Read Mañana lo dejo Online

Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

Mañana lo dejo (27 page)

BOOK: Mañana lo dejo
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Decir que no me altero sería mentir. Durante ese medio segundo mi párpado izquierdo se pone a temblar, mi mano se crispa sobre el mantel, me golpeo la pierna izquierda con la derecha y, de haber tenido comida en la boca, mi padre habría acabado regado con ella.

Los tres tienen los ojos fijos en mí. De hecho me da la sensación de que todo el restaurante me observa atentamente. Pero solo soy capaz de soltar una carcajada nerviosa que evoca más los sofocos de un cerdo que el brillo cristalino de una sutil risa femenina.

Mi padre viene al rescate.

—Élodie, déjalos tranquilos, no es asunto nuestro.

«Gracias, papá. Menos mal que estás aquí».

—¿Y por qué no puedo preguntar? Es natural que una madre quiera saber, ¿no, Ric?

«Te lo mereces. A ver cómo te deshaces de esta patata caliente. Apáñatelas, cariño».

Ric baja la mirada. Juguetea con su tenedor. Me siento incómoda por él. De repente, levanta los ojos y los clava en mi madre:

—No tengo la respuesta a su pregunta, señora. Lo que sí sé es que jamás le había tenido tanto aprecio a nadie como a su hija.

De la impresión, mis ojos se ponen a parpadear y estoy a punto de autofracturarme la tibia. Casi me caigo de mi silla, y diría incluso que se me cae la baba.

Miro a Ric. Está sereno. Aunque oculte algunas cosas, no me cabe duda: lo que acaba de decir es verdad. Tengo la piel de gallina. Mi padre me mira. Se le ve claramente satisfecho del joven macho. Mi madre parece totalmente hechizada. Ric está frente a nuestra familia. Parece sencillo, sincero y frágil. Sin embargo, jamás lo había visto tan fuerte. Se ha atrevido por mí. Los dos hombres de mi vida asumen riesgos: uno para protegerme y el otro para ayudarme. ¿Qué mejor regalo se le puede hacer a una mujer? Soy una princesa y mi padre el rey. Ric es mi caballero andante y yo me encuentro en un castillo sitiado por vieiras. La vida es magnífica.

63

La lluvia cae desde hace horas. Hacía mucho que no ocurría. Nadie se esperaba la llegada del otoño pero esta mañana está aquí. La calle parece más oscura, los coches pasan salpicando y la gente ha sacado sus paraguas y apura el paso.

La caída de la temperatura y el tamaño de las gotas de lluvia alimentan la mayoría de las conversaciones. La señora Bergerot saca su nuevo repertorio de frases hechas. Estoy en un sinvivir porque mis padres piensan pasar a lo largo del día a admirar lo bien que trabaja su hija. También quieren saber cuándo me tomaré vacaciones; están impacientes por recibirnos. Temo su visita, pues en general, cuando los veo delante de gente, se creen obligados a tratarme como si tuviera seis años.

Al final de la mañana la panadería está repleta. La gente se apiña dentro para que nadie tenga que esperar bajo la lluvia. Hace su entrada el señor Calant. Las gotas de lluvia brillan sobre su pelo grasiento. Parece feliz. Diría que su naturaleza de gasterópodo viscoso lo lleva a disfrutar de las inclemencias del tiempo, pero pienso que es más bien su espíritu rancio que se alegra ante el mal humor de sus congéneres.

—O se pone una segunda caja o se contrata a dependientas que sepan hacer su trabajo.

Indiferencia generalizada. Yo ni pestañeo, sigo a lo mío. La señora a la que atiendo tiene la feliz idea de comentar que la humedad le provoca dolor de huesos. El otro aprovecha para soltar una de sus frases lapidarias: «La gente da importancia a cosas que no la tienen». Espera a sufrir una rotura de pelvis y te lanzaremos de vuelta tu propia frase. Debemos tener paciencia, en solo unos minutos se habrá marchado. Si se piensa bien, este tipo de personas son una bendición para la humanidad, gracias a ellas una nunca termina de acostumbrarse a la bondad de la gente, no considera la amabilidad como un bien adquirido por derecho natural. A su lado, todo el mundo parece más simpático. Además, se tiende a apreciar de un modo especial cada segundo de vida lejos de él. Imagino su existencia: apartado de su familia, siempre a la gresca con sus vecinos. Hasta su gato se meará en sus zapatos. Todos habíamos confiado siempre en que algún día recibiría su merecido. Lo que no podíamos imaginar es que la encargada de proporcionárselo fuera a ser esa viejecita enfundada en un impermeable y con un paraguas de flores.

Llega el turno de esta, y avanza hasta el mostrador. Nos saluda a la señora Bergerot y a mí. Suele venir cada dos días. Hace un mes la operaron de cataratas, y es notorio lo mucho que ha cambiado su visión del mundo.

—¿Me da por favor media baguette y una hogaza, si tiene?

—Espero que tengan, de lo contrario esto no sería una panadería —interviene el cretino.

Es el único en reírse. La ancianita levanta los ojos hacia el techo. El imbécil insiste:

—Cuando uno ve lo espabiladas que son las mujeres, entiende mejor por qué Dios es hombre.

Algo se altera en el rostro de la viejecita. Apoya la baguette sobre el mostrador, esquiva a la persona que la separa de Calant y lo acribilla con su mirada renovada. Todos contenemos la respiración. No hay duda de que le va a soltar a la cara unas cuantas verdades. Cuando llega hasta él, levanta su paraguas y lo golpea con todas sus fuerzas mientras grita:

—¡Cierra el pico de una vez, imbécil!

Se abalanza sobre él y sigue atizándolo como si fuera un herrero. Todo el mundo se queda perplejo pero nadie interviene. En algunos la expresión roza la auténtica satisfacción. Olvidad a los superhéroes de disfraz ajustado y con capas al viento. Se acabaron los hombres musculosos que surgen del cielo para restablecer la justicia y salvar al mundo. La cosa ha cambiado. La mano del destino, la venganza divina, la emprende una anciana que empuña la más terrible de las armas: un paraguas de flores.

Calant intenta protegerse la cara de los golpes mientras emite grititos de rata. Pero pierde el equilibrio y se cae de culo. La señora se inclina sobre él.

—Hace años que se dedica a envenenar la vida del barrio. No respeta a las mujeres y aterroriza a los niños. Usted es un capullo —le planta unos paraguazos más antes de añadir—: Y ya que tanto le gustan las citas, déjeme enseñarle una. Pitágoras dijo: «El silencio es la primera piedra del templo de la sabiduría». ¡Así que cállese de una vez!

—Pero señora…

—¡Cierre el pico! Y no olvide nunca tampoco que Platón dijo: «Sé amable, cada persona que te encuentras está librando su propia batalla».

Aplausos. Calant se marcha a cuatro patas. De pronto la mujer ya no renquea, a diferencia de su paraguas, que está todo doblado. Todos la felicitan. La señora Bergerot no le cobra su compra. Julien y Denis le dan un beso. Yo pienso regalarle un nuevo paraguas. También imagino lo que mi abuela hubiera dicho en semejante situación: «Mientras haya ancianas habrá esperanzas».

64

Ya me parecía raro que Sophie no me hubiera llamado para felicitarme. Pero cuando Xavier ha aparecido en la panadería sin tampoco pronunciar palabra me pregunto si no habrá gato encerrado. Veo venir una emboscada en un corto plazo.

Veintinueve años, da que pensar. Casi treinta. Los primeros balances, caminos que se dejan atrás de manera irreversible. Empiezan a padecerse los frutos de las decisiones. Una se da cuenta de que hay otros jóvenes, más jóvenes aún, abriéndose camino detrás de nosotros. Me aferro a mi edad. Aún me queda un año antes de entrar en pánico. Por el momento, subo a casa de Ric, con quien he quedado para cenar.

Al abrir me planta un beso y me desea feliz cumpleaños, pero hay algo extraño en su comportamiento. Me habla en voz baja y sus gestos no son tan cálidos como los de los últimos días. Nada más entrar la puerta de su habitación se abre de par en par y mis amigos salen de ella. Aparecen Sophie, Xavier, Sarah y Steve con paquetes. Me rodean. Forman parte de mi vida, cada uno por razones diferentes. Entre Xavier y Ric disponen una mesa con platos, ensaladas, platos de comida bastante poco armónicos y galletitas.

—Ya puedes agradecérselo a tu jefa y al pastelero. Lo han preparado para ti disimuladamente —me dice Ric.

Estoy tan contenta de que a Ric se le haya ocurrido reunirlos, y tan contenta también de que no se le haya ocurrido invitar a Jade. Ponen sillas en círculo y Xavier se sienta en el suelo en un puf hundido.

Nos ponemos a charlar, y comenzamos a comparar la realidad de nuestras vidas con cómo imaginábamos de pequeños que serían. Sarah es la primera:

—A los seis años ya coleccionaba cochecitos de bomberos. Literalmente, esperaba al pie de la escalera de incendios. Pero jamás había creído que se podía experimentar la felicidad que siento hoy en día. Y pensar que apareció justo cuando había tirado la toalla…

—Sí, ya sabemos, con su manguera antiincendios —bromea Sophie.

Steve reacciona:

—He comprendido. Aquí sois todos unos obesos sexuales.

—Obsesos sexuales —corrige Xavier—, unos malditos obsesos.

—Es lo que he dicho —responde él con concentración—. Sois todos unos malditos sexuales.

Y se pone a besar fogosamente a su mujer.

Steve había mejorado mucho su francés. Xavier le había enseñado muchos insultos y palabrotas. Para lo demás leía libros y veía la televisión.

Cuando le toca a Xavier responder sobre su vida presente, se pone serio.

—Yo coleccionaba coches blindados, tanques y metralletas. ¡Y no creáis que soñaba con casarme con un militar! La idea de coleccionar armamento pesado siempre me pareció rara, y más tratándose de mí, pues soy más bien pacifista. Puede que reflejase cierta búsqueda de seguridad o mi necesidad de proteger a la gente, no sé. Pero al final conseguí tener mi propio tanque. Aunque para eso fue necesario que lo construyera y que luego vosotros me ayudarais a robarlo.

Steve se sorprende:

—¿Robaste un tanque?

Les contamos a Sarah y a Steve la aventura del XAV-1. Steve está muerto de risa. Asegura que si alguna vez necesitamos hacer algo parecido podemos contar con él. Cuando le toca responder a Sophie, dice que es pronto para decirlo. ¿Demasiado pronto en la noche, o en su vida? No tiene buen aspecto.

Ric sale del paso declarando que acaba de llegar a la región y siente que su vida está a punto de dar un giro. Por mucho que me mire mientras pronuncia esas palabras yo no sé cómo interpretarlas.

Por supuesto terminan por plantearme a mí la pregunta, pero ni siquiera me da tiempo a responder: ya se encargan ellos de hacerlo. Sarah hace un resumen de mi situación:

—Para ti, en este momento, hay una revolución cada semana: cambias de trabajo, cambias de nov…

Ric hace ademán de fruncir el ceño, pero luego se echa a reír mientras le guiña un ojo a Xavier de un modo un tanto exagerado. Como Xavier haya soltado prenda me va a oír. Sarah se pone más roja que los camiones de su vieja colección.

Nos quedamos hasta tarde comiendo un poco de todo, ya que cada uno ha traído un plato. Incluso intentamos hacerle probar a Steve una tabla de quesos autóctonos pero, con todo lo cachas que es, se echa atrás cobardemente ante un trozo de roquefort. Hay gente capaz de hacer surf y lanzar bumeranes pero que, cuando se trata de ingerir una pizca de moho, sale huyendo. Soplo las velas de un pastel, y me entregan sus regalos. Xavier: un pisapapeles fabricado por él mismo con diferentes metales en forma de volutas. Sarah y Steve: un libro sobre los viajes más maravillosos alrededor del mundo. Ric: un CD de Rachmaninov. Sophie: treinta cajitas que me pongo a abrir una a una. Veintinueve de ellas contienen velas perfumadas, y en la última ha metido paquetes de comida para gato, condones y un anuncio de detectives privados recortado de un periódico gratuito. Cabrona. Nos reímos mucho, pero sobre todo ella.

Para que os hagáis una idea de hasta qué punto hablamos un poco de todo, no sé cómo llegamos a eso pero, en un momento dado, Sarah me pregunta:

—¿Por qué te ensañas con los gatos? ¿Te han hecho algo? ¿Te arañaron cuando eras pequeña?

—No lo sé. Admito que son bonitos y elegantes. Pero no transmiten tanto afecto como los perros.

—No es cierto —asegura Xavier—. Yo he conocido muchos que eran realmente adorables.

—Puede ser, pero ¿por qué no existen gatos salvavidas o gatos para ciegos? ¿Porque los perros son más inteligentes? No lo creo. ¿Has visto alguna vez a un perro cambiar de dueño porque el suyo no le gustaba? Nunca. Pues los gatos sí que lo hacen. El gato se aprovecha de nosotros, ¡pero va a su bola!

Termino mi réplica como una exaltada. En pie en la barricada, exhorto a las masas a luchar contra el felino invasor.

Mis amigos me miran alucinados. En el fondo creo que a ninguno le importan los perros o los gatos. Debería dejar de hacer ese tipo de discursos. Además, es cierto que los gatos también son monos.

Hacia las dos de la mañana ayudamos todos a recoger a Ric y nos retiramos. Le doy las gracias. Me da un beso, pero hay demasiada gente como para que lo haga del modo que yo espero. Sophie me acompaña abajo para ayudarme a cargar los regalos. Al llegar delante de mi puerta, dejamos que los demás se marchen y aprovecho para decirle:

—No quería decirlo delante de todos, pero no tienes buena cara. ¿Qué te pasa? ¿Echas de menos a Brian?

—Si solo fuera eso…

—¿Quieres hablar de ello?

Entramos en mi casa. Sophie coge una silla y se deja caer en ella, agotada.

—Lo siento, he tratado de no cortar el rollo en tu cumpleaños, pero me estaba costando.

—Cuéntame, anda.

—Pienso todo el rato en Brian. No sé si por ver a Sarah casada o a ti tan enamorada, pero me siento muy sola. Ahora mismo me estoy planteando incluso, teniendo en cuenta el punto donde está mi vida en este momento, irme a vivir a Australia con él.

«Si te fueras sería un trauma para mí. Pero eso mejor te lo diré en otro momento».

—¿Y ya lo has hablado con él?

—Es él quien lo ha planteado. Nos llamamos todas las noches debido a la diferencia horaria.

—Podría venirse a Francia, estaría cerca de Steve.

—Su padre está enfermo y no quiere dejarlo solo.

Sophie me miró a los ojos.

—Pero eso no es lo que más me inquieta, Julie.

«¿Con qué me va a salir ahora?»

—Es en relación con Ric…

Busca el modo de contármelo.

«Dilo, por Dios, ¿lo has visto besando a otra chica? O peor aún: ¿estás enamorada de él?»

—Sophie, cuenta, por favor.

—Sigues preguntándote lo que trama, ¿verdad?

—Cada minuto. Es una pesadilla. Me invaden las dudas: ¿por qué vigila a los Debreuil? ¿Qué le impide pasar a la acción? Lleva meses tomando fotos. ¿A qué espera?

BOOK: Mañana lo dejo
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Disappeared by Anthony Quinn
Hung Up by Kristen Tracy
High Tide at Noon by Elisabeth Ogilvie
Intermezzo by Eleanor Anne Cox
Dentelle by Heather Bowhay
The Set Up by Sophie McKenzie
Our New Love by Melissa Foster