Marea viva (13 page)

Read Marea viva Online

Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Marea viva
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿O qué? De pronto le vino otra cosa bien distinta a su cabeza febril. ¿Qué sabía de la mujer ahogada?

De pronto cayó en la cuenta de lo mucho que le había condicionado el hecho de que no se supiera nada. De la «pobre» víctima. Y cómo aquello había contribuido a que se creara la imagen de una joven embarazada e indefensa sometida a terribles atrocidades.

¿Y si resultaba que no había sido así? Al fin y al cabo, nadie sabía nada de la víctima. ¿Y si también había sido contratada? ¿Y si era una
escort
? Pero ¡estaba embarazada!

Tranquilízate, Olivia, todo tiene su límite.

¿De veras? En la escuela habían repasado algunos sitios porno en la red. Cómo los colgaban, lo difícil que resultaba rastrearlos, lo difícil que era… ¡Mujeres embarazadas! Aquí y allí, no pocas veces, entre los millones de vídeos porno que se colgaban había sitios especializados para «tú que quieres un poco de
kinky stuff
», «mujeres embarazadas follando». Lo recordaba porque le había parecido especialmente repulsivo. Sexo con burros o con gemelas siamesas, de acuerdo, era ridículo, pero nada más. Pero ¿sexo comprado con mujeres en estado de gestación avanzada?

Había un mercado para ello, desgraciadamente.

Era una realidad.

Entonces, imaginemos que la víctima de la playa era una compañera de Jackie. Contratada precisamente porque estaba embarazada. Y que algo se torció en aquel yate de recreo y acabó en asesinato.

¡O tal vez…! Sus fantasías febriles se habían disparado. ¿A lo mejor uno de los noruegos era el padre del niño y la mujer se había negado a abortar? ¿A lo mejor ella y Jackie habían mantenido relaciones sexuales con ese par de noruegos en ocasiones anteriores y entonces la víctima se había quedado preñada y había intentado presionar al noruego para que le diera dinero y todo se fue al garete y le quitaron la vida?

Entonces le sonó el móvil.

Era su madre. Quería invitarla a cenar.

—¿Esta noche?

—Sí. ¿Tienes otros planes?

—Ahora mismo voy en un tren de vuelta de Nordkoster y…

—¿Cuándo llegas?

—A eso de las cinco, pero luego tengo que…

—Pero ¿qué es esa voz? ¿Estás enferma?

—Solo un poco…

—¿Tienes fiebre?

—Es posible, no me he…

—¿La garganta inflamada?

—Un poco.

En apenas cinco segundos, las preguntas de preocupación de Maria devolvieron a Olivia a los tiempos en que tenía cinco años. Estaba enferma y su mamá se preocupaba por ella.

—¿A qué hora?

—A las siete —dijo Maria.

El hotel Esplanade en Strandvägen es precioso. Visto desde el mar es una mezcla impresionante de arquitectura antigua que se extiende a lo largo de la calle arbolada. Sobre todo si uno levanta la vista y mira los tejados. Todas esas indómitas formaciones de torres y ángulos y muros. Es un rostro digno que ofrecer al resto del mundo.

Lo que se oculta tras el rostro ya es otro asunto.

La belleza de la calle no era precisamente lo que ocupaba los pensamientos de Bertil Magnuson mientras avanzaba por el muelle, a una distancia prudente de cualquier posible Pygge, Mygge o Tusse. Su esposa, ligeramente preocupada, lo había dejado en Nybroplan después de que él le asegurara con voz firme que ya todo volvía a estar bien. Simplemente le había agobiado un poco todo aquello de la ceremonia y el rey y todo el alboroto en la calle.

—Ya estoy bien —concluyó.

—¿Seguro?

—Seguro. Debo pensar un poco en un acuerdo que tenemos que negociar el miércoles. Daré un paseo.

Lo hacía a menudo cuando tenía que reflexionar sobre algo, así que Linn lo dejó y se fue.

Bertil estaba visiblemente crispado cuando se alejó por la calle. Había entendido inmediatamente quién estaba detrás de aquella conversación grabada.

Nils Wendt.

En otros tiempos, un amigo muy cercano. Un mosquetero. Uno de los tres que se mantuvieron unidos durante los estudios en la Escuela Superior de Comercio en los años sesenta. El tercero era Erik Grandén, actualmente secretario de Estado del Ministerio de Asuntos Exteriores. El trío se había considerado a sí mismo la versión moderna de los héroes de Dumas. Incluso tenían una divisa: uno para todos.

Hasta ahí alcanzaba su capacidad inventiva.

Sin embargo, estaban convencidos de que dejarían al mundo pasmado. Al menos a parte de él.

Y lo consiguieron.

Grandén se convirtió en un niño prodigio de la política y presidente de las juventudes del Partido Moderado a los veintiséis años. Él y Wendt fundaron MWM, Magnuson Wendt Mining, que pronto se convertiría en una compañía de prospecciones audaz y próspera, tanto dentro como fuera del país. Hasta que las cosas empezaron a torcerse.

No para la compañía, que creció, tanto en el ámbito global como en el aspecto financiero, y empezó a cotizar en Bolsa después de unos años, sino para Wendt. O para la relación entre Bertil y Wendt. Les iba mal. Y la cosa acabó con el abandono de Wendt. Se fue. Y fue sustituido por World: Magnuson World Mining.

Y ahora Wendt había vuelto.

Con una conversación sumamente desagradable que habían mantenido él y Bertil. Una conversación que Bertil no sabía que había sido grabada, pero de cuya trascendencia fue consciente enseguida. Si llegaba a hacerse pública, los tiempos de Bertil Magnuson como gran triunfador habrían terminado.

En todos los sentidos.

Miró de reojo hacia Grevgatan. Había nacido allí, en una dirección impecable de la ciudad. En su habitación de infancia oía las campanas de la iglesia de Hedvig Eleonora. Había nacido en una familia de industriales. Su padre y su tío habían sido los pioneros: Adolf y Viktor, los hermanos Magnuson. Habían levantado una pequeña pero productiva compañía minera, poseían una sensibilidad especial para los minerales y habían crecido de la minería nacional a la explotación internacional. Con el tiempo, pusieron la empresa familiar en el mapamundi y pudieron ofrecerle a Bertil un trampolín en forma de acciones que lo catapultó a la vida económica.

Él, obstinado, había pensado en términos más audaces. Participó en la administración de la compañía, pero al mismo tiempo investigó otros mercados posibles de explotación, más allá del tradicional. Mercados contra los que padre y tío le advirtieron.

Mercados exóticos.

Mercados complicados.

Que exigían toda clase de tejemanejes con todo tipo de potentados prepotentes y despóticos. Gente con la que los hermanos Magnuson jamás se hubieran mezclado. Sin embargo, los tiempos cambian, y su padre y su tío murieron. En cuanto estuvieron bajo tierra, Bertil fundó una filial con la ayuda de Nils Wendt.

El agudamente inteligente Wendt. Uno de los tres mosqueteros. Un genio de las prospecciones, los análisis mineros y la estructura de mercados. De todo lo que a Bertil le resultaba difícil. Juntos se convirtieron en pioneros industriales en más de un continente. Asia, Australia y, sobre todo, África. Hasta que su amistad se rompió y de pronto Wendt desapareció debido a algo muy desagradable que Bertil había reprimido durante todo ese tiempo. Subliminado. Convertido en un no-suceso.

Nils Wendt no.

Era evidente.

Porque tenía que ser Nils quien había llamado para hacerle escuchar aquella conversación. No cabía otra posibilidad.

De eso Bertil estaba convencido.

Cuando llegó al puente de Djurgård ya se había formulado la primera pregunta: ¿Qué demonios está buscando? Y la segunda: ¿Más dinero? Y justo cuando se disponía a acometer la tercera (¿Dónde está?), volvió a sonar el móvil.

Bertil se lo cogió y lo mantuvo apretado contra el muslo, pasaba gente por su lado continuamente, muchos con perros, era esa clase de avenida. Accionó el móvil y se lo llevó a la oreja.

Sin decir nada.

—¿Hola?

Era Erik Grandén, el aplicado tuitero que esperaba encontrar una peluquería en Bruselas. Bertil reconoció su voz de inmediato.

—Hola, Erik.

—¡Felicidades por el premio!

—Gracias.

—¿Cómo estaba el rey? ¿En buena forma?

—Sí.

—Perfecto, perfecto. ¿Hay posfiesta?

—No, yo… Esta noche. ¿Has encontrado un peluquero?

—Todavía no, el que quería está ocupado. Es extraño. Pero me han dado los datos de una peluquería que espero tener tiempo de visitar antes del programa matinal. ¡Te llamo el fin de semana! ¡Saludos a Linn!

—Gracias. Hasta pronto.

Colgó y pensó en Erik. Grandén. El tercer mosquetero. También él un peso pesado en su campo. Con una enorme red de contactos, tanto dentro como fuera del país.

—Mételo en el consejo de administración —había dicho la madre de Bertil después de la muerte de su padre, cuando él le habló de los extensos tentáculos de su amigo.

—Pero no sabe nada de minería —objetó Bertil.

—Tú tampoco. Lo que sí sabes es rodearte de gente que sí sabe. Gente adecuada. Eso lo sabes hacer muy bien. Mételo en el consejo.

La segunda vez que lo dijo, Bertil se dio cuenta de que era una idea brillante. ¿Por qué no se le había ocurrido a él? Seguramente los árboles no le dejaron ver el bosque. Erik estaba demasiado cerca, como amigo y también como mosquetero. Era evidente que debía estar en el consejo de administración de MWM.

Y así fue.

Erik acabó en el consejo. Al principio, un poco como un favor de amigo. Pero, puesto que con el tiempo se había hecho con un considerable paquete de acciones de la compañía, también podía esperarse que asumiera parte de la responsabilidad. Al fin y al cabo, podía tirar de algunos hilos a los que Bertil no tenía acceso. A fin de cuentas, se trataba de Erik Grandén.

Así fue, pues, durante muchos años, hasta que Erik ascendió tanto en el escalafón político que le resultó un poco delicado mantener el puesto en el consejo de administración de una compañía privada que recibía bastantes críticas en los medios de comunicación.

Entonces dimitió. Ahora se encargaban de lo que había que encargarse entre cuatro paredes. Así la situación era menos delicada.

De puertas afuera eran simplemente buenos amigos.

De momento.

Erik no tenía ni idea de la conversación grabada ni de su origen. Si se enteraba, la banda de mosqueteros se vería sometida a una gran prueba.

Incluso en el terreno político.

Eran casi las siete de la tarde. Jelle había vendido tres revistas en cuatro horas. No era para lanzar cohetes. Ciento veinte coronas, sesenta para él. O sea, quince coronas la hora. Pero le alcanzaría para una lata de albóndigas de pescado, aunque no le gustaban, lo que quería comer era la salsa de bogavante que venía en la lata. La verdad es que la comida le importaba bien poco, nunca le había importado, ni siquiera en los tiempos en que podía haberse permitido de todo. Para él, la comida no era más que alimento. Si no había comida había que procurarse el alimento de otra manera. Lo conseguía, eso también. La comida no era su mayor problema, sino la vivienda.

Tenía su cobertizo de madera en el lago de Järla, pero empezaba a crisparle los nervios. Algo se había instalado entre aquellas paredes. Algo que sentía en cuanto entraba y que cada vez le dificultaba más conciliar el sueño. Estas paredes llevan demasiado tiempo oyendo gritos, pensó, ha llegado el momento de que me mude. Aunque «mudarse» era decir mucho. Te mudas de una casa o de un piso, no de un cobertizo pelado e inhóspito, sin ningún mueble. De un lugar así escapas.

Había llegado el momento de escapar.

Justamente ahora estaba pensando adónde. Había pernoctado en diversos lugares de la ciudad, algunas veces en albergues, pero no era lo suyo. Mucha pelea, mucho alcohol y mucha droga, además de un personal que debía deshacerse de uno a más tardar a las ocho de la mañana. Tenía que encontrar otra cosa.

—¡Eh, Jelle! ¿Te has peinado con una granada de mano?

Vera
la Tuerta
se acercaba muy sonriente y señalando el pelo revuelto de Jelle. Al final había vendido treinta revistas en Ringen y ahora estaba aquí, en el centro comercial de la plaza de Medborgarplatsen. Un lugar que Jelle había acaparado el otro día. Al fin y al cabo, Benseman no estaba. Un buen lugar, o eso creía. Las tres revistas de hoy lo contradecían un poco.

—Hola —dijo él.

—¿Qué tal te va?

—Así, así… Tres.

—Yo he vendido treinta.

—Qué bien.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir aquí?

—No lo sé, todavía me quedan unas cuantas.

—Yo podría comprártelas.

A veces, los vendedores se compraban las revistas entre ellos, para echarse una mano. Es decir, las compraban a precio de coste, esperando tener mejor suerte. Así pues, la oferta de Vera era perfectamente razonable.

—Gracias, pero…

—Tu orgullo te impide aceptar, ¿verdad?

—Es posible.

Vera se rio y metió el brazo por debajo del de Jelle.

—El orgullo no llena el estómago.

—No tengo hambre.

—Tienes frío.

Vera le cogió la mano. La verdad es que estaba muy fría, lo que resultaba un tanto extraño, pues hacía más de veinte grados. Aquella mano no debería estar fría.

—¿Has vuelto a dormir en esa chabola anoche?

—Sí.

—¿Cuánto más piensas soportarlo?

—No lo sé…

Se hizo el silencio entre ellos. Vera le miró el rostro y Jelle miró hacia el centro comercial. Los segundos se convirtieron en minutos, hasta que él la miró.

—¿Te parece bien si yo…?

—Sí.

No se dijeron nada más, no hacía falta. Jelle metió sus revistas en su pequeña y ajada mochila y se fueron. De camino a la caravana y ya pensando en lo que allí sucedería.

Y si vas absorto en tus pensamientos difícilmente reparas en la presencia de un par de jóvenes con chaquetas y capucha en el jardín de Björn que te siguen con la mirada. Ni siquiera adviertes que empiezan a seguirte.

La casa adosada de Rotebro se construyó a mediados de los años sesenta. La familia Rönning era el propietario número dos. Era una casa roja, bonita y bien cuidada, ubicada en un tramo resguardado de la calle, en un barrio con el mismo tipo de edificaciones. Olivia se había criado aquí, hija única, pero el barrio bullía de niños con los que jugar. Ahora la gran mayoría estaba a punto de incorporarse a la vida adulta y a otras viviendas en otros lugares. Ahora en el barrio vivían sobre todo padres solitarios.

Como Maria.

Other books

Stand Against Infinity by Aaron K. Redshaw
It's Not Easy Being Bad by Cynthia Voigt
Back Track by Jason Dean
alt.human by Keith Brooke
The Age of Grief by Jane Smiley
My Bluegrass Baby by Molly Harper