Phoebe
, una mezcla de labrador, fue expulsada de dos residencias caninas diferentes, que también le prohibieron regresar, explicó su ama Aimee. «Al parecer, no sólo era la mejor en escaparse de su jaula, sino que ayudó a escaparse a otros dos perros, tras lo cual se dedicaron a comer toda clase de tentempiés durante la noche.»
Hayden
, un labrador de poco más de cincuenta kilos, solía comerse cuanto encontrase, según contó Carolyn, su dueña, incluido una caja entera de pescado, un par de mocasines de piel y un tubo de goma de pegar, «aunque no todo de una vez. Pero su momento más álgido fue cuando arrancó el marco de la puerta del garaje, al cual tontamente lo había atado por la correa para que pudiera tomar el sol».
Tim contó que su labrador amarillo
Ralph
era tan ladrón de comida como
Marley
, aunque más listo. Un día, antes de marcharse de su casa, Tim colocó un enorme centro de mesa hecho de chocolate sobre la nevera, donde
Ralph
no podría alcanzarlo. Pero el perro, valiéndose de las pezuñas, abrió los cajones del armario y los usó como escalones para trepar sobre la encimera, donde pudo estirarse, apoyando el cuerpo sobre las patas traseras, y llegar al centro de chocolate del que, por supuesto, no quedaba nada cuando su amo regresó. Pese a la sobredosis de chocolate,
Ralph
no tuvo molestia alguna. «Otra vez abrió la nevera y se lo comió todo, incluido lo que había en frascos», contó Tim.
Nancy quería guardar mi columna porque
Marley
le recordaba mucho a su retriever
Grade
. Según me escribió, «Dejé el artículo sobre la mesa de la cocina y me volví para guardar las tijeras. Cuando volví a girarme descubrí que, por supuesto,
Grade
se lo había comido».
¡Eureka! Yo me sentía cada vez mejor.
Marley
ya no parecía tan terrible. En todo caso, tenía muchos colegas en el Club de los Perros Malos. Llevé varios de los mensajes a casa, para compartirlos con Jenny, que por fin se rió por primera vez desde que había muerto
Marley
. Mis nuevos amigos de la Hermandad Secreta de Propietarios de Perros con Trastornos de Comportamiento nos ayudaron mucho más de lo que nunca sospecharían.
Los días se convirtieron en semanas, y el invierno se diluyó dando paso a la primavera. Los narcisos perforaron la tierra, crecieron y florecieron en torno a la tumba de
Marley
y las blancas florecillas de los cerezos que caían sobre ella encontraban allí su descanso. Pasaban días sin que yo recordara a
Marley
, pero de pronto había un detalle que lo recordaba repentinamente, como un pelo de él en mi jersey o el ruido de su collar cuando yo, para coger unos calcetines, metía la mano en el cajón donde lo había guardado. Con el transcurso del tiempo, los recuerdos eran menos dolorosos, más agradables. De pronto me asaltaban momentos olvidados hacía mucho con la misma claridad que escenas de antiguos vídeos familiares vistos por segunda vez, como la forma en que Lisa, la chica que habían apuñalado, se inclinó para besar a
Marley
en el hocico cuando salió del hospital, las fiestas que le hacían los del equipo de filmación, la galletita que la cartera le dejaba todos los días junto a la puerta cuando repartía la correspondencia, los mangos que sujetaba entre sus patas delanteras mientras los mordisqueaba para sacarles la carne, la expresión de bendición narcótica que le cubría la cara cuando olisqueaba los pañales de los bebés y la forma que tenía de pedir tranquilizantes, como si fueran dilectos trozos de carne. Eran momentos que apenas merecían ser recordados, pero que allí estaban, presentándose ante mi pantalla mental en los momentos y lugares menos esperados. La mayoría de ellos me hacían sonreír, pero algunos me obligaban a morderme el labio y recobrar el aliento.
Uno me asaltó en el trabajo, durante una reunión de personal. Se refería a West Palm Beach, cuando
Marley
aún era un cachorro y Jenny y yo, unos recién casados, enamorados hasta la médula. Una fresca mañana de invierno, íbamos andando a lo largo del Intracoastal Waterway tomados de la mano, con
Marley
delante de nosotros, liderándonos. Lo dejé que trepara sobre el muro de hormigón, que tenía unos sesenta centímetros de ancho y casi un metro por encima del nivel del agua.
—John —dijo Jenny en tono de protesta—, se puede caer al agua.
La miré y le pregunté:
—¿Crees que es tan tonto? ¿Qué esperas que haga? ¿Que caiga al vacío cuando se le acabe el suelo?
Y eso fue exactamente lo que
Marley
hizo diez segundos después, cayendo de panza sobre el agua, tras lo cual nos dedicamos a la delicada operación de rescatarlo del agua y devolverlo a tierra firme.
Unos días después, me dirigía en el coche a una entrevista cuando de pronto tuve ante mis ojos otra escena de cuando estábamos recién casados: un romántico fin de semana que pasamos en una casita en primera línea de mar en la isla Sanibel, antes de que nacieran los chicos. La novia, el novio…, y
Marley
. Me había olvidado por completo de ese fin de semana, pero allí lo tenía, en tecnicolor: atravesando el estado con él sentado entre nosotros dos y, ocasionalmente, dándose contra la palanca de cambios, que acababan en el punto muerto; bañándolo en la bañera del lugar que alquilábamos, tras un día de playa, por lo cual había espuma, agua y arena volando por todas partes; y más tarde, Jenny y yo haciendo el amor bajo las ligeras sábanas de algodón, acariciados por la brisa marina, y acompañados por la cola de
Marley
que golpeaba sobre el colchón.
Marley
era un elemento central en algunos de los capítulos más felices de nuestra vida. Los capítulos del amor joven y de los nuevos comienzos, de las carreras incipientes y de pequeños bebés, de éxitos resonantes y decepciones devastadoras, de descubrimientos, libertad y reafirmación,
Marley
se incorporó a nuestras vidas cuando los dos tratábamos de imaginarnos en qué se convertirían; se unió a nosotros cuando lidiábamos con todo aquello que debe afrontar toda pareja, el a veces doloroso proceso de fundir dos pasados distintos para crear un futuro común; se convirtió en parte de la tela que empezábamos a urdir, en un hilo inseparable de la urdimbre en la que nos convertíamos Jenny y yo. Así como nosotros lo habíamos ayudado a moldearse en la mascota familiar en la que había de convertirse, él también nos ayudó a que nosotros nos moldeásemos como una pareja, como padres, como amantes de animales, como adultos. Y pese a todo, a todas las decepciones y las expectativas no satisfechas,
Marley
nos había hecho un regalo que era imponderable, a la vez que gratis. Nos enseñó el arte del amor sin condiciones; nos enseñó a darlo y a recibirlo. Y donde lo hay, todas las demás piezas encuentran su lugar preciso.
El verano después de morir
Marley
instalamos una piscina, y yo no podía dejar de pensar cuánto le habría gustado a
Marley
, nuestro incansable perro de aguas. Le habría gustado más que a todos nosotros juntos, aunque habría rasgado el revestimiento y atascado el filtro con sus pelos. Jenny estaba maravillada ante lo fácil que le resultaba mantener la casa limpia sin un perro que perdiera pelo, que babeara y que trajese tierra de afuera. Yo reconocí que era muy agradable andar descalzo por el jardín, sin tener que fijarme dónde pisaba. El jardín estaba decididamente mejor sin ese grande y pesado cazador de conejos que lo atravesaba como una tromba. No cabía duda de que la vida sin perros era más fácil e inmensamente más sencilla. Podíamos irnos un fin de semana sin tener que contratar un lugar donde dejarlo, salir a cenar sin preguntarnos qué riesgo corría algún objeto de herencia familiar. Los chicos podían comer sin tener que cubrir sus platos, y no teníamos que poner los cubos de la basura sobre la encimera de la cocina cuando salíamos. Podíamos volver a echarnos en un sillón para relajarnos y disfrutar del maravilloso espectáculo de una buena tormenta eléctrica. En particular, a mí me gustaba moverme por la casa con total libertad, sin tener un gigantesco imán amarillo pegado a mis talones.
Pero así y todo, como familia, nos faltaba algo.
Una mañana de finales del verano, bajé a desayunar y Jenny me tendió una sección del diario doblada de manera que dejaba a la vista una página interior. «Esto no te lo vas a creer», dijo.
Una vez a la semana, nuestro diario local sacaba la foto de un perro del refugio de animales que necesitaba un hogar. La ficha técnica consistía siempre en el nombre del perro y una breve descripción del mismo, escrita como si el perro hablase en primera persona, defendiendo su caso. Era una treta que utilizaba la gente del refugio para que los animales parecieran encantadores y adorables. A nosotros nos entretenían las descripciones de los perros, aunque no fuera más que por el esfuerzo que se hacía para destacar a unos animales que nadie quería, que habían tenido ya la mala fortuna de haber sido rechazados al menos una vez.
Ese día, reconocí de inmediato el perro que me miraba desde el diario: era nuestro
Marley
. O, al menos, un perro que podía haber sido su hermano gemelo. Se trataba de un gran labrador amarillo con la cabeza en forma de yunque, el ceño fruncido y las orejas caídas y echadas hacia atrás en un ángulo cómico. Miraba directamente a la cámara con una inquisición tan intensa que uno sabía que, instantes después de dejarse sacar la foto, había tumbado al fotógrafo sobre el suelo y había intentado comerse la cámara. Al pie de la foto estaba su nombre:
Lucky
. Leí en voz alta la descripción que el propio perro había escrito: «¡Lleno de vida! Me iría bien una casa tranquila, mientras aprendo a controlar mi nivel de energía. No he tenido una vida fácil, así que mi nueva familia tendrá que ser paciente conmigo y seguir enseñándome modales de perro.»
—¡Dios mío! —exclamé—. Es él. Ha resucitado.
—Pura reencarnación —dijo Jenny.
Era extraño el parecido que
Lucky
guardaba con
Marley
, así como también lo bien que le cuadraba la descripción de sí mismo. ¿Lleno de vida? ¿Problemas para controlar la energía? ¿Practicar los modales caninos? Jenny y yo estábamos muy familiarizados con esos eufemismos, puesto que también nosotros los habíamos utilizado. Nuestro perro mentalmente desequilibrado había vuelto, era otra vez joven y fuerte y más salvaje que nunca. Nos quedamos un rato en silencio, mirando el diario.
—Creo que podríamos ir a verlo —dije por fin.
—Aunque sea sólo por verlo —añadió Jenny.
—Sí. Sólo por curiosidad.
—¿Qué puede haber de malo en verlo?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué no?
—No tenemos nada que perder.
Ningún hombre es una isla, incluidos los escritores, y me gustaría agradecer a las múltiples personas que me brindaron su apoyo para que este libro pudiera hacerse realidad. En primer lugar quiero expresar mi profundo aprecio a mi agente, la talentosa e infatigable Laurie Abkemeier, de DeFiore and Company, que creyó en esta historia y en mi habilidad para contarla incluso antes que yo. Estoy seguro de que sin su imperturbable entusiasmo y ayuda, este libro se encontraría aún en mi cabeza. Gracias Laurie por ser mi confidente, mi defensora, mi amiga.
Vaya mi más sentido agradecimiento a mi maravilloso editor, Mauro Di Preta, cuya sabia e inteligente tarea editorial mejoró este libro, y a la siempre alegre Joelle Yudin, que se ocupó de todos los detalles. También quiero agradecer a Michael Morrison, Lisa Gallagher, Seale Ballenger, Ana Maria Allessi, Christine Tanigawa, Richard Aquan y todos los integrantes del grupo de Harper Collins por enamorarse de
Marley
y su historia, y por hacer realidad mi sueño.
Tengo una deuda con los editores del
Philadelphia Inquirer
por rescatarme del aislamiento que me había impuesto de los diarios, que tanto amo, y por hacerme el inapreciable regalo de concederme una columna en uno de los más grandes diarios de Estados Unidos.
No tengo palabras para agradecer a Anna Quindlen, cuyo temprano entusiasmo y aliento significaron para mí más de lo que ella podrá imaginarse nunca.
Dedico un cálido agradecimiento a Jon Katz, que me dio valiosos consejos y datos, y cuyos libros me inspiraron, en particular
A Dog Year: Twelve Months, Four Dogs, and Me
.
Y también a Jim Tolpin, un atareado abogado que siempre encontró tiempo para darme consejos sabios y gratis; a Pete y Maureen Kelly, cuya compañía —y casa con vistas al lago Hurón— fue el tónico que yo necesitaba; a Ray y Jo Ann Smith, por estar ahí cuando los necesité; a Timothy R. Smith, por la maravillosa música que me hizo llorar; a Digger Dan, por el sostenido avituallamiento de carnes ahumadas, y a mis hermanos Marijo, Timothy y Michael, por las expresiones de ánimo. También a Maria Rodale, por confiarme un querido objeto familiar y ayudarme a encontrar mi equilibrio. Gracias, muchas gracias a todos esos amigos y colegas, demasiado numerosos para mencionarlos, por su bondad, su apoyo y sus buenos deseos.
No podría haber siquiera contemplado la posibilidad de llevar a cabo este proyecto sin mi madre, Ruth Marie Howard Grogan, que me enseñó desde niño la dicha que implica un cuento bien contado y que compartió conmigo su don de contar cuentos. Con pesar, recuerdo y honro a mi mejor partidario, mi padre, Richard Frank Grogan, que falleció el 23 de diciembre de 2004, cuando este libro estaba ya en producción. Él no tuvo la ocasión de leerlo, pero una noche, cuando su salud se debilitaba, me senté junto a él y le leí en voz alta varios de los primeros capítulos, con los que incluso se rió. Nunca olvidaré esas sonrisas.
Es enorme la deuda que tengo con mi hermosa y paciente mujer, Jenny, y con mis hijos, Patrick, Conor y Colleen, por permitirme que los presentase ante el público al contar detalles íntimos. Vosotros, chicos, sois buenas personas, y os quiero de manera indescriptible.
Por último (sí, otra vez último), necesito agradecer a ese pesado cuadrúpedo amigo mío, sin el cual no habría habido
Marley y yo
. Se sentiría feliz si supiera que la deuda en que incurrió con los colchones que destrozó, las paredes que agujereó a mordiscos y los objetos valiosos que se tragó ha quedado oficial y completamente saldada.