuenta de que bajo la dura corteza, hay una miga tierna.
Las horas pasan, luego los días. Podéis imaginaros el estado en el que me encuentro. Ya no soy capaz ni de ponerme la camisa de Ric, me da la impresión de que en cierto modo también me rechaza. No ha venido a comprar el pan, ni siquiera ha pasado por delante de la tienda. Estoy segura de que me evita. ¿Dónde se mete? ¿Acaso pasa reptando por la acera para que no lo vea? ¿O más bien va por otra calle para no tener que pasar por delante? ¿O se ha colgado de su calentador nuevo porque fui insoportable el otro día? Cualquiera que sea la respuesta, es todo mi culpa.
Mañana es domingo, hará exactamente una semana que no nos vemos. Me he decidido a enviarle un mensaje de móvil. No estoy acostumbrada a hacerlo y encima tengo que escribir, y es aún más difícil porque será Ric quien lo lea. Tras una madura reflexión (dos noches enteras), opto por un: «Espero que estés bien. Espero también que nos veamos pronto. Un beso. Julie». Sophie se hubiera reído de mí por escribir con tildes y puntuación. Pero, francamente, ¿me imagináis escribiendo «K tal? T exo d - bss ;)»? Un auténtico progreso de la civilización.
Tuve que volver a escribirlo ya que me temblaba tanto la mano al enviarlo que sin querer le di a «eliminar mensaje». ¿Es o no es una señal? Después, a esperar. Tengo el teléfono en modo vibrador en un bolsillo de atrás. En cuanto mi culo vibre, espero que sea Ric. ¿A quién más le podría decir algo así?
Mientras espero, me refugio en el trabajo. Me he convertido en la reina de las tartaletas, la experta del pan demasiado cocido. Todas las mañanas, hacia las once y cuarto, se presenta ante mí la prueba del día: el señor Calant. Nicolas tiene razón: es un sóspido. Y también un «repuyecto», repugnante y abyecto. Además, creo que solo se ducha una vez a la semana, los viernes por la tarde, porque su aspecto mejora un poco. Esta mañana lleva una camisa fea, pero menos sucia y el pelo le brilla también menos. Como Vanessa ya no está, me he convertido en su diana particular. Sospecho que viene más tarde para que haya cola. Así, como la rata que es, puede escuchar a los demás y criticarlos.
El miércoles, había una señora que no se decidía a elegir un pastel, y él soltó:
«Conocer a los demás es prudente, pero conocerse a uno mismo es de sabios».
Pero ayer se llevó la palma. Detrás de él, a una mujer embarazada todo el mundo le cedió el turno. Ella llegó a su lado y él la bloqueó:
—Lo siento, pero yo estaba antes. La paciencia es la madre de la ciencia.
Pensé: «Algún día, mi puño será el padre de tu chichón, so rata». Es un tipejo muy desagradable.
Esta tarde he recibido una noticia que me ha levantado el ánimo un poco. Aunque no tenga nada que ver con Ric. Pero es una de esas nuevas que consiguen enriquecer el concepto que se tiene de la humanidad. Una clienta nos ha contado que el vendedor de los grandes dientes que vive en el edificio de Xavier, Kevin Golla, se ha ido a África para ayudar durante tres semanas a una asociación que construye pozos. Sorprende de alguien tan pretencioso como aquel vecino, pero hay que saber quedarse con los aspectos positivos. En todo lo que nos ocurre.
Sigo sin noticias de Ric. Ni tampoco de Xavier. Con mi suerte seguramente habrán decidido irse a vivir juntos, en pareja.
A la hora de cerrar, echo el cierre de la puerta y bajo la persiana, no sin antes atender al que llega en el último segundo. Paso por el horno y por el laboratorio a decir adiós a todos. No quiero entretenerme mucho ya que quiero hacer algo que he dejado esperar demasiado tiempo.
Voy hasta el restaurante chino. Cojo aire y empujo la puerta.
—Buenas noches. ¡Cuánto tiempo sin verla! —me suelta el señor Ping con su inimitable acento asiático.
—¿Qué tal va todo?
—Bien. ¿Y usted? He oído que ahora trabaja en la panadería. Es un buen lugar. Además, con una chica tan guapa, el negocio pronto va a subir como la espuma.
—Muchas gracias.
—¿Y qué es lo que quiere que le prepare? ¿Lo quiere para llevar?
—Rollitos de primavera y raviolis con gambas.
—Excelente elección.
—Señor Ping, estuve en la catedral el domingo pasado y tengo que confesarle que me impresionó la actuación de su hija. Lola estuvo extraordinaria. Lamento que no le dieran el premio que se merecía.
Se queda inmóvil. Lentamente levanta la mirada. Su habitual sonrisa desaparece. Mira alrededor y luego se inclina sobre mí para decir por lo bajo:
—Es usted la primera que me lo dice. No se imagina.
Se para a mitad de la frase. Ya no tiene ningún acento. Me hace una señal para que lo siga a la parte de atrás. Cruzamos una cortinilla de cuentas. Cuando llegamos a una escalera que asciende al piso superior, grita:
—Lola, baja, por favor.
Luego se gira hacia mí:
—¿Podría por favor repetirle a mi hija lo que me acaba de decir? Lleva llorando una semana. ¿Cómo puede uno animar a un niño a que se esfuerce cuando le traicionan así? El alcalde se lo había prometido.
Pasos en la escalera. La niña aparece. Tiene un aspecto muy normal. Tanto que al no llevar un teclado en las manos, nada la distingue de cualquier otra niña. Se oyen más pasos en la escalera. También sale una mujer. El señor Ping le tiende la mano:
—Le presento a mi mujer, Hélène. Cariño, esta joven es una clienta que ha venido a…