—Dudaba si contártelo pero creo que no podría mirarte a los ojos si te lo ocultase. Prométeme que no vas a hacer ninguna tontería.
—Venga, Sophie, me estás dando miedo. ¿Qué es lo que sabes?
—Primero promételo.
«Me importa un pito, podría prometerte que la Tierra es plana con tal de que me lo cuentes».
—Te lo prometo.
Saca un sobre de su bolso. Dentro hay un artículo de periódico que despliega y me tiende.
«La célebre marca Debreuil va a abrir un museo en su finca. En él se expondrán las más bellas piezas de la colección familiar, obras de arte de valor incalculable adquiridas por Charles Debreuil y su descendencia por todo el mundo, incluida la colección de joyas de su nieta y actual directora, Albane Debreuil. Gente de todo el mundo podrá admirar los fabulosos tesoros de una de las más prestigiosas dinastías de artesanos. La apertura tendrá lugar dentro de tres semanas, el 1 de noviembre, en presencia de numerosos políticos y personalidades…»
He aquí lo que Ric está esperando, esa es su presa. Todo se confirma. Estoy locamente enamorada de un ladrón. Feliz cumpleaños, Julie.
Con el regreso de las lluvias ya no es necesario que suba a regar el huerto de la señora Roudan. Estoy a punto de recoger los últimos calabacines cuando mi móvil comienza a sonar.
—¿Es usted Julie Tournelle?
—Sí, soy yo.
—La llamo a propósito de su tía, Alice Roudan.
—¿Qué le ocurre?
—Siento comunicarle que ha fallecido esta mañana. Mi más sincero pésame.
Me pongo de pie entre los arriates, con las manos llenas de tierra. El viento sopla por encima de los tejados. Es un día gris. Vértigo.
—¿Ha sufrido?
—A priori no. Aumentamos las dosis de morfina. Su cuerpo está en la morgue, puede verla si quiere. Ha dejado unos papeles para usted.
—Ahora mismo voy.
—Como desee. Ya no hay mucha urgencia.
Cuelgo y me siento en el suelo. Las lágrimas llegan de inmediato, cálidas y abundantes. Lloro mientras acaricio las plantas. Ya no verá las últimas flores de su jardín. No siento el mismo dolor que cuando David se estrelló con su moto. Esta vez no hay indignación, no hay rabia, solo un inmenso dolor. La primera vez que sentí algo parecido fue cuando murió Tornade, el perro de mis vecinos. Vi su cadáver a través de una puerta semiabierta mientras mis padres hablaban con sus dueños. Ya no volvería a ladrar, no vendría a buscarme para que le lanzara su pelota. Me fui corriendo hasta el último rincón del jardín y me escondí en un hueco tras el macizo de lilas. Era mi refugio secreto. En este momento daría cualquier cosa por estar ahí. Mis padres me buscaron y llamaron pero yo no respondí. Necesitaba estar sola. No fue hasta la noche que mi padre, mientras la policía se dedicaba a buscarme por las calles, decidió dar una vuelta más por el jardín y me localizó agazapada tras las plantas como un gorrión asustado. Me abrazó y lloramos juntos. Era mi primera vez, mi primer cadáver, la primera muerte de una criatura que quería. Después hubo otras. La segunda lección llegó unos meses más tarde. Cuando mi tío murió, no lloré. Para ser sincera, ni siquiera me apenó. Me di cuenta con horror que prefería mil veces el perro de mis vecinos que a aquel viejo gruñón. Me dio vergüenza, pero aprendí a ver las cosas de frente. Siendo honestos, no se ama a la gente por parentesco o lógica. Hay algo más. Algo irracional que solo se mide en ocasiones como esta. La señora Roudan acaba de morir y mi tristeza es infinita.
Cuando llego al hospital todo el mundo me trata como si fuera de la familia. Me proponen ir a ver el cuerpo. Acepto. Apenas reconozco a Alice. Quizá por culpa de las luces de neón o porque ya no hay ninguna vida en ella. Hace dos horas me ocupaba de sus verduras y de pronto me encuentro allí, frente a ella, con miedo a acercar mi mano a su cuerpo. Sin embargo, le debo ese último gesto de afecto. Está fría. Me vuelvo a echar a llorar. No era nadie para mí y a pesar de eso siento que va a dejar un enorme vacío.
—¿Ha pensado ya en el funeral?
—¿Necesita la respuesta ahora?
—¿Sabe al menos si la quiere enterrar o incinerar?
—Enterrar. Creo que hay un panteón familiar en el cementerio del norte. Su madre y su hermano ya están allí. ¿Están seguros de que no tiene más familia que yo?
—Más bien es usted quien debería decírmelo. En la hoja de contactos solo figura usted y todos los papeles que ha dejado están a su nombre.
—¿Qué papeles?
La enfermera me tiende un sobre bastante grueso. Lo cojo y me instalo en la sala de espera. Saco los papeles. En primer lugar aparece la foto de su hermano. Luego papeles oficiales con sellos de notarios. Todo parece haber sido firmado el mismo día, la semana pasada, al día siguiente de mi última visita. También hay otro sobre más pequeño con mi nombre escrito. Lo abro.
Mi querida Julie,
Siento que me voy a ir y creo que no aguantaré hasta tu próxima visita. Así que he decidido dictar esta carta a una enfermera. No poseo gran cosa, y como no tengo familia me alegro de dejártelo a ti. Tengo un último favor que pedirte: entiérrame junto a mi hermano y mis padres. Volveremos a ser una familia. Y ven a vernos de vez en cuando. Mi casa está ahora a tu nombre. No creo que valga mucho pero así podrás retomar tus estudios. Espero que todo vaya bien con Ric y que seáis muy felices. Me hubiera encantado veros juntos. Has sido el último rayo de sol de mi vida. Contigo he sentido que tengo una hija de la que estar orgullosa. Te planteas muchas preguntas. Sé que encontrarás las respuestas. A tu edad no debes mirar el pronóstico del tiempo para hacer lo que desees. Son los viejos los que miran las previsiones antes de salir. En fin, gracias por todo. Y no olvides nunca, mi pequeña, que tienes la suerte de estar viva, y que nada es imposible.
Un beso,
Alice
El jueves por la tarde la señora Bergerot se queda atendiendo sola la panadería. Sophie, Xavier y Maëlys me acompañan al cementerio. Ric también ha venido. No sé qué me emociona más, si el fallecimiento de Alice o el hecho de que mis amigos no me hayan dejado sola en ningún momento. Llevo apretada contra mi pecho la foto de su hermano y su carta. No llueve pero el cielo tiene un color plomizo. Nos hemos vestido todos de negro y esperamos el coche fúnebre ante el cementerio. El viento sopla entre los álamos, las hojas salen volando. Nadie habla pero estamos juntos.
Cuando llega el coche lo seguimos hasta el lugar en el que los sepultureros han abierto la fosa familiar. Vivo la escena en una especie de ingravidez, como a cámara lenta. Los hombres sacan el ataúd. Lo ponen en el hueco y esperan mi señal para comenzar a bajarlo. Lo posan justo encima del de su hermano. En ese momento quiero creer que se han reunido en un mundo mejor. Espero que se hayan reencontrado y que no se separen nunca.
Me sitúo junto a la tumba. Arrojo las flores. Sophie llora. No debe de ser fácil para ella ya que perdió a su padre hace tan solo un año. Xavier y Maëlys, con el semblante serio, no me quitan ojo. Ric se mantiene rezagado, como si se escondiera. Cuando me aparto para dejar trabajar a los hombres, observo su cara desencajada. Parece inmerso en una tristeza que no puede ser producto de la simple empatía.
Nos quedamos hasta que colocan la lápida. Pronto habrá un nombre más grabado en ella. El cementerio está desierto. No sé rezar. Me agacho y acaricio la piedra. Murmuro suavemente:
—Buenas noches, Alice. Abrázalos de mi parte. Pronto volveré. Te lo prometo.
Mi aspecto debe de ser realmente lamentable porque todo el mundo es extremadamente amable conmigo en la panadería. La situación con Ric me consume. El desfase entre lo que aparentemente vivimos y lo que ahora sé es demasiado grande. Me da vergüenza, pero el duelo de la señora Roudan me permite tener mal aspecto sin que nadie me pida explicaciones.
Ya no consigo alegrarme con nada. Solo pienso en sus planes de robo y la apertura del museo. La fecha se acerca. Solo quedan dos semanas. ¿Llevará a cabo el golpe justo antes? ¿Huirá inmediatamente después? ¿Me propondrá que me vaya con él? Entretanto se comporta como si nada, y yo toda angustiada.
Ver desfilar a los clientes me permite cambiar de aires. Cada una de sus conversaciones, por muy anodinas que sean, las paso por mi prisma de duda. He notado una cosa a fuerza de observar a las chicas más jovencitas que pasan a comprarse ensaladas para la comida. Ya no hablan de chicos o de amor como yo lo hacía a su edad. Las escucho. Se animan, se creen algo. Y por encima de todo, tienen esperanzas. Me enternecen. Cada generación tiene su propio código, su vocabulario. Dependiendo de la edad, nos hemos sentido arrebatadas, apasionadas, flipadas o colgadas por alguien. Sin embargo, sin importar la época, algunas palabras permanecen inmutables, al margen de la influencia de las modas. Querer, esperar, aguantar, llorar. Nadie, ni siquiera estas niñas despreocupadas, se atreve a jugar con la verdad profunda de nuestro destino.
Ric iba a pasar a verme esta mañana pero no lo ha hecho. Es ya la hora del cierre de mediodía. Acompaño a la puerta a la última clienta y echo el cerrojo. Mientras bajo la persiana, Mohamed me saluda. Le respondo. Es bueno saber que lo tengo ahí. Solemos charlar un poco cuando llego por la mañana o a la hora del cierre. Cuando llueve se ve obligado a colocar una lona. Me pregunto cómo es su vida fuera de las horas de apertura. Aunque visto el horario de su tienda, no debe de quedar gran cosa.
Al llegar la tarde comienzo a preocuparme por Ric. No es normal que me tenga sin noticias tanto tiempo. Lo llamo al móvil.
—¿Ric?
—Hola, Julie.
—¿Dónde estás? Apenas te oigo.
—Mierda, ya son las tres. Llevo dormido desde ayer por la tarde. Creo que he cogido frío.
Tose, se medio ahoga. Jamás lo había oído así.
—¿Estás tomando algo?
—Café y aspirina.
—Voy a la farmacia y paso a verte.
—No te preocupes. Mañana estaré bien.
—¿Tienes fiebre?
—Si esperas que me ponga un termómetro…
—¿Tienes la frente caliente?
—Más bien helada y con sudor.
—Descansa. Hacia las ocho estaré allí con lo que necesitas.
—De acuerdo.
No intenta detenerme. Mi abuela solía decir que los hombres enfermos son como lobos heridos: solo dejan que se les acerquen las personas en quienes confían. Me sube la moral el tener una cita con un lobo.
Arraso en la farmacia. Tanto es así que la señora Blanchard me avisa de que puedo devolver lo que no utilice. La primera vez que llamo a la puerta de Ric no me abre. Llamo más fuerte y una voz de ultratumba me dice que pase. La puerta está abierta.
Lo encuentro en su cama, pálido y tapado con el edredón hasta las orejas.
—No quiero contagiarte.
—¿Cuánto tiempo llevas así?
—Ayer por la tarde comencé a temblar. ¿Qué es esa bolsa llena de medicinas? Te lo advierto, nada de supositorios.
Me siento en el borde de la cama.
—¿Puedo al menos tocarte la frente?
Acepta con un movimiento de cabeza.
Cuando me acerco a él, cierra los ojos como un animal herido que de pronto encuentra cierto consuelo. Está hirviendo.
—¿Tienes los ganglios inflamados?
—No lo sé.
—¿Me dejas?
Aparta el edredón. Tiene el torso desnudo. Le palpo el cuello. Su barba incipiente me raspa los dedos. Me encanta esa sensación.
—¿Y bien?
«Deberíamos llamar a un médico pero prefiero que sufras un poco y ser yo la única en curarte».
—Te voy a preparar un brebaje casero y te voy a dar jarabe. Has debido de coger frío. Claro, ¡siempre corres en camiseta de manga corta!
Sonríe.
—Julie, ya tengo una madre y todavía no estamos casados.
¿Qué ha dicho? ¿Casados? Sus ojos brillan. Voy a perder la compostura. Hace semanas que no me hace sentir así. De pronto ya no lo veo como un ladrón, vuelvo a confiar en él, me siento como el primer día. Necesito alejarme o acabaré lanzándome a su cuello y obligándole a pasarme sus microbios por la boca.
—Supongo que no has comido nada, ¿no?
—Me planteé zamparme unas buenas salchichas con chucrut y una triple cheeseburger con mucha mayonesa, pero solo de pensarlo tengo ganas de vomitar.
—No debes estar con el estómago vacío. Aunque estés malo tu organismo necesita alimentos. Voy a prepararte un buen caldo.
«Ya está, qué horror. Acabo de cumplir veintinueve y ya hablo como mi madre. Estoy jodida, el tiempo comienza a hacer estragos. Un día de estos le recordaré que se ponga las zapatillas y él me llamará
mamá
delante de los niños».
Voy hacia la cocina.
—¿No tendrás nada en la nevera para preparar algo ligero?
—¿Un caldo de pizza con nuggetsde pollo y paté, por ejemplo?
Abro la nevera. Es genial. Me siento como en casa, en nuestra casa. En la mesa de la cocina veo las famosas carpetas, apiladas en dos columnas. Ninguna inscripción que dé una pista sobre su contenido.
Ric masculla:
—Odio estar enfermo.
«¡Qué descubrimiento! ¡Un tío que odia estar enfermo! Si alguien encuentra a uno que no monte un número cada vez que intentan curarlo, que no imposte una agonía digna de un torturado por la Inquisición, habría que hacer un documental».
Ric se quita el edredón. Efectivamente, tiene el torso desnudo. Quizá incluso esté del todo desnudo. Vuelve a protestar:
—Tengo calor, luego frío. No puedo más. ¿Y si abrimos la ventana?
—Tienes razón, una buena corriente de aire y así podrás coger una pulmonía.
—Me estoy asando en mi propio jugo desde ayer. Me sentiría mejor si me diera una ducha.
Tengo la sensación de que quiere levantarse. Me siento terriblemente incómoda. Voy a volver a mi casa a por lo necesario para hacer un caldo. No tengo ningún interés en verlo en bolas en esas circunstancias. Es muy fuerte lo de los hombres. Son capaces de mostrar su culo antes que abrir su corazón.
—Voy a bajar a buscar verduras.
—¿Volverás?
Por su voz parece que lo está deseando.
—Vuelvo en diez minutos. El tiempo de darte una ducha si quieres.
—Vale, dejo abierto.
La verdad es que solo necesito tres minutos para llegar a casa, coger lo necesario y volver a subir. Pero voy a darle tiempo. Puede sonar mal, pero me encanta que esté enfermo. Estoy con él, como si compartiéramos nuestras vidas, como si en el mundo solo existiera nuestra relación. Me necesita, lo cuido y nada ni nadie se interpone entre nosotros. La vida ideal: un tío con una gripe tremenda y una chica que le prepara sopa.