Allí mismo, en la caravana, pero sin quedarse a dormir.
Noches en que ella había luchado por no romperse. Por no ceder a las presencias maníacas que le asaltaban la cabeza y clamaban por salir. A veces él la abrazaba durante horas y le hablaba en voz baja sobre luces y sombras, sobre sí mismo, sobre cualquier cosa que la mantuviera aquí. A menudo resultaba útil. A menudo ella se dormía finalmente con la cabeza apoyada contra su pecho, con una respiración desagradablemente irregular. Ahora respiraba con notable regularidad.
Jelle se inclinó sobre su rostro y deslizó el dedo delicadamente por sus pequeñas cicatrices casi invisibles. Sabía del manojo de llaves. Había escuchado la historia varias veces, y siempre había sentido una ira impotente.
¿Cómo podían haberle hecho esa salvajada a una niña?
Cubrió el cuerpo de Vera con una manta, se levantó y se sentó en la otra litera. Un poco ausente, se volvió a vestir y se echó.
Así permaneció un rato.
Luego se volvió a levantar.
Evitó mirar a Vera.
Cerró la puerta de la caravana con cuidado. No quería despertarla, no quería tener que explicar lo que no podía explicar: por qué se iba. Simplemente se fue, dándole la espalda a la caravana, a través del bosque.
A través de Ingenting. De la nada.
Al final, Bertil Magnuson había hecho de tripas corazón al llegar al puente de Djurgård y había admitido que tenía que actuar. Todavía no había decidido cómo. Lo primero que hizo fue apagar el móvil y considerar la posibilidad de cambiar de número, pero sabía el riesgo que eso conllevaría. A Wendt se le podía ocurrir llamarle a casa y entonces podía contestar Linn. Eso no sería bueno. Sería una catástrofe.
Así pues, se consoló apagando el teléfono, cerrando los ojos y esperando que la cosa no fuera a más.
Que acabara en una única conversación.
Antes de volver a casa pasó por las oficinas centrales de Sveavägen. El personal había comprado flores y champán. Toda la compañía estaba al tanto del premio y nadie había mencionado las manifestaciones con motivo de la ceremonia, faltaría más. La lealtad era absoluta. Si alguien no era leal al cien por cien, no costaba nada encontrar un sustituto para su puesto.
Una vez en su despacho, llamó a la televisión para hacer un comentario sobre un reportaje dedicado a MWM. Un reportaje verdaderamente mierdoso. Después de su intervención le había pedido a su secretaria que redactara una nota de prensa que subrayara el agradecimiento de MWM por la distinción y cómo esta animaba a la compañía a seguir apostando por la minería sueca en el extranjero. Sobre todo en África.
El toro por los cuernos.
Ahora estaba cerca de su casa en Stocksund. Era tarde y ojalá que a Linn no se le hubiera ocurrido invitar a todo el mundo para celebrarlo. No lo soportaría.
No lo había hecho.
Linn se había ocupado de preparar una sencilla cena para dos. Conocía a su marido. Disfrutaron de la comida en medio de un silencio relativo, hasta que ella dejó los cubiertos sobre el plato.
—¿Cómo te sientes? —Linn desvió la mirada hacia el mar mientras formulaba la pregunta.
—Bien. ¿Te refieres a…?
—No. Me refiero en general.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque estás ausente.
Conocía a su marido muy bien. Bertil se había distanciado en cuanto cogió una copa de vino. No solía hacerlo. Tenía la capacidad para dejar cada cosa en su sitio, y en casa él le pertenecía a ella. En casa estaban solos, mantenían una relación íntima, privada. En contacto el uno con la otra.
Ahora no lo estaban.
—¿Es por los manifestantes?
—Sí —mintió él; la verdad no estaba en el menú.
—No es la primera vez. ¿Por qué te preocupa ahora?
—Parece que la cosa se ha puesto más fea de lo previsible.
Incluso Linn se había dado cuenta. También aquella misma tarde había visto un reportaje televisivo acerca de MWM, inusualmente enconado y con un marcado enfoque tendencioso.
O eso le pareció a ella.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar? Algo que nosotros…
—No. Ahora no, no tengo ganas. ¿Al rey le gustó tu vestido?
Y con eso se cerró el tema.
Entonces todo se tornó privado, íntimo. Lo suficientemente íntimo para que lo que Linn solía pensar de su relación se trasladara a la cama de matrimonio. Fue breve pero «satisfactorio». Y de pronto, para ser Bertil, inusitadamente intenso. Como si en la cama se hubiera librado de algo, pensó Linn. No le preocupó, siempre y cuando tuviera que ver con los negocios y nada más.
Cuando ella se hubo dormido, él se levantó.
Envuelto en su elegante albornoz gris, fue a la terraza sin encender ninguna luz, sacó el móvil y encendió un purito. Hacía años que no fumaba, pero hoy, casi sin pensarlo, había comprado una cajetilla de camino a casa. Con manos ligeramente temblorosas encendió el teléfono, aguardó y vio que había recibido cuatro mensajes. Los dos primeros eran felicitaciones de gente que consideraba importante estar a buenas con Bertil Magnuson. El tercero, silencio; tal vez de alguien que se había arrepentido ya que no pensaba que fuera tan importante estar a buenas con él. Y entonces llegó el cuarto. Un fragmento de una conversación grabada.
«Sé que estás dispuesto a llegar lejos, Bertil, pero ¿hasta el asesinato?»
«Nadie puede relacionarlo con nosotros.»
«Pero nosotros lo sabemos.»
«No sabemos nada… si no queremos. ¿Por qué estás tan preocupado?»
«¡Porque ha sido asesinada una persona inocente!»
«Esa es tu interpretación.»
«¡¿Y cuál es la tuya?!»
«Solucioné un problema.»
Incluía un par de réplicas más de la misma conversación. Entre las mismas personas. Hablando de un problema ya solucionado. Hacía muchos, muchos años.
Y que de pronto creaban uno nuevo. Hoy.
Un problema que Bertil no sabía cómo manejar. Si surgía un problema, solía hacer una llamada y el problema desaparecía. Llamadas suyas a varios potentados en el mundo habían conseguido que desaparecieran varios problemas. Esta vez no tenía a nadie a quien llamar. Era él a quien llamaban. Maldita situación.
Y maldito fuera Nils Wendt.
Cuando se volvió, Linn estaba frente a la ventana del dormitorio, mirándolo.
Se apresuró a esconder el purito a la espalda.
Un ruido despertó a Vera. Un ruido que no reconoció. Penetró en su sueño y la llevó a incorporarse sobre el codo. La litera de al lado estaba vacía. ¿El ruido provenía de Jelle? ¿Estaba fuera, meando, o qué? Se levantó y se envolvió el cuerpo desnudo y caliente con una manta. Jelle debía de haberla cubierto con ella después de hacer el amor, pensó. Porque era lo que habían hecho. El amor. Así lo había vivido Vera, y eso escalfaba su alma herida. Lo había sentido como un acto perfecto, algo que podía haber ido muy mal. Sonrió. Esta noche no soñaré con el puto manojo de llaves, pensó al abrir la puerta.
El golpe la alcanzó directamente en la cara.
Cayó hacia atrás, sobre la litera. La sangre manó a borbotones de su boca y su nariz. Uno de los tipos logró colarse en la caravana antes de que ella pudiera levantarse y volvió a atizarla. Pero Vera era fuerte. Se echó a un lado y se puso en pie lanzando los brazos como molinillos. El reducido espacio convirtió la pelea en un caos. El gamberro soltó golpes y Vera soltó golpes. El otro entró con la cámara del móvil encendida, pero comprendió que tendría que echarle una mano a su compañero para tumbar a aquella bruja asquerosa.
Así pues, fueron dos contra Vera. Y puesto que ella se resistió con violencia, recibió con violencia. Tardaron casi diez minutos en derribarla propinándole un golpe con la bombona de gas en la nariz. Un par de minutos más tarde la dejaron inconsciente a patadas. Cuando finalmente se quedó inmóvil en el suelo, el cuerpo desnudo y ensangrentado, uno de los gamberros volvió a grabar con su móvil.
A varios kilómetros de allí, un hombre estaba sentado en el suelo de un cobertizo medio derruido, luchando con su propia ruindad. Entendía lo que Vera sentiría cuando despertara y cómo lo miraría cuando se volvieran a ver y él no tuviera ninguna explicación válida que ofrecerle. Ninguna explicación. Lo mejor tal vez fuera que no volvieran a verse.
Eso pensaba Jelle.
Unas solitarias hojas del año pasado revoloteaban por el suelo arrastradas por el viento, entre los árboles se divisaba la reverberante bahía; al otro lado, la montaña y el bosque, dentro del cual había un claro, un área de descanso donde el ayuntamiento construiría una pista de deportes al aire libre. Antes tenían que retirar aquella caravana roñosa.
Arvo Pärt caminaba renqueando por el bosque, sobre la bahía. Andar le costaba un poco, pues le dolían las piernas de tanto entrenar. El partido de fútbol de la otra noche había dejado sus huellas. Sin embargo, los dos goles marcados compensaban con creces el leve dolor físico que sentía. No era por eso que se dirigía a casa de Vera, sino por otra clase de dolor. Cerca del lago Trekanten, en algún momento de la noche se había encontrado con un muchacho con el que había compartido unas cuantas latas, pero de repente el chico se había enfurecido.
—¡Tú no eres el maldito Arvo Pärt!
—¿Qué coño quieres decir?
—Arvo Pärt escribe música y es famoso. ¿Por qué diablos dices que te llamas Arvo Pärt? ¿Estás loco, o qué?
Al principio Arvo Pärt, que hacía mucho tiempo se había esforzado en olvidar que se llamaba Silon Karp, se cabreó de lo lindo, luego se quedó callado y finalmente rompió a llorar. ¿Por qué no podía ser Arvo Pärt? ¡Lo era! ¿Por qué alguien se atrevía a ponerlo en duda? Ahora se dirigía renqueante a la caravana de Vera. Allí encontraría consuelo. Vera sabía cómo arreglar a la gente que se derrumbaba un poco.
Sobre todo, Vera sabía que él era Arvo Pärt.
—¡Vera!
Pärt llamó a la puerta varias veces. Nadie abría la puerta de Vera así como así, ella podía montar en cólera.
Esa mañana difícilmente podría hacerlo. Ni eso ni otra cosa. Pärt lo comprendió en cuanto osó abrir la puerta y vio un cuerpo desnudo echado en el suelo en medio de un charco de sangre seca con una hilera de hormigas alrededor.
No reconoció su rostro.
Había varios dientes partidos esparcidos por el suelo.
Olivia despertó de golpe, despabilada, sintiendo la garganta mucho mejor. La medicina de mamá, pensó. ¿A lo mejor Maria podría dedicarse a la medicina alternativa? Miel con un poco de abracadabra en lugar de la paranoia de la casa de veraneo. Y entonces se acordó de Eva Carlsén, la mujer que su madre había visto en la televisión y que había escrito un libro acerca del negocio de las chicas
escort
.
Había encontrado a Carlsén en la guía Eniro.
Olivia le propuso verse en lugar de arreglarlo por teléfono. No le gustaba el teléfono, era de poco hablar. Además, quería poder tomar notas. Así pues, quedaron en el barrio de Skeppsholmen. Carlsén tenía una reunión allí que acabaría sobre las once, y a las once y media estaban sentadas en uno de los bancos de Skeppsholmen con vistas a las aguas del naufragio del
Vasa
.
—¿Dices que conociste a Jackie Berglund?
—Así es.
Carlsén le había hablado un poco sobre su reportaje dedicado al negocio de las
escort
. De cómo había empezado todo a raíz de que una amiga suya le comentara que en su juventud había trabajado de chica
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durante unos años y cómo esa casualidad había despertado su curiosidad. Había comprendido rápidamente que era un negocio próspero, más hoy en día gracias a internet. Sin embargo, existía también un negocio oculto, más exclusivo, y era aquí donde entraba Jackie Berglund. Ella llevaba una de esas empresas de
escort
que nunca aparecía en los anuncios ni en la web.
—¿Cómo se llamaba la empresa? —preguntó Olivia.
—Red Velvet.
—¿Lo dirigía ella misma?
—Sí, y la sigue dirigiendo, por lo que sé. Es una mujer de negocios bastante emprendedora y exitosa.
—¿En qué sentido?
—Se lo ha ganado a pulso. Empezó como
escort
y fue subiendo poco a poco, estuvo un tiempo con ese tal Minken, consiguió reunir unas cuantas chicas y abrió su propio negocio.
—¿Delictivo?
—Las empresas de acompañamiento no son de por sí delictivas, pero si incluyen servicios sexuales organizados se clasifican como los prostíbulos.
—¿Y su negocio lo era?
—Probablemente, pero nunca encontré pruebas que lo pudieran corroborar.
—¿Lo intentaste?
—Sí, pero tuve la sensación de que contaba con personas de las altas esferas que la protegían.
—¿Por ejemplo?
—No lo sé. He traído un poco de mi material, no sé si lo quieres…
—¡Claro que sí!
Carlsén le pasó una carpeta y preguntó:
—¿Por qué te interesa Jackie Berglund?
—Aparece en un antiguo caso de asesinato en el que estoy trabajando, para la escuela, una mujer asesinada en Nordkoster.
—¿Cuándo?
—En 1987.
Carlsén reaccionó visiblemente.
—¿Sabes algo acerca del caso? —preguntó Olivia.
—Sí, la verdad es que sí. Fue terrible, entonces yo tenía una casa de veraneo allí.
—¿En Nordkoster?
—Sí.
—¿Estabas allí cuando ocurrió?
—Sí.
—¿De veras? Qué coincidencia. ¡Cuenta! Estuve allí y conocí a una tal Betty Nordeman que…
—La mujer de las cabañas.
Carlsén sonrió.
—¡Sí! Y ella también estuvo allí, claro, y me contó muchas cosas acerca de la gente extraña que se alojaba en las cabañas por aquella fecha. Pero ¡cuenta!
Carlsén miró el mar.
—Estaba allí para vaciar mi casa, iba a venderla, solo estuve durante el fin de semana. Al atardecer oí un helicóptero y vi que se trataba de uno sanitario. En un primer momento creí que alguien se había caído de un barco o algo así, pero luego llegó la policía y hablaron con todo el mundo en la isla… Bueno, fue bastante desagradable. Pero, dime, ¿realmente os han dado este caso como trabajo escolar? ¿La policía piensa retomarlo?
—En absoluto; parece que está totalmente aparcado. Ni siquiera consigo dar con el tipo que dirigió la investigación. Pero la verdad es que Jackie Berglund despertó mi curiosidad.
—¿Ella estuvo allí? ¿Cuándo ocurrió?
—Sí.
—¿Qué hacía allí?