Muriel y Pärt.
Sin embargo, a pesar de la distancia vieron cómo la sangre manaba de la boca y el oído de Benseman y oyeron sus gemidos sordos cada vez que una patada impactaba contra su pecho y su rostro.
Una y otra vez.
A la vez.
Se libraron de ver cómo los ralos dientes de Benseman se partían. En cambio, sí vieron cómo el gran hombre del norte intentaba protegerse los ojos.
Con los que leía.
Muriel sollozaba quedamente y se apretaba el antebrazo cubierto de pinchazos contra la boca. Su cuerpo demacrado temblaba. Al final, Pärt cogió a la joven de la mano y se la llevó lejos de la repugnante escena. No había nada que pudieran hacer. O mejor dicho, podían avisar a la policía, eso podían hacer, pensó Pärt, y arrastró a Muriel lo más rápido que pudo en dirección a Lidingövägen.
Pasó un rato hasta que apareció un coche. Pärt y Muriel empezaron a gritar y agitar los brazos cuando el coche todavía estaba a cincuenta metros, lo que provocó que este se desviara hacia el centro de la calzada y acelerara al pasar por su lado.
—¡Malditos cerdos!
El siguiente conductor llevaba a su esposa al lado, una señora muy puesta con un precioso vestido color cereza. Señaló a través de la ventanilla.
—Ahora no vayas a atropellar a esos drogatas, recuerda que has bebido.
También el Jaguar gris pasó de largo sin aminorar.
Cuando la mano de Benseman fue aplastada por una bota, los últimos rayos de sol se habían extinguido sobre Värtafjärden. El chaval del móvil apagó la cámara y su compañero cogió las cervezas que se había dejado Benseman.
Se fueron corriendo.
Atrás solo quedaron la oscuridad y el gran hombre del norte tendido en el suelo. Su mano destrozada rascaba levemente la grava, sus párpados estaban cerrados.
La naranja mecánica
, fue lo último que pasó por su mente. ¿Quién demonios la había escrito? Y entonces la mano dejó de moverse.
Verano de 2011
El edredón se había escurrido, dejando al descubierto su muslo desnudo. La áspera y cálida lengua se desplazó por su piel. Se estaba moviendo en sueños cuando de pronto sintió un cosquilleo. La lengua se convirtió en un pequeño mordisco en el muslo y entonces dio un respingo. Echó al gato de la cama de un manotazo.
—¡No! —chilló, no al gato sino al despertador.
Se había quedado dormida como un tronco. Además, el chicle se había caído de la cabecera de la cama y se había acoplado a su largo cabello negro. Enervante.
Se levantó.
Una hora de retraso le trastocaba todo el programa de la mañana. Puso a prueba su capacidad para simultanear tareas, sobre todo en la cocina: el café con leche estuvo a punto de hervir al tiempo que la tostada empezaba a humear y su pie derecho desnudo pisaba un vómito de gato justo cuando sonó el teléfono y un vendedor le habló en un tono de insoportable confianza, por su nombre, asegurándole que no trataba de venderle nada, tan solo quería invitarla a un curso de asesoramiento financiero.
Más enervante.
Olivia Rönning todavía estaba estresada cuando cruzó el portal en Skånegatan. Sin maquillar, con el cabello recogido en algo parecido a un moño, llevaba la ligera chaqueta de ante abierta, una camiseta amarilla algo deshilachada, sus tejanos desgastados y un par de maltrechas sandalias.
Hoy también lucía el sol.
Se detuvo un segundo para decidir qué camino tomar. ¿Cuál sería el más rápido? El de la derecha. Echó a correr al tiempo que miraba de reojo la portada del diario en el tablero de la tienda de comestibles: «Otro sin techo gravemente maltratado.»
Olivia siguió corriendo.
Se dirigía hacia su coche. Tenía que ir a Sörentorp, en Ulriksdal. A la Escuela de Policía. Tenía veintitrés años y estaba cursando el tercer semestre. Dentro de seis meses solicitaría una plaza como aspirante a la policía metropolitana de Estocolmo.
Medio año más tarde sería una agente de policía en toda regla.
Llegó resollando ligeramente al Mustang blanco, herencia de su padre Arne, muerto de cáncer cuatro años atrás. Era un cabriolé modelo 1988, asientos de cuero rojo y cambio automático. Un cuatro válvulas que rugía como un V8. El ojito derecho de su padre durante muchos años. Ahora era suyo, aunque no estaba en su mejor forma. Olivia había tenido que asegurar el cristal trasero con cinta adhesiva y la chapa tenía varias abolladuras, aunque casi siempre pasaba la inspección técnica.
Amaba ese coche.
Con una sencilla maniobra bajó la capota y luego se sentó al volante. Allí casi siempre percibía lo mismo durante unos segundos: un olor muy especial. No provenía de la tapicería, sino de su padre: el descapotable olía a Arne. Solo unos segundos, luego desaparecía.
Conectó los auriculares a su móvil, puso a Bon Iver, encendió el motor y arrancó.
Pronto llegarían las vacaciones de verano.
Era el día del nuevo número de
Situation Stockholm
, la revista de los sin techo. El número 166. Con la princesa Victoria en la portada y entrevistas con Sahara Hotnights y Jens Lapidus. La redacción, en el 34 de Krukmakargatan, estaba atiborrada de los sin techo que acudían por ejemplares del nuevo número. Los compraban a veinte coronas el ejemplar, la mitad del precio de venta al público, y se quedaban la otra mitad al venderlos.
Un trabajo sencillo.
Y decisivo para muchos de ellos: el dinero que conseguían con las ventas los mantenía a flote. A la mayoría, sencillamente para poder pagarse la comida del día. Por lo demás, les proporcionaba un poco de reconocimiento y dignidad. Al fin y al cabo, era un trabajo remunerado. Así no tenían que sisar nada, ni robar, ni atracar a pensionistas. Solo lo hacían si no quedaba más remedio. Algunos. De hecho, para la mayoría cuidar de su trabajo de vendedor era una cuestión de honor.
Era un trabajo bastante duro.
Había días, cuando hacía mal tiempo y helaba, en que podían pasarse diez y hasta doce horas en sus puestos de venta fijos sin vender ni un solo periódico. No era especialmente divertido meterte en un descampado con el bolsillo vacío e intentar dormir antes de que empezaran a colarse las pesadillas en tus sueños.
Pero ahora había llegado el nuevo número. Normalmente era un momento de alegría para todos. Con un poco de suerte podrían vender unos cuantos el primer día. Sin embargo, no se respiraba alborozo en el local.
Al contrario.
Celebraban una reunión de crisis.
La noche anterior, otro compañero había sufrido una grave agresión. Se trataba de Benseman, el tipo del norte, el que había leído tanto. Tenía varios huesos fracturados. Su bazo había reventado y los médicos habían luchado toda la noche para detener una grave hemorragia interna. El chico de la recepción se había acercado al hospital temprano por la mañana.
—Sobrevivirá —informó—. Aunque probablemente no lo tendremos de vuelta durante una temporada.
Los congregados asintieron con la cabeza. Compasivos, tensos. No era la primera agresión ocurrida últimamente, era la cuarta, y todas dirigidas contra los sin techo. Contra gente que dormía en la calle, como decían los medios. Y todos de la misma manera. Unos chavales jóvenes se acercaban a sus lugares habituales y los apaleaban salvajemente. Y lo grababan todo con un móvil para luego colgarlo en internet.
Eso era casi lo peor.
Era condenadamente humillante. Como si fueran simples sacos de boxeo en un
reality
con la violencia gratuita como temática.
Lo que resultaba muy inquietante era que las cuatro víctimas habían sido vendedores de
Situation Stockholm
. ¿Casualidad? Había cerca de cinco mil sin techo en Estocolmo, solo una mínima parte eran vendedores.
—¿Nos estarán eligiendo expresamente a nosotros?
—¿Por qué demonios iban a hacerlo?
Como cabía esperar, no había respuesta para esa pregunta. Todavía. Pero era lo suficientemente desagradable para amedrentar al grupo ya de por sí conmovido que se había reunido en la sala.
—Me he agenciado un espray de gas lacrimógeno —dijo Bo Fast.
La gente lo miró. Hacía varios años que habían dejado de comentar lo ridículo que resultaba su nombre, Bo Fast, «residencia fija». Bo levantó su potente espray para que lo viera todo el mundo.
—Sabes que es ilegal —dijo Jelle.
—¿El qué?
—Tener uno de esos.
—¿Y? ¿Qué tiene de legal que te peguen una paliza?
Jelle no tenía la respuesta. Estaba apoyado en la pared al lado de Arvo Pärt. Un poco más allá estaba Vera, que por una vez no se pronunció. Se había quedado terriblemente tocada cuando Pärt la llamó para contarle lo sucedido a Benseman, apenas unos minutos después de que ella y Jelle hubieran abandonado el parque. Estaba convencida de que ella habría podido evitar la agresión si se hubiera quedado con ellos. Jelle, en cambio, no estaba nada seguro.
—¿Qué demonios crees que podías haber hecho?
—¡Los hubiera zurrado! ¡Ya sabes cómo acabé con aquellos que intentaron mangarnos los móviles en el barrio de Midsommarkransen!
—Estaban como cubas y uno de ellos era casi enano.
—¡Supongo que entonces tú me hubieras ayudado!
Se habían separado por la noche y ahora se hallaban allí. Vera estaba muy callada. Compró un paquete de revistas y Pärt también; Jelle solo tenía dinero para cinco ejemplares.
Salieron juntos a la calle y de pronto Pärt se echó a llorar. Se apoyó contra la fachada desconchada y rugosa y se tapó la cara con una mano mugrienta. Jelle y Vera se quedaron mirándolo. Lo entendían. Él había estado allí y lo vio todo, pero no pudo hacer nada. Ahora le volvía todo a la memoria.
Vera le pasó un brazo por los hombros y apoyó la cabeza contra su pecho. Pärt era un hombre frágil.
En realidad se llamaba Silon Karp y era de Eskilstuna, hijo de dos refugiados estonios. Sin embargo, una noche, en un subidón de heroína en un desván de Brunnsgatan había encontrado una revista antigua con una fotografía del tímido compositor y se había sorprendido del inaudito parecido entre él y Pärt. Karp vio a su doble, así de sencillo. Y un pico más tarde ya se había confundido con su doble y dos se convirtieron en uno. Él era Arvo Pärt. Desde entonces se hacía llamar Arvo Pärt. Y como a su círculo de amistades le importaba un comino cómo se llamara la gente realmente, se convirtió en Pärt.
Arvo Pärt.
Durante muchos años trabajó de cartero, subiendo y bajando escaleras en los suburbios del sur de la ciudad, pero unos nervios delicados y una irrefrenable propensión a los opiáceos lo habían arrastrado hasta la que ahora era una vida desarraigada. Como vendedor sin techo de
Situation Stockholm
.
Ahora estaba allí, llorando desconsoladamente contra el hombro de Vera
la Tuerta
, llorando por lo que le había pasado a Benseman, por la maldad, por la violencia, seguramente por la vida en general.
Ella le acarició el pelo enmarañado y miró a Jelle, quien a su vez miró su montón de periódicos.
Entonces se fue.
Olivia entró por la verja de la Escuela de Policía de Sörentorp y aparcó el coche inmediatamente a la derecha. Destacaba un poco entre tantos sedanes gris oscuro de diferentes marcas. A ella no le importaba.
Echó un vistazo al cielo y sopesó si debía o no levantar la capota, pero finalmente desistió.
—¿Y si empieza a llover?
Olivia se volvió. Ulf Molin. Un chico de su misma edad con el que compartía aula y que poseía la extraña capacidad de aparecer siempre cerca de Olivia sin que ella lo advirtiese. Ahora había surgido de detrás de su coche. ¿Me estará espiando?, pensó Olivia.
—Entonces supongo que tendré que levantar la capota.
—¿En mitad de una clase?
A esas alturas, Olivia estaba bastante harta de ese tipo de conversaciones absurdas. Cogió su bolso y echó a caminar. Ulf la siguió.
—¿Has visto esto? —La alcanzó y le mostró su ostentosa tableta electrónica—. La agresión de ayer al sin techo.
Olivia echó un vistazo y vio cómo llovían las patadas sobre un Benseman ensangrentado.
—Ha aparecido en la misma página que los anteriores —añadió Ulf.
—¿Trashkick?
—Ajá.
El día anterior habían hablado en la escuela de aquel sitio web y todo el mundo se había mostrado bastante indignado. Uno de los profesores les había contado que alguien había colgado el primer vídeo y la dirección de una web en 4chan.org, un sitio que visitaban millones de jóvenes. El vídeo y la dirección habían sido retirados rápidamente, pero aun así hubo muchos a quienes les dio tiempo de ver la dirección y a partir de entonces se había divulgado a la velocidad de la luz. La dirección llevaba al sitio trashkick.com.
—Pero ¿no pueden cerrar el sitio y asunto arreglado?
—Seguramente esté en algún oscuro hotel web, nada fácil de rastrear para la policía. —Eso les había dicho el profesor.
Ulf apartó la tableta.
—Con este, ya son cuatro los vídeos que han colgado. Es enfermizo.
—¿Que agredan a alguien o que cuelguen un vídeo?
—Bueno, las dos cosas.
—¿Y a ti qué te parece peor?
Olivia sabía que no debía fomentar el diálogo con aquel pesado, pero todavía quedaban unos cien metros hasta la escuela y Ulf se dirigía al mismo lugar que ella. Además, le gustaba hacer que la gente reflexionara. No sabía por qué. Seguramente era su manera de guardar ciertas distancias con los demás.
El ataque.
—Creo que son las dos caras de una misma moneda —dijo Ulf—. Agreden para poder colgar los vídeos. A lo mejor, si no tuvieran dónde colgarlos dejarían de agredir.
Estupendo, pensó Olivia. Idea elaborada, pensamiento coherente, reflexión sabia. Si espiara menos y pensara más, no cabe duda de que ascendería un par de peldaños y podría aspirar a entrar en su exigente círculo de amistades. Además, el chico estaba muy en forma y medía media cabeza más que ella. Y su pelo era castaño oscuro.
—¿Qué haces esta noche? ¿Quieres que tomemos una cerveza o algo?
Con esta iniciativa inopinada, Ulf descendió a su antiguo nivel.
El aula estaba casi llena. La clase de Olivia constaba de veinticuatro estudiantes divididos en cuatro grupos. Ulf no estaba en el suyo. Frente a la pizarra se encontraba Åke Gustafsson, su director de estudios, un hombre de unos cincuenta años con una larga carrera en la policía y bastante popular entre los alumnos. Quizá demasiado meticuloso, pensaban muchos. Encantador, según Olivia. Le gustaban sus cejas pobladas, que parecían tener vida propia justo por encima de sus ojos. Sostenía una carpeta de las muchas que había sobre su mesa, todas similares.