—No, así hago algo de ejercicio, e intento convencerle de que no está bien colonizar las tierras de los demás.
—No creo que él le lleve la contraria en eso.
—Entonces, ¿por qué coloca sus verduras frente a mi cartel de helados?
Me sigue fuera y ya me la imagino con ese discurso socioeconómico con el que le gusta bombardear al pobre Mohamed. Parecen dos empresas multinacionales que se disputan mercados de millones de dólares.
De pronto, cambiando de tema, me suelta:
—Por cierto, ¡qué guapo es el nuevo de tu edificio!
—¿Quién?
—Este… Patallas.
Creí que me ahogaba.
«Sea precisa. Se llama Patatras. Descríbamelo en detalle inmediatamente. ¿No tendrá una foto, verdad? Me la merezco. Nadie lo ha buscado tanto como yo. ¿Por qué soy la única que todavía no lo ha visto? ¡Dios mío! ¡Voy a ser la última en saber cómo es y eso que fui la primera en reírme de su apellido!»
Me contengo:
—¿Ah sí?, ¿y es simpático?
—Sí, creo que tiene encanto. Viene un poco más tarde que tú. Seguramente pronto te lo cruces.
La frase me deja loca. ¿Soy acaso del tipo de gente que puede esperar lo que dura un «pronto»? Me fijo un ultimátum. Esta misma tarde, no importa cómo, lo veré. Si hiciera falta, me haría la muerta en la escalera hasta que apareciera. Acamparé en su rellano jugando a ser amnésica o, mejor todavía, llamaré a su puerta con el pretexto de venderle un calendario con seis meses de antelación a favor de los bomberos o los conductores borrachos. Da igual cómo, pero me he hecho el solemne juramento de no volver a esperar con el ojo pegado a la mirilla.
Ni siquiera escuché a Mohamed y a la señora Bergerot pelearse como todos los días. Me encaminé hacia la oficina como lo hacen los soldados que van al frente. Aquel día le dije que no a todo el mundo. A la hora exacta de cerrar, recogí mi mesa y me largué pitando. Fue al llegar a mi portal cuando se desencadenó el drama.
En primer lugar, la inspección del buzón. Estoy de puntillas. Con la luz de la linterna puedo ver tres cartas. Recibe demasiado correo para alguien que acaba de mudarse. Observo que hay un sobre oficial, seguramente del Ayuntamiento o de un ministerio. ¿Qué puede ser? Si consigo averiguarlo, será mi revancha. Ya que todo el mundo le ha visto la cara antes que yo, seré la primera en descubrir su oficio. Entonces, como quien no quiere la cosa, les diré: «Ah, pero ¿no estaba al corriente?».
Intento iluminar mejor, pero el sobre que está justo encima me impide la lectura. Utilizando la linterna, justo del tamaño para que quepa en la ranura del buzón, creo poder moverlo. Meto la linterna lo más profundo posible. Todavía faltan algunos centímetros. Casi lo toco con los dedos, solo un pequeño esfuerzo más. Y cuando ya estoy a punto… ¡catapún en el buzón de Patatras! De nuevo la maldición. Se me cae la linterna dentro, todavía encendida. De pronto, su buzón se convierte en una pequeña casa de muñecas iluminada. Aquí ponemos la cocina, aquí el salón y la muñeca Yupi, que entrará cuando tenga la llave. ¡Basta de desvaríos! Ya he hecho otra estupidez. Tengo que recuperar la linterna como sea. Meto los dedos, total, no está tan lejos. Seguro que llego, tengo las manos finas. La maldita muñeca Yupi podría echarme un cable. Siento mis dedos bloqueados en la trampa de metal como esos pobres monitos atrapados por cazadores furtivos, que se resisten a soltar los cacahuetes. Toco la linterna, la punta del dedo corazón la roza. Se resbala. ¡Mantenla quieta, Yupi, o te arranco la cabeza! No tengo otra opción, meto más la mano. Casi toda la palma está ya en el interior del buzón, pero la linterna sigue escapándose. No volveré a intentarlo, es la última oportunidad, aunque me haga daño. Me raspo la mano pero entra del todo. Ahora lo que me duele es la muñeca. La ranura metálica me ha levantado la piel. De pronto: la pesadilla, el horror. Oigo el chirrido de la puerta automática. Alguien ha marcado el código y está a punto de entrar. Me va a pillar enganchada como una imbécil al buzón de un vecino. Ya sé lo que siente un conejo cuando ve acercarse el camión que habrá de aplastarlo. ¡Dios mío, por favor, que sea uno de los viejos que no ven tres en un burro!, ¡o hazme invisible! Creo que incluso lo he dicho en voz alta. ¿Os habéis dado cuenta de todas las oraciones estúpidas que recibe al día Dios? Sería mejor que no existiese, sería un testigo menos de nuestra estupidez. La puerta se abre. En la posición en la que estoy me resulta imposible girarme y no sé quién ha entrado.
—¿Qué le sucede?
Una voz de hombre. Es él, está ahí, reconozco sus cuatro dedos y sus zapatos. Creo que voy a desmayarme. El cuerpo se me quedará colgando de la mano presa en su buzón. Titubeo, se me nubla la vista.
—¡Pero si está atrapada! Déjeme ayudarla.
¡Dios mío, por favor, haz que estallemos todos!, ¡que alguien se caiga por la escalera con una bombona de gas! Pero que no sea la señora Roudan, que es demasiado simpática, que sea el idiota del profesor de gimnasia. Pero la suerte se ceba conmigo. Nada explota. ¿Quién es el santo patrón de los acorralados? ¿A qué espera para intervenir?
Se acerca. Es más bien alto. Me coge de la muñeca. Su mano está caliente, es suave. Y la otra también. Está muy cerca. Y dice:
—Pero ¡si es mi buzón!
¿Existe algo más contundente que el desmayo pero no tanto como la muerte? Porque es lo que me va a pasar. No es mi cerebro el que explota, sino todo mi cuerpo. Por primera vez estoy ante este hombre de apellido divertido, y me siento como un ratón en una trampa. Ahora entiendo a los reyes, caballeros y santos que juraban y perjuraban que si salían de una situación determinada harían erigir una basílica. El problema es que con mis ahorros, lo máximo que podría construir es una caseta de perro o una madriguera. Aun así, prometo hacerlo. Ahora mismo no puedo levantar la mano derecha para jurarlo, pero lo digo de corazón. Es más, cuando la saque, seré una mártir. Estoy a dos pasos de la beatificación. Santa Julie, Nuestra Señora de los Buzones. Hay que rendirse a la evidencia: no creo que pueda sacar la mano en la vida. Es como un arpón. Ha entrado pero no volverá a salir. Doy por hecho que pasaré el resto de mi vida con un buzón como pulsera. ¿Os imagináis el calvario que supondría entrar en un vestido un poco ceñido?
Se coloca detrás de mí y me abraza.
—Voy a auparla. Así se sentirá holgada y podrá soltarse. Pero ¿cómo lo ha hecho?
Sus brazos me rodean y noto su pecho contra mi espalda. Siento su respiración en el cuello. Resulta escandaloso pero en este momento me importa un bledo la mano, así estoy bien. Más tarde la curaré, me pondré compresas frías, pomada, pero ahora mismo paso. Estoy flotando.
—Se ha quedado atascada de verdad. Pero, por favor, hábleme. No se irá a desmayar, ¿no?
Podría quedarme horas pegada a él, con la mano en una trampa para lobos.
—No consigo sacarla. Hace falta alguna herramienta.
Me deposita de nuevo en el suelo. Mi brazo se estira completamente y tengo la sensación de que el buzón me va a arrancar la mano. El dolor me hace volver en mí. Con mis últimas fuerzas, le murmuro:
—En el edificio de al lado, en el 31, hay un patio. Al fondo, en el garaje, está Xavier. Él tiene herramientas.
—¿No prefiere que llame a los bomberos?
—No, vaya a ver a Xavier. Él tiene lo necesario.
—No se preocupe, enseguida vuelvo.
Sus manos se abren, rozándome los antebrazos. Siento cómo se aleja de mí. Tengo frío. Se va corriendo. Me ha tocado, me ha hablado al oído, me ha apretado contra él, pero sigo sin saber cómo es su cara.
«Aquí descansa Julie Tournelle, muerta de vergüenza hace una hora». He aquí el que podría haber sido mi epitafio, y al lado habría placas de mármol de mis conocidos: «Ahora venderé menos croissants» (la panadera). «Así aprenderás a no meterte donde no te llaman» (Géraldine). «Realizó una operación improductiva con su mano» (Mortagne, con el logo del banco).
No estuve mucho rato sola colgada de aquel buzón, pero me pareció una eternidad. Mientras esperaba, decidía cuál sería la actitud más digna a tomar. No había ninguna que me satisficiera. Patatras regresó con Xavier y unas pinzas para cortar metal. Entre los dos se cargaron la puerta y me liberaron. Xavier parecía preocupado pero en cuanto vio que estaba en buenas manos y que sobreviviría, regresó a su quehacer cotidiano. Patatras me llevó a la farmacia más cercana y el señor Blanchard, el dueño, me curó. Mi salvador se comportó con una discreción absoluta y solo comentó que me había herido con una puerta. A la vuelta, me llevaba del brazo bueno como si fuera una abuela.
—También cojea.
«¡Es que la otra tarde me caí en pelotas como una idiota cuando salí corriendo para ver por la mirilla qué aspecto tenías!»
—No es nada, solo una caída.
Cuando entramos en nuestro edificio tuve el reflejo de retroceder al ver a lo lejos los buzones. Ahora sé lo que sienten los que han combatido en Vietnam al ver jaulas de bambú. La puertecita de metal yacía en el suelo, destrozada como si le hubieran puesto una bomba. La colocó en su sitio con elegancia y dijo:
—No voy a dejarla así. Por favor, venga a mi casa.
Me costaba tanto creer que me estuviera invitando que me parecía que hablaba con la puertecita. Y pensé: «¿Por qué la trata de usted, si al fin y al cabo es suya?».
Por eso me encuentro sentada a su mesa y rodeada de cajas. Intento mirarlo sin que se dé cuenta. Me parece que la señora Bergerot se quedó corta diciendo que tenía encanto. ¡Está increíblemente bueno! Los ojos castaños, dos, una mandíbula de tiarrón, una sonrisa sincera, el pelo moreno y corto, pero no demasiado. Y seguro que hace deporte. Nada de machacarse en el gimnasio en plan musculitos, verdadero deporte. ¿Y yo?, ¿qué cara debía de estar poniendo? Como la de un conejillo de Indias que espera su comida.
—Lo siento —me dice—, la cafetera debe de estar por algún sitio, en alguna de estas cajas. Solo puedo ofrecerle café instantáneo.
—Perfecto.
Odio el café. No me gusta su olor y me parece un desastre ecológico. No entiendo cómo ha podido convertirse en un código social tan universal. Algo que uno acepta por seguir la corriente. Pero no le voy a decir eso. Me callaré y me lo beberé.
Se mueve con gestos tranquilos. No duda. Todo lo hace con orden, con seguridad, incluso el sentarse frente a una taza. Se gira y se va hacia el fregadero. Tiene un culo maravilloso. Me invade la angustia. Lo único que falta es que no sea un chico malo.
—¿Toca algún instrumento?
Me lanza una sonrisa por encima del hombro:
—¿Por qué me hace esa pregunta?, ¿acaso le preocupa la tranquilidad del edificio?
—No, simple curiosidad.
—No, no toco nada. Y no se preocupe por el edificio, soy un hombre tranquilo.
Mientras calienta el agua, yo escruto todo lo que hay alrededor. Su ropa está bien doblada. Es la primera vez que conozco a un hombre que dobla la ropa cuando no espera visita. ¿Será gay? Hay una paleta de albañil. ¿Será obrero? Eso le pegaría, un casco y una camisa de cuadros abierta mostrando los pectorales. Sobre una caja hay un portátil abierto. No ha tardado nada en conectarse. ¿Será posible que su pasatiempo consista en jugar en línea?
Regresa a la mesa y se sienta frente a mí. Vierte el agua en mi taza y me la acerca. Cómo apesta el café.
—¿Cuántas cucharadas de azúcar?
«Treinta y ocho, no quiero notar el sabor repugnante».
—Dos, por favor.
—¿Cómo se siente?
—Mejor. La verdad es que siento muchísimo lo de su…
—No tiene importancia. Algún día me explicará qué es lo que hacía.
—Quería recuperar mi linterna.
No insiste. Me mira, largamente.
—¿Hace mucho tiempo que vive aquí? —me pregunta.
—Siempre he vivido en este barrio, pero solo hace cinco años que estoy aquí. Segundo izquierda.
—Dígame, entonces: ¿a qué se dedica su amigo Xavier? Creí ver en su garaje una especie de coche gigante, como una nave de ciencia ficción. ¿Lo está construyendo él solo?
—Desde que era un crío le apasionan los coches blindados. Lo conozco de la guardería. Hubiera querido entrar en el ejército, pero no superó las pruebas. Un verdadero drama para él. Así que se empeñó en construir su propio coche.
—¿Así, solo?
—Pasa ahí todo su tiempo libre. Es un buen tipo. Ya verá que los hay a cientos en el barrio. Si quiere saber dónde comer, o pasear o lo que sea, solo tiene que preguntarme.
—Muchas gracias. Acabo de llegar y no conozco la ciudad. Voy probando cosas. Por ejemplo, esta tarde he comprado gambas en salsa picante en el chino.
«Adiós, Ricardo. Hasta nunca. Fue un placer conocerte».
Me trago de un sorbo el café para no decir lo que pienso. Él mira su reloj.
—Pero le estoy haciendo perder el tiempo —dije—. Seguramente tiene muchas cosas que hacer.
—No se preocupe. Nadie me espera. Sin embargo, quizás a usted sí.
—Tampoco me espera nadie.
—Si lo hubiera sabido habría cogido más comida en el chino y la habría invitado.
«¡Asesino!»
—Bastante ha hecho hoy por mí.
Me acompañó hasta la puerta. Parecíamos dos colegas. Para ser sincera, tuve deseos de decirle que no tocara las gambas. No me atreví. La vergüenza todavía me atormenta. Preferí que se pusiera enfermo antes que hacer el ridículo por segunda vez. Qué chungo.
—¡Ah! —exclamó mientras volvía a su mesa—. No olvide su linterna. Debe apreciarla mucho para haberse molestado tanto en recuperarla.
Me pregunto si, a lo mejor por su ligero acento, su frase no tenía un punto de ironía. Sonreí tontamente. Se me da bien. Cogí la linterna y nos separamos. Cerró la puerta. Si fuera él, habría corrido a pegarme a la mirilla.
Mientras bajaba los escalones la mezcla de sentimientos me atormentaba. Por una parte estaba el dolor en la muñeca y el miedo a haber parecido la reina de las tontas. Y a pesar de todo me sentía extrañamente bien. Un poco confusa. No creo que fuera efecto del café.
Puede parecer una tontería, pero enseguida lo eché de menos. Quería estar con él. Hubiera podido ayudarle a deshacer cajas. Incluso hubiera podido contentarme con mirarlo. Jamás me había sucedido. Ni fascinada, ni exaltada. Otra cosa. De mi apartamento al suyo, si no se tienen en cuenta el techo o los tabiques, debe de haber unos quince metros. ¿Dónde duerme? ¿Duerme siquiera? Toda la noche estuve preguntándome cómo podría reparar los daños causados a su buzón. En un primer momento pensé en proponerle que compartiéramos el mío, pero enseguida renuncié. Me imagino la cara de los vecinos si apenas una semana después de que él llegara, vieran nuestros apellidos juntos. Adiós a mi reputación. Ni Géraldine va tan rápido.