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Authors: Gilles Legardinier

Tags: #Romántico

Mañana lo dejo (3 page)

BOOK: Mañana lo dejo
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4

No sé si existe alguien sobre la faz de la Tierra a quien le guste trabajar en un banco, pero yo lo odio. Para mí los bancos simbolizan el gran fallo de nuestra civilización: tanto a los clientes como a los trabajadores les desagrada profundamente acudir a ellos, pero no queda más remedio.

Todas las mañanas, nada más llegar al banco, hay que verificar el estado de los cajeros y, si algo no funciona, avisar a los de mantenimiento. En cambio, si solo es un problema de limpieza, nos encargamos nosotros. ¿No es increíble la paradoja? Instalan cajeros automáticos por todas partes para deshacerse de nosotros pero luego nosotros debemos ocuparnos de ellos. Es como si tuviéramos que alimentar, lavar los dientes y poner guapo al parásito extraterrestre que acabará por zamparnos. Esta mañana solo hay una pegatina de un grupo de rap. Y de pronto, me imagino que me encuentro una pegatina de los Music Storm que anuncia su patética gira. En ese caso no habría problema con tener que limpiar el cajero: podría incluso prenderle fuego.

Para entrar en la oficina antes de que haya abierto sus puertas, hay que pasar por la cabina de control. Cada vez que me veo encerrada en esa jaula de cristal me agobio pensando que la pánfila de Géraldine se equivoca y, en vez de accionar el botón que abre la puerta interior, le da al del gas tranquilizante que sale del techo. Me imagino entonces asfixiada como un pez dentro de esas bolsitas de plástico de las ferias, gesticulando. ¿Cuál sería mi último pensamiento? Me gustaría creer que diría algo histórico e inteligente, del tipo: «Menuda capulla, esta Géraldine». Nunca habría llegado a adjunta si el largo de su falda no fuera inversamente proporcional al de sus piernas.

Aquel día sobreviví a la cabina y la puerta se abrió.

—Buenos días, Julie. ¡Pero bueno, si estás cojeando!, ¿qué te ha pasado?

—Me he resbalado en la ducha.

—¡A tu edad y sigues jugueteando con tu cuerpo!

No le respondo. Pobre Géraldine. Con un físico tan magnífico como el suyo debe de ser difícil ducharse sin juguetear con su cuerpo. Incluso puede que juguetee con su cuerpo cuando baja la basura. En el fondo no creo que sea mala; de hecho me cae bien. Pero cuando conocemos a una chica estupenda que cambia de novio como de camisa y encima triunfa en su carrera, nos encanta decir que es boba, por pura envidia.

Iba a sentarme en mi sitio, tras la taquilla, cuando el señor Mortagne asoma la cabeza por fuera de su despacho.

—¿Podría venir un momento, señorita Tournelle?

Mortagne es el director de la sucursal. Un gallo de corral. Un tocapelotas. A veces tengo la impresión de que de verdad se cree lo que dicen los folletos que damos a los clientes. Su traje parece una armadura. El mundo tiene que estar yéndose al traste para que alguien así haya acabado en un puesto de responsabilidad.

—Siéntese, Julie.

Se sienta en su sillón como un Airbus con los dos reactores estropeados. Entrecierra los párpados para enfocar la pantalla. Es martes por la mañana, el primer día de nuestra semana, el día de su discurso sobre los «objetivos».

—¿Es usted quien gestiona la cuenta de la señora Benzema?

«Pues claro, memo, lo dice bien claro su ficha de cliente».

—Sí, señor. Soy yo.

—La semana pasada le faltó un pelo para contratar el seguro de coche y de casa con nosotros. Además, quería abrir una cuenta de ahorro para su hija. Y de repente, nada. ¿Llegó a reunirse con ella, verdad?

—Sí, señor. El jueves pasado.

—Entonces, ¿por qué no ha conseguido que firme?

—Me pidió que la aconsejara.

—¡Perfecto! ¡Estamos aquí para aconsejar!

—Estaba dispuesta a contratar todo eso porque usted le había ofrecido una facilidad de pago.

—Así es. Un acuerdo que nos beneficiaba a los dos. Para eso estamos también, ¿no?

Nótese su aspecto de vencedor, su corbatita y su pelo engominado. Pobre imbécil. Sin moral ni sentido común. Si yo fuera un tío, me encantaría levantarme y mear en su mesa, así, tal cual, simplemente para demostrarle de un modo sencillo y primario lo mucho que lo desprecio. De hecho, no estoy segura de que las mujeres en el fondo sean más elegantes que los hombres. Simplemente están más limitadas a la hora de mear.

—¿Me ha oído, señorita Tournelle?

—Sí, señor.

—Entonces explíquemelo.

—No supe cómo obligarla. Me parecía abusar de su confianza.

—Pero ¿dónde se cree que está?, ¿en las hermanas de la caridad? En este mundo solo existe una regla: comer o ser comido. Y cuando se trata de hacer firmar un contrato honesto a los clientes a quienes tenemos la amabilidad de ayudar, no creo que eso signifique abusar de su confianza. Tiene que comprender las sutilezas de este oficio, si no jamás progresará.

Parecía un pitbull con un doctorado en estafa. De golpe, su rictus de odio se convirtió en la sonrisa de los electrocutados y su tono se dulcificó:

—Bueno, no me cebo más. Ya tiene bastante con su aspecto desvalido y la pata coja. Por esta vez voy a hacer la vista gorda, pero la próxima no seré tan benévolo.

Me levanto y salgo. Nunca olvidéis esta verdad absoluta: lo peor que hay en el mundo no son las pruebas, sino las injusticias.

A pesar de un comienzo de día tan desastroso, no tengo tiempo para deprimirme. Solo puedo pensar en una cosa: regresar a casa para montar guardia en la mirilla de mi puerta. En unas cuantas horas sabré cómo es el misterioso Ricardo Patatras.

5

Cuando llego a casa saco el correo del buzón y, tras asegurarme de que nadie baja las escaleras, me pongo de puntillas para ver si el del señor Patatras tiene algo. Hay dos o tres cartas que no ha cogido, lo que me lleva a pensar que aún no ha regresado a casa. Tengo por tanto la oportunidad de verlo cuando pase por mi puerta. A menos que se haya olvidado de recogerlo, y en ese caso tanto quebradero de cabeza no habrá servido de nada.

Dicho y hecho. El programa de la tarde viene cargadito. Me he provisto de bastantes cosas, entre ellas un periódico gratuito con multitud de ofertas de empleo locales. Tras el numerito de Mortagne, empiezo a pensar que es el momento de emprender mi carrera en otro sitio. Me pongo cómoda, el agua para el té ya se está calentando.

Mi plan es tan sencillo que no puede fallar. Me instalo en mi mesa, sin música por una vez, estudio los anuncios y, en cuanto escucho pasos en la escalera, me precipito hacia la puerta (con cuidado de que mis pies estén secos y que no haya nada que me impida llegar hasta la meta). La verdad es que exagero un poco, porque entre mi salón y la puerta debe de haber solo unos dos metros con setenta.

Estoy leyendo las ofertas de trabajo como vendedora puerta a puerta —el horóscopo es un poco más creíble, a decir verdad—, cuando escucho un ruido fuera. Me acerco a hurtadillas y pego la cara contra la puerta para ver por la mirilla. Alguien ha encendido la luz. Veo claramente el hueco de la escalera, deformado, redondo, con efecto ojo de pez. Oigo los pasos de alguien que sube y que arrastra algo pesado. Los golpes son regulares. Me dejo los ojos para ver quién es. ¡Ojalá sea Patatras! Lo que arrastra pueden ser cajas de mudanza. Si es viejo o parece simpático, salgo a ayudarlo. Se lo debo: no he dejado de pensar en él durante todo el día. De pronto, en la curva de la escalera, veo una sombra. Imposible identificar la silueta. Escucho una respiración fatigada. Entreveo una mano en la barandilla, más pasos. De repente, una cara: la señora Roudan, la anciana del cuarto. Normalmente me hace ilusión verla, pero esta vez no. Trae el carro de la compra hasta los topes, qué raro para una mujer mayor que vive sola. Y no es la primera vez que la veo cargando. Además, no debe de comer mucho, visto lo delgada que está. ¿Qué hará con toda esa comida?

Qué decepción y encima qué incómoda me siento. Si salgo para ayudar a la señora Roudan, se molestará de que alguien la sorprenda y creerá que me paso el tiempo espiando las idas y venidas de mis vecinos. Y si no salgo, tendré mala conciencia por no haberla ayudado con semejante carga. La verdad es que la señora Roudan es un encanto, siempre dispuesta a decir una palabra amable. Jamás la he oído criticar a nadie. Además, le tengo cariño porque está sola y esa gente siempre me conmueve. Cuando estoy de bajón me da por pensar que dentro de cuarenta años seré como ella: comer para sobrevivir sin esperar a nadie. A pesar de mi arrebato de ternura, no creo que salir a ayudarla sea la mejor opción. Mientras me pongo de acuerdo conmigo misma, a ella le ha dado tiempo de ir a su casa y volver diez veces. Así que nada.

Vuelvo a sumergirme en los anuncios. Deprimente. Puedo ir a criar cabras a los Pirineos. Además de queso, se pueden hacer mantas con su pelaje y, con las sobras, salchichón y paté. No es peor que vender créditos al consumo.

Mientras como una manzana, escucho otro ruido. Regreso a mi puesto de observación. Los pasos parecen más vigorosos que la vez anterior. Solo se me ocurre que sea la chica joven del cuarto, pero juraría que está de vacaciones. Es estúpido, pero el corazón se me ha puesto a latir con más fuerza. Aparece de nuevo una sombra, una mano de hombre. Una silueta bastante grande. Justo voy a verlo cuando se apaga la luz. Todo se vuelve negro y yo sigo sin saber quién es. De repente se cae bien caído. Hace un ruido de mil demonios. Suelta una maldición. No sé lo que dice, pero por el tono, si yo fuera Dios me habría echado a temblar. Quizá la voz tenga un poco de acento. Me pongo como una loca. Quiero abrir la puerta, dar al interruptor y regresar a mi puesto de vigía sin que me vea para poder observar a mis anchas. Tiene que haberse hecho mucho daño. Se frota algo. No sé el qué, todo sigue oscuro. Suelta un par de palabrotas más y comienza a subir a tientas. Le sacaría los ojos al que puso una luz que se apaga tan pronto. Ricardo Patatras está ahí, oigo sus pasos justo al otro lado de la puerta. Presiona el interruptor junto a mi timbre. Vuelve a hacerse la luz, pero es imposible verlo desde ese ángulo. Casi me disloco intentándolo, no hay nada que hacer. Hasta los peces tienen limitaciones. Él continúa su ascenso. Qué asco. Un golpe en el orgullo. Una tarde echada a perder. Una vida malgastada. De todos modos, el universo acabará por explotar.

6

No resulta fácil, pero prometí decir la verdad. Aquí la tienen: a partir de aquel día viví como un animal, presa de la obsesión enfermiza de intentar verlo. Fui al trabajo como una zombi. Ya no sabía ni a quién le dirigía la palabra. Decía sí a todo el mundo. Ni siquiera pagué las facturas. Y todo esto en un día.

Por segunda tarde consecutiva vuelvo corriendo y compruebo que hay correo en su buzón. He perfeccionado la técnica. Levanto la pestaña y con una linterna verifico que no son las mismas cartas del día anterior. ¡Qué locura! Si Hitchcock me hubiera conocido, habría hecho conmigo su mejor película. Monto guardia permanente detrás de la puerta. No como. Intento no ir al baño. Es horrible, pero incluso me he planteado poner un orinal al lado de mi puesto. Juro que no lo he hecho.

Me instalo en mi puesto a las seis y cuarto y no lo abandono hasta las once y media. La vida de un guarda fronterizo en Corea. Vivo el infierno de la espera, la exaltación de la luz de la escalera que se enciende, la excitación de oír pasos. En cada ocasión, la esperanza, las manos húmedas, la adrenalina, el ojo cansado de mirar el mundo como lo ve una trucha. Y, de repente, alguien que aparece y, cada vez, un nervio interior parecido a aquel de cuando tenía seis años y abría los regalos de Navidad esperando encontrar la muñeca que decía «¡yupi!».

Vi pasar a mucha gente. El señor Hoffman, que siempre silba la misma canción, la señora Roudan con su carrito, el profesor de gimnasia del cuarto que se cree un dios del Olimpo, incluso aunque esté solo en la escalera. No me despegué de la puerta. Tenía las marcas de las molduras grabadas en la mejilla. Podría recitar la lista de las idas y venidas de todo el edificio, minuto a minuto. Todo aquello me sirvió al menos para aprender algo: la mala suerte existe. Porque durante todas esas largas horas de acecho, el señor Patatras pasó por delante de mi puerta varias veces, pero en cada ocasión Dios tuvo a bien castigarme por cada uno de mis pecados.

La primera vez pasó a oscuras. La segunda llevaba una gran caja de cartón que le tapaba la mitad del cuerpo. Le vi las piernas, los pies y cuatro dedos. Otra vez, mi madre llamó por teléfono. Y aunque solo hablamos diez segundos, fue bastante para distraerme y él lo aprovechó. Una auténtica maldición.

Pero no os haré perder el tiempo. Terminé por verlo, sí, aunque de un modo tan ridículo que todavía me duele pensarlo. Fue durante el tercer día y, como cada mañana, acudí a la panadería a tomarme un croissant antes de ir a la oficina.

—Buenos días, Julie. Tienes mejor aspecto hoy.

—Buenos días, señora Bergerot. Sí, hoy me encuentro mucho mejor.

No sé cómo lo hace. Siempre tiene la misma energía, la misma sonrisa y presta la misma atención sincera a todos sus clientes. Es una de las pocas mujeres que conozco enamorada hasta los huesos de su marido. Él hacía el pan, ella lo vendía. Murió hace tres años. Un infarto, cincuenta y cinco años. Es la única vez que la vi llorar. Al día siguiente del entierro, abrió la tienda. No tenía nada que vender, pero igualmente abrió. Aquello duró una semana. Los clientes seguían yendo. Ella continuaba como de costumbre detrás del mostrador, aunque desamparada. Le decíamos alguna frase de consuelo intentando no mirar el escaparate vacío. Durante una buena temporada nadie en el barrio comió pan. Es por eso también que me encanta este sitio. Mohamed no aprovechó para vender biscotes o hacer caja. La observaba con el rabillo del ojo a través del escaparate. Fue él quien colgó un anuncio y, un mes más tarde, ella contrató a Julien, el nuevo panadero. Es joven y hace mejor pan, pero nadie se lo reconocerá jamás.

Esta mañana, como de costumbre, huele a bollería recién hecha. Vanessa, la dependienta, coloca los croissants en las vitrinas. Siempre me ha gustado ese aroma delicioso y único. A cada hornada, el olor se esparce por la calle. Hubiera dado lo que fuera por un apartamento en el piso de arriba y poder respirar ese perfume por las ventanas abiertas. Intercambiamos algunas palabras y la señora Bergerot me envuelve el croissant. Cuando estoy a punto de despedirme y salir, me dice:

—Espérame, voy contigo. Tengo que hablar con Mohamed. Ha vuelto a invadir mi acera con sus verduras.

—Puedo decírselo yo, si quiere.

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