Olivia le contó que la policía la había interrogado, pero que sus respuestas no habían conducido a nada. Carlsén asintió con la cabeza.
—Sin duda esta mujer pudo estar metida en muchos asuntos turbios. Le hice una entrevista hace un par de años, si quieres te puedo enviar el archivo.
—Sería muy útil.
Olivia arrancó una hoja de su libreta, anotó su dirección de correo electrónico y se la dio.
—De acuerdo. Pero prométeme que tendrás cuidado —dijo Carlsén.
—¿Qué quieres decir?
—Si vas a fisgonear en el entorno de Jackie Berglund, debes saber que se rodea de gente bastante dura.
—Entiendo.
Carlsén iba a levantarse.
—¿Y tú en qué trabajas ahora mismo? —preguntó Olivia.
—Estoy escribiendo una serie de artículos sobre la violencia juvenil, o sobre lo que se manifiesta en los vídeos que ciertos jóvenes cuelgan en internet, jóvenes que agreden a gente sin techo, graban sus agresiones y luego las cuelgan.
—Las he visto. Son muy desagradables.
—Sí. Esta mañana colgaron uno nuevo.
—¿Tan repugnante como los otros?
—Aún peor.
Jelle le había dado vueltas a su visita a la caravana toda la noche, no se había dormido en el cobertizo hasta el amanecer. Ahora estaba sentado en los locales de Ny Gemenskap, intentando despertar su cuerpo del letargo con la ayuda de una taza de insulso café solo. Había decidido no esconderse. No merecía la pena. Iría a buscar a Vera a Ringen, o donde fuera que estuviese, y le pediría perdón.
No podía hacer mucho más.
Justo cuando se levantaba, sonó su móvil. Un SMS. Lo abrió y leyó. Estaba pésimamente escrito, pero su significado era cristalino y la firma clara.
Pärt.
A Jelle le había dado tiempo a pensar en muchas cosas antes de llegar al bosque de Ingenting. Su imaginación había volado hasta los lugares más recónditos. A ratos había corrido, ahora avanzaba a toda prisa entre los árboles y las rocas, resollando. Fue entonces cuando lo vio. Al lado de la caravana: Rune Forss.
La policía.
Había tratado con Forss anteriormente y sabía qué clase de hombre era. Ahora Forss estaba delante de la caravana fumando un cigarrillo. Jelle se escondió detrás de un árbol e intentó calmarse. El corazón le había palpitado a compases muy diversos durante la última media hora, el sudor le resbalaba por el cuerpo. Entonces vio una mano que le hacía gestos un poco más allá, entre unos arbustos.
Pärt.
Jelle se acercó. Pärt estaba sollozando inconsolable, sentado en una enorme piedra. La saliva y los mocos se mezclaban en su barbilla. Se había quitado el jersey. Su torso desnudo estaba cubierto de tatuajes de platos de porcelana, tanto por delante como por detrás, con decoraciones azules y rojas. Se secaba el rostro una y otra vez con el jersey. Pärt la había encontrado y había dado la alarma, y fue él quien estaba allí cuando llegó la policía y se llevaron a Vera
la Tuerta
en una ambulancia con la sirena encendida.
—¿Estaba viva?
—Eso creo, sí.
Jelle clavó la mirada en el suelo y flaqueó un poco. Al menos seguía viva. Pärt le contó que la policía lo había interrogado. Habían constatado que la agresión se había producido muchas horas antes, en algún momento de la noche. Jelle supo cuándo debió de ocurrir: cuando él abandonó la caravana y desapareció.
Sin motivo alguno.
Había huido como una rata.
De pronto vomitó.
El hombre que salió de la caravana se llamaba Janne Klinga y pertenecía al equipo de Rune Forss de investigación de las agresiones a los sin hogar, a los
misshandlade hemlösa
, que en su jerga llamaban «los MH». Klinga se acercó a Forss, que seguía fumando.
—¿Los mismos agresores?
—Tal vez sí, tal vez no.
—Si la mujer fallece se convertirá en una investigación por asesinato.
—Sí, pero al menos no tendremos que cambiar las siglas. Al fin y al cabo, MH también responde a
mördade hemlösa
, asesinados sin hogar; nos va bien.
Klinga lo miró de reojo. Forss no le caía especialmente bien.
De camino de vuelta, después de la reunión con Carlsén, Olivia llamó a Lenni y le propuso que se vieran un rato. Había descuidado a su amiga durante mucho tiempo.
Ahora estaba sentada en el Blå Lotus, una pequeña terraza, a poca distancia de su casa. Tomaba té rojo mientras pensaba en Carlsén. Le parecía que habían conectado inmediatamente, como ocurre de vez en cuando con ciertas mujeres. Muy diferente había sido el encuentro con la fría Marianne Boglund. Carlsén era una mujer abierta y atenta.
Tenía la carpeta abierta sobre la mesita. Jackie Berglund tenía su propio apartado. Mientras esperaba a Lenni, empezó a leer.
Era un material bastante voluminoso.
Has ascendido unos cuantos peldaños desde los noruegos en Nordkoster, pensó mientras estudiaba el negocio de Jackie. La oferta de chicas
escort
de Red Velvet era amplia. Sin embargo, probablemente no fuera la parte más lucrativa, tal como señalaba Eva en una nota a pie de página. La verdadera mina de oro tenía lugar a través de canales muy diferentes.
Con clientes muy distintos.
Altos cargos, pensó Olivia. Y llegados a este punto, justo ahora, habría pagado por echar un vistazo a la cartera de clientes de Jackie. ¿Qué nombres encontraría? ¿A alguien que pudiera reconocer? Se sintió un poco como en el libro
Los Cinco resuelven el caso
.
Aunque ella no era cinco. Estaba sola, tenía veintitrés años, estudiaba en la Escuela Superior de Policía y se esperaba de ella que hubiera dejado atrás ese mundo hace tiempo. Sin embargo, no era del todo así. Tenía entre manos un asesinato sin resolver, con un cadáver y un enigma que resolver. Un enigma con el que su padre se había peleado en su día. Se disponía a abrir una barrita energética y zampársela cuando apareció Lenni.
—¡Hola, guapa, siento llegar tarde!
Lenni se inclinó y le dio un abrazo. Lucía un vestido de verano amarillo muy fino y escotado, y olía a Madame, su perfume favorito. Su larga cabellera rubia estaba recién lavada y los labios pintados de un rojo subido. Lenni siempre se pasaba un poco, pero era la mejor y más leal amiga de Olivia.
—¿Qué haces? ¿Estás escribiendo una tesis?
—No. Es ese trabajo para la escuela del que te hablé, ya sabes.
Lenni resopló.
—¿No has terminado todavía? Tengo la sensación de que llevas una eternidad con ese trabajo.
—Pues no es verdad, pero es bastante extenso, así que tardaré un poco en…
—¿Qué estás tomando?
Fiel a su costumbre, Lenni la interrumpió cuando el tema de conversación se le hacía demasiado aburrido. Olivia le dijo lo que tenía en la taza. Lenni entró en la cafetería para pedir. Cuando volvió a salir, Olivia había recogido el material sobre Jackie Berglund y se había preparado para una total actualización de la vida de su amiga.
Y la tuvo. Con pelos y señales, incluso los que no le interesaba conocer. Vio fotos de Jakob, tanto vestido como desnudo, y oyó hablar del jefe chiflado de Lenni. Ahora mismo, en un videoclub. Olivia se rio de sus comentarios afilados y certeros sobre las aventuras y el destino de ella y de un montón de gente más. Lenni tenía la impagable capacidad de conseguir que Olivia desconectara y volviera lentamente a la vida normal de una chica de veintitrés años. Casi se arrepentía de no haber acompañado a su amiga aquella noche en Strand. Supongo que me he vuelto un poco aburrida, pensó Olivia. Primero absorta en las clases de la Escuela Superior de Policía y ahora entregada a un caso con telarañas.
Así pues, ambas decidieron celebrar una noche de vídeos. Solo ellas dos. Verían vídeos de terror, beberían cerveza y comerían ganchitos. Y todo sería como antes.
Antes de Jackie Berglund.
La bola de la ruleta daba vueltas cada vez más lentas. Al final cayó en el cero, el número que podía arrasar con cualquier sistema infalible, si es que existía tal sistema.
Había quien así lo afirmaba, que incluso creía en él.
Pero Abbas no, ni por un momento. Abbas el Fassi era crupier y había visto pasar la mayoría de sistemas por sus mesas de juego. Aquí, en el casino Cosmopol de Estocolmo, y en muchos casinos de todo el mundo. Sabía que no existía un sistema infalible, capaz de proporcionar una fortuna en la mesa de la ruleta. Existía la suerte y luego estaban las trampas.
Ningún sistema.
Sin embargo, la suerte, como ya se ha dicho, sí podía dar dinero en cualquier ruleta. Sobre todo si has colocado la máxima apuesta de la mesa en el cero y la bola aterriza allí. Y acababa de ocurrir. Le dio una buena suma de dinero al jugador, un empresario con las bolsas bajo los ojos recién extirpadas y un gran problema que lo atormentaba.
Bertil Magnuson retiró el considerable premio y le dio su parte a Abbas, como era costumbre. Otra parte se la pasó al hombre que tenía al lado. Lars Örnhielm, Latte para los amigos, uno de los amigos del círculo más cercano de Bertil. Estaba moreno por los rayos UVA y vestía de Armani. Latte aceptó de buen grado las fichas y las distribuyó rápidamente de cualquier manera por la mesa. Como pollos de granja, pensó Abbas.
Entonces el móvil de Bertil vibró en su bolsillo.
Había olvidado apagarlo.
Se levantó al tiempo que lo sacaba del bolsillo. Se apartó de los buitres agolpados detrás de los jugadores y buscó un lugar donde hablar tranquilamente.
Aunque no tan lejos como para que Abbas no pudiera seguirlo con su mirada de crupier profesional. No veía nada, pero lo observaba todo. Toda la atención puesta en la mesa de juego, pero con unos ojos polifacéticos, como si una avispa hubiera mudado de especie.
Así, vio cómo Magnuson, uno de sus clientes habituales, se llevaba el móvil a la oreja sin pronunciar palabra, pero con una mímica que revelaba bastante de lo que estaba oyendo.
Desde luego, nada que le agradase oír.
Más tarde, ya en el restaurante Riche, Abbas pensó largo rato en aquella llamada. No porque fuera especialmente larga, sino porque Magnuson abandonó el casino apenas colgar. Con una fortuna no demasiado jugosa todavía sobre la mesa y un compañero de juegos desconcertado que no podía entender que Magnuson se hubiera ido antes de acabar sus fichas. Entonces Latte pensó que debería seguirlo. Pero antes de hacerlo, intentó administrar el capital de Magnuson de la mejor manera y lo perdió todo en un cuarto de hora.
Un pollo de granja.
Luego se fue.
Pero Abbas pensaba en la llamada telefónica. ¿Por qué Magnuson se había ido de inmediato? ¿De qué se trataría? ¿Negocios? Podía ser, pero había tenido a Magnuson como cliente habitual lo suficiente para saber que era un hombre cuidadoso con el dinero. No tacaño, pero tampoco de los que tiran el dinero. Y esa noche, al marcharse, se había dejado en la mesa varios billetes de mil coronas.
Abbas pidió un agua mineral en la barra y se colocó un poco alejado de los demás clientes. Era un espectador nato, tenía treinta y cinco años, de origen marroquí y criado en Marsella. En una vida anterior se había ganado la vida como vendedor ambulante de bolsos de marca plagiados. Primero en Marsella, luego en Venecia. Tras una pelea a navajazos en el Ponte di Rialto había trasladado su negocio a Suecia. Más tarde corrieron aguas policiales bajo puentes bien distintos que llevaron a Abbas a cambiar, tanto de filosofía de vida como de profesión. Estudió para crupier y se dejó fascinar por el sufismo.
Actualmente tenía un contrato fijo en el casino Cosmopol.
Escurridizo, dirían muchos a primera vista. Esbelto, bien afeitado. A veces se pintaba una discreta raya de kajal para acentuar su mirada. Siempre vestía ropa de buen corte, hecha a medida, siempre en colores discretos; su manera de vestir era impecable. A corta distancia parecía que le hubieran pintado los trajes directamente sobre el cuerpo.
—¡Hola!
La chica que llevaba mirando un rato a Abbas era rubia y estaba bastante sobria. También parecía solitaria, lo que quizá la hizo pensar que podrían seguir estando solos, pero a la vez juntos.
—¿Qué tal? ¿Cómo va eso?
Abbas miró a la joven. ¿Cuántos años tendría? ¿Diecinueve, veintinueve?
—No estoy —le dijo.
—¿Disculpa?
—No estoy.
—¿No estás?
—No.
—Pues parece que sí estés.
La chica sonrió levemente, un poco insegura, y Abbas le devolvió la sonrisa. Sus dientes parecían más blancos en su rostro moreno, su voz baja atravesaba con sorprendente facilidad la música del bar.
—Solo lo crees.
Llegados a este punto, la chica tomó una rápida decisión. Los tipos difíciles no le iban y este era uno de ellos. Va de algo, pensó, y se despidió de él con un leve gesto de la cabeza para volver a su solitaria esquina.
Abbas la siguió con la mirada y pensó en Jolene Olsäter. Tenía la misma edad y el síndrome de Down. Jolene hubiera entendido perfectamente a qué se refería.
El proyector se apagó en la angosta estancia de la comisaría de Bergsgatan. Rune Forss encendió la lámpara del techo. Él y su equipo MH acababan de visionar una copia de un vídeo hecho con un móvil que alguien había colgado en internet. Mostraba la agresión a Vera Larsson.
—No hay ninguna imagen directa de los rostros de los autores.
—No.
—Pero el principio es interesante.
—¿Cuándo practican sexo?
—Sí.
Eran cuatro personas en la habitación, incluido Janne Klinga. Todos habían reaccionado cuando la cámara había grabado a través de la ventana oval el interior de la caravana mostrando a un hombre desnudo sobre una mujer que suponían era Vera Larsson. El rostro del hombre había aparecido en una fugaz y borrosa torsión. Demasiado rápida para poder apreciar sus rasgos faciales.
—Tenemos que dar con este hombre.
Los demás dieron la razón a Rune Forss. Aunque era poco probable que fuera el autor de la agresión, sería muy útil hablar con él.
—Enviad el vídeo al departamento técnico y pedidles que se centren en su rostro, es posible que consigan una imagen más nítida.
—¿Crees que se trata de otro sin techo? —preguntó Klinga.
—No tengo ni idea.
—¿Vera Larsson era prostituta?
—No que sepamos —dijo Forss—. Pero con esta gente nunca se sabe.
Exteriormente todo se percibía bien dispuesto: la luz amarilla verdosa, todo el instrumental, el equipo médico alrededor de la paciente, las enfermeras en el círculo exterior, el intercambio en voz baja de términos médicos, el trajín de instrumental entre manos enfundadas en guantes quirúrgicos.