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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (32 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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El «Pabellón de la rabia» no había cambiado de nombre desde los tiempos en que Louis Pasteur inoculaba allí gérmenes mortales a unos conejos para obtener el suero salvador. A diferencia de los países de África y de Asia, donde la terrible enfermedad hacía estragos con frecuencia, en Francia hacía mucho tiempo que apenas se daban casos; y el pabellón se ocupaba de otras tareas. Una de las salas del primer piso era una antigua lavandería cuyas paredes desconchadas nunca habían oído otra cosa que el zumbido de los autoclaves. Sólo el suelo, embaldosado de gris y de oro, rompía la trivialidad de la decoración. En la puerta aparecería pronto un pequeño letrero: «Sala Bru». Esta denominación no designaba a un científico o una especialidad científica. «Bru» era, simplemente, la primera sílaba del nombre del estilista de moda, una muestra de cuyo ganglio infectado había llegado la víspera al servicio de Luc Montagnier para buscar en ella el virus sospechoso de ser el agente del sida.

El pequeño equipo que ahora debía hallar ese virus se componía de dos investigadores veteranos y de dos técnicos. Estaba especializado en la delicada técnica que permitía descubrir una actividad retroviral en las células. Como esa actividad no podía ser comprobada directamente, había que localizar las transcriptasas inversas, esas famosas enzimas gracias a las cuales los retrovirus consiguen penetrar en el núcleo de las células. Los cuatro miembros del equipo de la sala Bru tenían, pues, por primera tarea la de poner en evidencia esas enzimas.

Sus posibilidades de conseguirlo podían parecer escasas. Al contrario que la poderosa «orquesta sinfónica» del americano Robert Gallo, el modesto «cuarteto» francés no tenía tampoco una gran experiencia en materia de retrovirología humana y sus trabajos no habían desembocado todavía en un descubrimiento importante. Paradójicamente, este relativo aislamiento se convertiría en su mejor baza, puesto que se lanzaban a la aventura sin excesos de confianza, sin demasiadas certidumbres, sin ideas preconcebidas. Para abordar aquella investigación particular decidieron partir de cero y avanzar paso a paso.

Su jefe, el único hombre del grupo, era un parisiense recio de cuarenta y dos años que había trabajado duramente para conquistar su doctorado en ciencias y forzar la puerta del serrallo pasteuriano. Criado por su madre —costurera de día y acomodadora de teatro por la noche—, jugador de
rugby
, Jean-Claude Chermann tuvo conocimiento del universo médico gracias a un accidente de moto. Con múltiples fracturas y privado para siempre del olfato, fue sometido a numerosas operaciones quirúrgicas, una de las cuales tuvo como consecuencia una grave infección por estafilococos dorados rebeldes. Aquella experiencia despertó en él la vocación de médico. Sin embargo, demasiado escaso de dinero para llevar a cabo unos estudios tan largos, prefirió optar por una formación universitaria. Después de obtener su doctorado en ciencias, recaló un día en el curso de biología del futuro premio Nobel Jacques Monod. «Aquello fue un flechazo instantáneo, total, irresistible —dijo más adelante—. El ADN, los genes, la herencia, todos los eslabones de la vida expuestos bruscamente ante mí por un brujo genial. Un camino luminoso. Pero cuando no se tienen medios ni relaciones, querer convertirse en investigador es como soñar con conquistar la luna».

Fue en un café de la calle Princesse, frente al dispensario de la prefectura de policía de París, donde la suerte, a pesar de todo, favoreció ese sueño. Su madre había arrendado aquel establecimiento con la esperanza de ayudarle a pagar sus estudios. Un día en que Jean-Claude Chermann se lamentaba de no conocer a nadie que le abriese la puerta de un laboratorio de investigación, un cliente que le había oído garrapateó un nombre en un trocito de papel.

—Tenga, muchacho —le dijo—. Vaya a ver de mi parte a este señor. Dígale que le envía su amigo el doctor Juin, de la prefectura de policía.

El muchacho se precipitó a buscar la dirección indicada y se encontró ante las verjas del Instituto Pasteur, donde el caballero en cuestión era uno de los principales inmunólogos. Aquel señor lo contrató y lo confió a su mejor colaboradora. Todo lo que Jean-Claude Chermann sabe hoy, se lo debe a Monique Dijeon, «una señorita de cuarenta y cinco años, un poco beata pero sublime, que tenía a la ciencia por amante». Se lo debe todo, desde el rigor científico hasta el culto por la verdad. Dieciocho años de profundos estudios de los virus convirtieron al joven investigador en uno de los más eminentes especialistas franceses de esas invisibles partículas asesinas. De promoción en promoción, dirige ahora el laboratorio adscrito a la unidad de oncología vírica de Luc Montagnier.

A su lado trabajaba una brillante y bella joven rubia, de treinta y cinco años, buena cocinera en sus horas libres. Françoise Barré-Sinoussi era tan capaz de preparar cualquier plato, lo mismo una ternera en salsa a la antigua que un
soufflé
al Grand Marnier, como de cultivar amorosamente los frágiles linfocitos. Sus lecturas favoritas abarcaban desde las grandes revistas médicas anglosajonas hasta el Larousse Gastronómico. «Cada receta es una ocasión de buscar una variante, de inventar», decía con aire divertido. Sus primeros maestros en el camino de la ciencia fueron sus compañeros de infancia, su gato
Pussy
, su ratón blanco y su cotorra. Ellos le brindaron «la observación apasionante de los tesoros del gran libro de la vida». El instinto, la especie, la herencia…, ¡cuántos misterios que explorar cuando se tiene el hambre de saberlo todo, de comprenderlo todo! Françoise Barré-Sinoussi había preferido la conquista de una impresionante colección de diplomas a las salidas mundanas y a las vacaciones en el Club Méditerranée. Ese empeño le valió una plaza de cursillista en una sala de experimentación del
sancta sanctorum
de la investigación científica francesa: el Instituto Pasteur. Acababa de cumplir veintitrés años. Jean-Claudc Chermann, el responsable del servicio, la acogió en seguida bajo su ala. «Hágame hacer todo lo que quiera —le dijo ella—, pero se lo advierto: nunca haré daño a un animal».

Doce años después, la aventura del sida no asustó nada a Françoise. En 1979 había hecho un cursillo en los Estados Unidos, en el que se incluían varias semanas en Bethesda, en el laboratorio de Robert Gallo, donde aprendió las últimas técnicas de investigación en materia de retrovirus. Y aunque el famoso norteamericano no solía poner por las nubes a sus homólogos franceses, se sintió impresionado por «la bonita parisiense, cuyas gafas negras ocultaban los bellos ojos de una Mata-Hari ávida de aprenderlo todo».

Las grandes epopeyas científicas comienzan siempre de una manera casi trivial. Aquella mañana del 4 de enero de 1983, el examen de los cinco frascos preparados por Luc Montagnier no dejaría de crear una cierta emoción en la antigua lavandería transformada de momento en laboratorio experimental. Era el propio Jean-Claude Chermann quien eligió aquel local. Allí nadie había manipulado nunca el más mínimo parásito, y el descubrimiento de un virus en sus tubos de ensayo no podría ser atribuido a una contaminación del entorno. La emoción del equipo de la sala Bru era muy lógico. Chermann había llamado la atención de sus colaboradores sobre los peligros de la empresa. «Ignoramos lo que vamos a encontrar y el “elemento” puede ser mortal», les explicó. Todos aceptaron el riesgo con mucha calma. Y, sin embargo, en los escasos centilitros de apariencia anodina de aquellos frascos vivían millones de glóbulos blancos, cada uno de los cuales podía albergar al mortífero agente de la nueva epidemia.

Se tenía muy poca información sobre él; sólo que podía, lo mismo que el HTLV humano y los retrovirus animales ya conocidos, permanecer mucho tiempo inactivo dentro de sus presas antes de comenzar a aniquilarlas. Parecía necesaria una actividad exterior para que su instinto asesino se desencadenase. La simple reproducción celular, por ejemplo, podía bastar. Al dividirse y multiplicarse, las células despiertan a los virus que duermen en ellas, y éstos aprovechan el momento para reproducirse a su vez en gran número antes de entrar en acción. Un proceso que los investigadores de la sala Bru deberían tener en cuenta para cubrir una primera etapa decisiva: disponer de una cantidad de virus suficiente para hallarse en condiciones de identificarlo. Dicho en otros términos, había que obligar a los linfocitos enfermos del estilista parisiense a suscitar la producción masiva del virus que se sospechaba contenían. No había más que un medio: mimarlos, engatusarlos, hartarlos de golosinas para que se dividiesen y se multiplicasen generosamente. Françoise Barré-Sinoussi lo sabía; no sería fácil.

Las células sou seres vivos con una personalidad propia, con sus gustos y sus fobias, y sobre todo con una gran necesidad de consideración. En ningún caso hay que tratarlas como objetos. Exigen que se las rodee de suavidad y de ternura; piden que se las escuche y que se sepa hablar con ellas. Al no comprender la necesidad de esa relación tan especial, ¡cuántos aprendices de investigadores demasiado apresurados han sido expulsados del universo de las pipetas y de los recipientes de cultivos!

El éxito de su aproximación depende de un conocimiento profundo de los mecanismos que organizan el crecimiento y la reproducción celulares. Se sabe, por ejemplo, que la naturaleza hace que el cuerpo humano segregue ciertas sustancias cuya misión es activar las células para favorecer su multiplicación. En cuanto se las saca de ese medio natural para meterlas en tubos de ensayo, las células se encuentran privadas de esta indispensable levadura. Se quedan como peces fuera del agua. Se marchitan, se deterioran y acaban muriéndose. Si bien alimentos tan sofisticados como el suero de ternera fetal logran retrasar su agonía, no pueden detener el proceso. Durante un siglo, este fenómeno impidió a los biólogos cultivar con éxito los linfocitos en el laboratorio.
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Pero el obstáculo fue vencido en 1975, cuando Robert Gallo y su equipo aislaron la interleucina-2, esa sustancia celular fabricada por el cuerpo humano que hoy permite a los investigadores hacer que crezcan y prosperen mucho tiempo sus cultivos en los tubos de ensayo.

Naturalmente, ninguna farmacia vende la interleucina-2, pero sus contactos con otros laboratorios de investigación permitieron a Luc Montagnier procurársela a su equipo de la sala Bru. Françoise Barré-Sinoussi se apresuró a distribuir el precioso producto en los frascos que contenían los linfocitos infectados del estilista de moda. Dopados de ese modo, Françoise ya los imaginaba despertando bruscamente de su sopor, estallando en miríadas de células totalmente nuevas que activarían por millones a los virus emboscados en sus núcleos. Un sueño que tenía que hacerse realidad si se quería obligar al virus asesino a desenmascararse y a revelar su identidad.

Consciente de la gravedad del reto, el equipo no dejó nada al azar y se dedicó metódicamente a superar uno tras otro todos los obstáculos. Uno de ellos era la propiedad que tienen los linfocitos de segregar una sustancia antivírica ante la primera agresión de un virus. La acción habitualmente beneficiosa de esa sustancia, llamada interferón, amenazaba hoy con producir un efecto nefasto. De hecho, en cuanto fueran estimulados por la aportación de la interleucina-2, los linfocitos del enfermo podrían comenzar a producir fuertes dosis de interferón para luchar contra el virus que, por el contrario, se pretendía que proliferase. Es verdad que el interferón no tenía, en sí mismo, la capacidad de liberar a los glóbulos blancos de los virus que los infectaban (si no, el sida no existiría). Pero amenazaba con dificultar la multiplicación de la masa vírica.

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