Marea viva (17 page)

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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Marea viva
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Una operación como tantas.

Visto desde dentro, desde la perspectiva de la paciente, todo era distinto. Para empezar, porque no veía nada, pues sus ojos estaban cerrados. Para seguir, porque no había ninguna percepción externa, pues la paciente estaba anestesiada. Y para terminar, porque internamente percibía voces y un calidoscopio de imágenes, una vorágine de recuerdos que se movían en suaves oleadas, en lo más profundo de su cerebro, donde nadie sabe lo que hay hasta que de pronto nos encontramos allí.

Allí adentro se encontraba Vera.

Así, mientras el mundo exterior se entretenía con su cuerpo y sus órganos maltrechos, Vera estaba en otro lugar.

Sola.

Con un manojo de llaves y un cadáver colgado.

Y una niña blanca como la nieve sentada en el suelo, escribiendo en su mano con un bolígrafo de tristeza: «¿Esto era todo? ¿Esto era todo?»

Fuera, el gran hospital de Söder se extendía como un gigantesco búnker de piedra blanca como hueso, con hileras y más hileras de ventanas encendidas. A unos metros del aparcamiento, en medio de la oscuridad, había un hombre de pelo largo. Buscaba con los ojos una ventana en la que fijar la mirada.

En la que finalmente se fijaron, las luces se apagaron de repente.

10

Aquella mañana se había instalado un sonido apagado sobre el parque de Glasblåsar, como si el viento hubiera depositado un crespón de rocío sobre los seres humanos. Vera
la Tuerta
había muerto. Su amada Vera había muerto. Su luz se había apagado poco después de la medianoche, cuando sus órganos fallaron. Los médicos habían hecho lo que suelen hacer los médicos, tanto clínica como profesionalmente. Cuando el corazón de Vera se tornó una fina línea recta en la pantalla, las enfermeras se hicieron cargo.

Ad mortem
.

Poco a poco fueron llegando al parque en silencio, uno detrás de otro, se saludaron con un leve gesto de la cabeza, se estremecieron y se dejaron caer en los bancos. Un redactor de la revista se acercó. Vera había sido vendedora durante muchos años. Pronunció unas palabras conmovedoras acerca de la inseguridad ciudadana y acerca de Vera como persona entrañable. Todo el mundo asintió con la cabeza.

Luego cada uno de ellos se perdió en sus propios recuerdos.

Su amada Vera había muerto. La que nunca llegó siquiera a vivir. La que había luchado con sus fantasmas y sus sucios recuerdos de infancia nunca superados.

Ahora estaba muerta.

Ahora ya nunca volvería a levantarse en medio de la puesta del sol, ni a soltar su repentina y ronca risa, ni a lanzarse a sus tortuosas argumentaciones acerca del abandono de lo que ella llamaba «la realidad de los perdidos».

El quitanieves se había extinguido.

Jelle se escurrió hasta el linde del parque y se sentó en el banco más alejado. Una muestra evidente de su doble necesidad: estoy aquí, un poco alejado, haced el favor de guardar las distancias. No sabía por qué había acudido al lugar. O mejor dicho, sí lo sabía. Allí se hallaban los únicos que sabían quién era Vera Larsson realmente. La mujer asesinada del norte de Uppland. No había nadie más. Ni nadie a quien le importara, ni que llorara su muerte. Solo ellos, los que estaban allí, sentados en los bancos.

Una congregación de zarrapastrosos marginados.

Y luego estaba él.

Que había hecho el amor con ella y la había visto dormida y había acariciado sus blancas cicatrices y luego se había ido.

Como una rata cobarde.

Jelle volvió a levantarse.

Al final se había decidido. Al principio había buscado alguna escalera protegida, o algún desván, cualquier sitio donde estar en paz. Pero al final se había decidido por su antiguo cobertizo, cerca del lago de Järlasjön. Allí estaría seguro. Allí no le molestarían. Allí se emborracharía.

Jelle no solía beber. Hacía años que no probaba el alcohol fuerte. Ahora había dado un golpe en la revista y se había comprado una botella de vodka de 37 grados y cuatro cervezas de graduación alta.

Debería bastar.

Se dejó caer al suelo. Un par de raíces gruesas habían levantado el suelo y el olor a tierra húmeda le llegaba directamente. Extendió un pedazo de cartón marrón y cubrió el suelo con diarios aquí y allá. Era suficiente para esa época del año. En invierno se helaba en cuando se quedaba dormido.

Se miró las manos. Delgadas, de dedos largos y finos. Parecen garras, pensó cuando cogió la primera lata. Y la segunda.

Luego le dio unos cuantos tragos al vodka. Cuando aparecieron los primeros indicios de borrachera ya había formulado la pregunta cinco veces, en voz baja.

—¿Por qué demonios me fui?

Y no había encontrado respuesta. Así pues, cambió la pregunta, esta vez en voz un poco más alta.

—¿Por qué demonios no me quedé?

Una pregunta bastante similar, de nuevo formulada cinco veces y con la misma respuesta: Ni idea.

Cuando la tercera cerveza y el quinto trago de vodka se hubieron instalado en su cuerpo llegó el llanto. Lentas y pesadas lágrimas resbalaron por su tosca piel.

Se puede llorar porque se ha perdido algo, o porque no se ha conseguido algo. Se puede llorar por muchas razones, triviales o profundamente trágicas, o por ninguna razón. Simplemente se puede llorar, porque a uno le sobreviene una sensación que abre la trampilla al pasado.

El llanto de Jelle tenía un motivo inmediato: Vera. Pero las lágrimas bebían de fuentes más profundas, Jelle lo sabía. Fuentes que tenían que ver con su esposa, de la que estaba divorciado, con algunos amigos desaparecidos, pero sobre todo con la anciana en su lecho de muerte. Su madre, muerta seis años atrás. Jelle se había sentado a su lecho de muerte, en Radiumhemmet, la clínica oncológica de Estocolmo. Su cuerpo anestesiado por la morfina descansaba bajo el fino edredón, la mano que él sostenía era como la garra arrugada de un pájaro. Sin embargo, sintió cómo de pronto su mano se contraía levemente y vio cómo los párpados de su madre se abrían, dejando entrever las pupilas, y oyó las pocas palabras que salieron entre sus estrechos y secos labios. Se había acercado a su rostro y había oído lo que ella había dicho. Cada palabra.

Luego ella murió.

Y ahora él estaba aquí echado, llorando.

Poco a poco, la cogorza lo fue conduciendo a través de una neblina de odiosos recuerdos hasta que llegó el primer grito, y cuando las imágenes de humo y fuego y un arpón ensangrentado volvieron a aparecer, Jelle empezó a aullar.

Cambiaba sin dificultad del francés al portugués. Francés en el móvil de la izquierda y portugués en el derecho. Estaba sentado en su exclusiva oficina de ejecutivo, en lo alto de Sveavägen, con vistas al sepulcro de Palme.

En su círculo de amistades, antiguo objeto de su odio.

No el sepulcro, sino el hombre que lo ocupaba.

Olof Palme.

Cuando se difundió la noticia del asesinato, Bertil Magnuson estaba en la barra de la sala de fiestas Alexandra junto con Latte y un par más de señores alegres de la misma tendencia ultraconservadora.

—¡Champán!

Eso había pedido un jubiloso Latte, y champán fue lo que tuvieron.

De eso hacía ahora veinticinco años y el asesinato seguía sin resolverse. Algo que difícilmente podía preocupar a Bertil. Estaba negociando con el Congo. El propietario de unas tierras a las afueras de Walikale había exigido una compensación económica absolutamente disparatada. El jefe local de la filial portuguesa de la sociedad le había puesto peros. El agente francés de la sociedad pretendía que satisficieran las pretensiones del terrateniente, pero Bertil se negaba.

—Llamaré al jefe militar de Kinshasa.

Llamó y acordó una reunión telefónica con otro potentado de dudosa catadura moral. Los terratenientes obstinados eran un problema menor para Bertil Magnuson. Al final siempre se resolvía el problema.

Por las buenas o por las malas.

Desgraciadamente, ninguna de las soluciones era factible a la hora de solucionar su verdadero problema: la conversación grabada.

Era imposible rastrear la conversación de Wendt, por ese lado no había nada que hacer. Así pues, no sabía si Wendt llamaba del extranjero o de Suecia. Pero suponía que Wendt buscaría ponerse en contacto con él de alguna forma. Antes o después. De no ser así, ¿qué sentido tendría la conversación grabada? Así era como razonaba Bertil.

Por eso llamó a K. Sedovic, una persona de su confianza. Le pidió que peinara todos los hoteles, moteles, albergues y pensiones en el área de Estocolmo en busca de Nils Wendt. Por si se encontraba en Suecia. Era una apuesta arriesgada, Bertil lo sabía. Aunque Wendt estuviera en Suecia, no tenía por qué hospedarse en un hotel ni similar. Y sobre todo, no tenía por qué utilizar su nombre verdadero.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Una mujer guapa, pensó Olivia. Bien conservada, en sus tiempos debió de tener mucho éxito como
escort
. Sin duda había vivido de su aspecto y de su cuerpo. Olivia avanzó un poco. Estaba sentada a la mesa de la cocina con el portátil delante, revisando la entrevista que Eva Carlsén le había pasado. La entrevista con Jackie Berglund. Tenía lugar en una tienda del barrio céntrico de Östermalm. Udda Rätt, en Sibyllegatan. Una típica tienda de su clase y de su zona. Detalles coquetos de interiorismo mezclados con ropa de marca. Una tienda de fachada, así la había llamado Eva, una fachada que tapaba las demás actividades de Jackie.

Red Velvet.

La entrevista se había realizado hacía un par de años. Era Eva quien la entrevistaba y de ella se desprendía que era Jackie quien dirigía el negocio. Olivia recurrió a internet. La tienda todavía existía, con el mismo nombre y la misma dirección. Y la misma propietaria: Jackie Berglund. Esto se merece una visita, pensó.

La entrevista dejaba todo bien a las claras. Eva había conseguido que Jackie le contara su pasado como chica
escort
. No era algo de lo que se avergonzara, al contrario, para ella había sido una manera de sobrevivir. Negaba enérgicamente que aquello implicara servicios de carácter sexual.

«Éramos como geishas, damas de compañía sofisticadas, nos invitaban a acontecimientos y a cenas para animar el ambiente y, además, aprovechábamos para hacer contactos.»

Lo de hacer contactos lo repitió un par de veces más. Cuando Eva intentó sonsacarle qué tipo de contactos, la respuesta de Jackie fue evasiva, por no decir hostil. Lo consideraba un asunto privado.

«Pero ¿eran contactos profesionales?», insistió Eva.

«¿Qué si no?»

«Amistades, por ejemplo.»

«Ambas cosas.»

«¿Y sigues manteniendo el contacto con esas personas hoy en día?»

«Con muchas.»

Y así proseguía. Era evidente lo que Eva pretendía, al menos para Olivia: sonsacarle a Jackie si contactos era sinónimo de clientes. No clientes de la tienda, sino del negocio que utilizaba la tienda como tapadera: Red Velvet, la empresa de chicas
escort
de Jackie.

Sin embargo, Jackie era muy lista y no picó. Casi sonrió cuando Eva la presionó por cuarta vez preguntándole por sus clientes. Pero se puso seria cuando Eva hizo una pregunta complementaria.

«¿Tienes un fichero de tus clientes?»

«¿De la tienda?»

«No.»

«Ahora no te entiendo.»

«Un fichero de los clientes de tu otro negocio, como suministradora de chicas
escort
. A través de Red Velvet.»

Olivia se asombró de que Eva se hubiera atrevido a plantear la pregunta crudamente. El respeto que sentía por ella ganó unos cuantos enteros. Por lo visto, Jackie también se asombró. Lanzó a Eva una mirada que de pronto parecía provenir de otro mundo. Un mundo prohibido. Una mirada que le recordó a Olivia la advertencia que le había hecho Eva. A una mujer con esa mirada no había que espiarla.

Sobre todo, si solo se tienen veintitrés años y no se goza de protección alguna.

No hay que creerse Ture Sventon.
[2]

Olivia sonrió directamente a la
webcam
del portátil. De pronto se acordó de la policía alemana que había creado un virus troyano capaz de entrar y registrar todo lo que ocurría delante del portátil a través de la
webcam
.

Olivia bajó un poco la tapa.

Era casi medianoche cuando Jelle despertó en su húmedo cobertizo. Lenta y fatigosamente, con los ojos pegados y una babosa en la boca a modo de lengua. Horriblemente resacoso y manchado de vómitos de los que no recordaba nada. Se incorporó despacio y apoyó la espalda contra la pared. La luz nocturna se filtraba entre los tablones. Tenía el cerebro abotargado. Se quedó sentado sintiendo como fluía, desde dentro, una especie de ira ardiente que le subió por el pecho hasta la cabeza. Casi le costaba ver. De pronto se levantó haciendo un esfuerzo y abrió la puerta de una patada. El asesinato de Vera y su propia traición se habían instalado en su cuerpo como una pica. Dio un golpe en el marco de la puerta y salió.

Al vacío.

Pasaba la medianoche cuando empezó a subir las escaleras. Las escaleras de piedra a la izquierda del garaje subterráneo de Katarina. Las escaleras de Harald Lindberg. Discurrían desde Katarinavägen hasta Klevgränd, en cuatro tramos, un total de 119 escalones que subir, o bajar, con una farola en cada descansillo.

Llovía, una lluvia copiosa de verano, pero eso no le afectaba.

Había decidido que la hora había llegado.

Hubo un tiempo, en la Edad de Piedra, en que fue de constitución atlética. Un metro noventa y dos de estatura y complexión fornida. Ya no lo era. Sabía que su forma física era pésima, que su musculatura casi se había atrofiado, que su cuerpo llevaba varios años en barbecho físico. Que casi era un desecho humano.

Casi.

Ahora eso tendría que cambiar.

Subió las escaleras, peldaño a peldaño, le llevó su tiempo. Tardó seis minutos en llegar a Klevgränd y cuatro en volver a bajar. Cuando empezó a subir por segunda vez, todo terminó.

Por completo.

Se dejó caer en el primer descansillo y sintió cómo bombeaba su corazón. Casi podía oírlo como un martillo pilón. Su corazón no entendía qué le había pasado de pronto a ese extraño y quién creía que era.

O qué se creía capaz de hacer.

No era capaz de gran cosa. Todavía. Ahora mismo no era capaz de nada. Ahora mismo estaba sentado, sudando y jadeando, intentando con esfuerzo pulsar las teclas correctas de su móvil. Al final lo consiguió. Al final consiguió encontrar el vídeo en internet. Del asesinato de Vera.

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