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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (35 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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El anecdotario de la investigación médica no retendrá el nombre de los parisienses que se presentaron aquel 24 de enero de 1983 en el centro de transfusiones del Instituto Pasteur. ¿Cuál de aquellos donantes habría podido imaginar que su sangre tal vez iba a hacer revivir al virus culpable de la peor plaga de la era moderna? La sangre del donante anónimo fue recibida como un tesoro por el equipo de la sala Bru. Françoise Barré Sinoussi se apresuró a aislar los linfocitos y los sumergió en una solución de vitaminas y de factores de crecimiento. Por precaución, la bióloga vertió la mitad de la preparación en un tubo de ensayo virgen. «Teníamos que verificar si el donante no era ya, por casualidad, un portador del virus que buscábamos —explica Françoise—. O de otro virus que podría llevarnos a una pista falsa». Luego vertió el resto de la preparación en uno de los tubos que contenían los linfocitos moribundos procedentes del ganglio infectado. Había que tener paciencia varios días, hasta conocer el resultado de aquel intento de reanimación.

Si el número de impulsos radiactivos se amplificaba en el contador electrónico, eso demostraría que el virus había sido salvado, que atacaba a las células frescas que le hacían reproducirse. Los investigadores franceses podrían por fin aislarlo, caracterizarlo, quizá hasta observarlo en el microscopio electrónico.

34

Nueva York, USA — Invierno de 1983
«No me resucitéis»

Mientras tanto, la tragedia no cesaba de extenderse. «Era como en la fábula de los ciegos y el elefante —comenta Jack Dehovitz, el joven médico responsable adjunto de la unidad de cuidados del hospital Saint-Clare de Nueva York—. Los investigadores con sus tubos de ensayo, y nosotros sobre el terreno, tocábamos un aspecto diferente de la “bestia” y, por lo tanto, percibíamos de un modo diferente su realidad. Para los primeros, el elefante sida no era más que un concentrado de virus en el fondo de los tubos; para nosotros, los médicos, era una máscara mortuoria sobre una almohada, cuyos grandes ojos alucinados ya veían la muerte». Imágenes insoportables que Jack Dehovitz se llevaba cada noche a su casa, al restaurante, al cine, por la calle, en el metro; imágenes terribles que le acosaban incluso cuando hacía el amor o cuando leía el
New York Times
. «Imposible apartarlas, ni siquiera al salir del hospital —explica el médico—. Demasiados enfermos que tenían mi edad, mi cultura, algo con lo que yo podía identificarme. Seguía obsesionado por el recuerdo de aquel muchacho de Baltimore que se había deshecho literalmente ante mis ojos al saber que tenía el sida».

La obligación impuesta a los médicos norteamericanos de obtener el asentimiento formal de sus pacientes ante ciertas acciones terapéuticas extremas no facilitaba las cosas. La conformidad o la negativa de los enfermos había de ser confirmada por su firma en un documento administrativo. Por ello se encontraba en cada
dossier
una ficha titulada
«Living Will»
(Voluntad de vivir). Todo el mundo la llamaba vulgarmente DNR, abreviatura de la expresión
«Do not ressuscitate»
(No resucitar). Aunque cada cual tenía derecho a aferrarse o no a la vida con ayuda de las técnicas modernas de reanimación, los médicos debían informar a los enfermos de su elección y obtener su autorización.

A comienzos de 1983 esta dificultad se hizo cada vez más frecuente para el joven doctor Dehovitz. «La catastrófica epidemia nos forzaba a improvisaciones constantes —recuerda el médico—. No existía un cuestionario modelo para preguntarle a alguien si quería que se le enchufase a un montón de aparatos para prolongarle la vida, costase lo que costase, cuando le llegase la hora. Teníamos que adaptarnos a cada personalidad, aunque el objetivo seguía siendo el mismo: Por el momento todo va bien; sin embargo, es de temer que, algún día, la situación se degrade y sea preciso decidir sobre la oportunidad de continuar luchando. Si se produce la eventualidad de que usted no esté en condiciones de expresar su voluntad, habrá que tomar precauciones y determinar desde ahora si usted desea o no desea ser trasladado entonces a la sala de cuidados intensivos. Yo me esforzaba en transmitir este mensaje con toda la suavidad posible y sin ejercer ninguna influencia, en un sentido o en otro. Aconsejaba a mis enfermos que reflexionasen durante algunos días, que lo discutiesen con su familia, con miembros del personal sanitario y con otros pacientes. En mi fuero interno, siempre esperaba que los enfermos renunciasen a seguir una lucha sin esperanza».

Cuando llegaba el caso, Jack Dehovitz sacaba del bolsillo de su bata la ficha de las iniciales DNR y hacía que su interlocutor la firmase. Después, él mismo completaba el documento consignando allí el resumen de su conversación. A veces, algunos pacientes, antes de tomar una decisión, querían ver lo que se ocultaba tras la noción de obstinación terapéutica. En Saint-Clare había permanentemente uno o dos enfermos en la sala de cuidados intensivos. La visión de la impresionante madeja de tubos y de cables que unían a aquellos desventurados a la batería de botellas y de aparatos que les mantenían artificialmente con vida anulaba casi siempre el deseo de aferrarse a la existencia. En algunos casos, la impresión sufrida ante ese espectáculo era tanta, que los enfermos redactaban instrucciones particulares para sus padres o para algún otro familiar para que hiciese cesar, si era preciso por vía judicial, cualquier intento de prolongar su vida en tales condiciones. Ese comportamiento inquietaba a los médicos, conscientes de que, de rechazo, podían ser acusados de homicidio si no luchaban hasta el último extremo.

Jack Dehovitz se asombraba ante las reacciones tan opuestas que suscitaba aquella obligación administrativa. Algunos enfermos, postrados, se negaban a hablar de ello. Otros le abucheaban exigiéndole unos cuidados ilimitados, llegando a veces a amenazarle con los rayos de la justicia. En algunos casos, la enfermedad había afectado el cerebro, lo que aún dificultaba más la conversación.

El médico mantenía los mejores contactos con los miembros de la comunidad atacada primordialmente por la plaga. Social y culturalmente, los homosexuales constituían una minoría selecta en la unidad de Saint-Clare. La mayoría de ellos, víctimas de infecciones frecuentes, ya habían residido en hospitales y estaban familiarizados con los procedimientos médicos. Conocían sus derechos, entre ellos el de rechazar tal o cual medicación. Las instrucciones que acompañaban a los remedios no se escapaban a su vigilancia, especialmente los párrafos que indicaban los posibles efectos secundarios. Jack Dehovitz se lamentaba a menudo de que los pacientes se comportasen en función de unas prioridades que para él eran irrisorias habida cuenta de la gravedad de su estado. Si descubrían alguna información que les disgustaba, rechazaban el conjunto del tratamiento.

El médico no olvidará nunca ciertos enfrentamientos. Un día, uno de sus enfermos al que una infección vírica estaba a punto de dejar ciego, se enteró de que el remedio prescrito para retrasar la amenaza de ceguera podía acarrear lesiones menores en el aparato genital. En cuanto descubrió las palabras «testículos» y «trastornos» en las instrucciones, se incorporó en su cama como una cobra dispuesta a morder.

—Doctor, le prohíbo que pongan en peligro mis cojones —gritó rabiosamente.

—John, es para conservarte la vista —alegó Jack Dehovitz.

—¡Mis ojos me importan un pito! —vociferó—. ¡Lo que cuenta son mis cojones!

La sofisticada manera con que otros pacientes se expresaban, sorprendió más de una vez al médico. «Le anuncia usted a un joven que le va a colocar un tubo de gota a gota en el pecho, y él le responde: “No, doctor, no quiero que me implante una perfusión en la subclavia”, es decir, la designación correcta del acto previsto». La negativa a aceptar ciertos cuidados también asombraba a Jack Dehovitz. «¿Crees que esos enfermos en peligro de muerte se apresurarían a pedirte que hagas absolutamente todo aquello que consideres útil? Pues bien, no es así. Los
gays
tienen una manera muy particular de ver las cosas. La mayoría de ellos prefiere salvaguardar la calidad de la vida y llevar sus riendas. No quieren saber nada de esos tubos que les hacen vivir como legumbres».

Esta actitud no era compartida por otra categoría de enfermos que Saint-Clare recibía en número creciente: los toxicómanos. Éstos no se preocupaban apenas de sus últimos instantes. Incluso se negaban a discutir sobre ello, y preferían refugiarse en un estado de agresividad o de abierta rebeldía que no facilitaba la tarea de los médicos y del personal sanitario. Antes de tratarlos del sida, había que intentar desintoxicarlos. Pasaban semanas, a veces meses, antes de entablar un tímido diálogo, de conseguir un principio de confianza. «Su comportamiento hizo que más de una enfermera abandonase nuestro servicio —recuerda Jack Dehovitz—. Para esos sujetos, obsesionados ante todo por la carencia de droga, sus crisis de ahogo debidas a los hongos
Candida
, o sus lesiones desfiguradoras de un sarcoma de Kaposi, eran secundarias. Tratar con ellos sobre las condiciones de su muerte, sugerirles que renunciasen de antemano a una supervivencia artificial, era como querer discutir con un ciego los matices del arco iris».

Aquel invierno hubo muchas defunciones en Saint-Clare. El primer enfermo que falleció fue el joven publicitario de Baltimore. A pesar de la ayuda de su compañero, siempre presente en la habitación inundada de flores y de música, y a pesar de los asiduos cuidados de Jack Dehovitz, no pudo mantener su promesa de «arreglarle las cuentas a la cochina enfermedad». Se fue apaciblemente, rodeado de su madre, de sus hermanos y de sus amigos, dejando sobre la mesita de noche un manual de
marketing
cuya lectura no tuvo tiempo de acabar.

Curiosamente, el joven médico no consideró su muerte, ni ninguna otra, como una derrota, cosa que parecía sorprendente por parte de un hombre que había abrazado el ideal médico sólo por la dicha de poder curar. «Los efectos de esta enfermedad son tan atroces que casi han acabado por hacerme amar la muerte —confiesa Jack Dehovitz—. A mi juicio, esa muerte no es una derrota, sino una victoria sobre el sufrimiento. Nadie puede aceptar que unas personas tengan que sufrir demasiado tiempo de esa manera. Mientras luchaba como un león para evitarlo, llegué a desear el final de un enfermo. Una certeza me reconfortaba. Yo salbía que algún día próximo la muerte dejaría de ser la ineluctable conclusión, que algún tratamiento arreglaría las cuentas a “la cochina enfermedad” que se había llevado al muchacho de Baltimore. Era indudable.

»Esta ardiente convicción me permitió resistir aquel invierno. Y esperar que mi experiencia de clínico inmerso en las tragedias cotidianas del sida contribuyese un poco a ganar la guerra contra este terrible mal».

35

París, Francia — Invierno de 1983
Centenares de miles de retrovirus en un Boeing

Durante tres días y tres noches, los miembros del equipo de la sala Bru lo intentaron todo para que el contador de radiactividad mostrase al fin una cifra favorable. Temiendo que el virus moribundo del estilista parisiense no estuviese lo bastante reanimado sólo con los linfocitos del donante de sangre, Françoise Barré-Sinoussi acudió a la maternidad más próxima. Con su excepcional capacidad de proliferación, las células matrices de la sangre procedente del cordón umbilical de un recién nacido le procuraron un alimento inigualable para sus desfallecientes cultivos de glóbulos blancos.

El 27 de enero, un poco antes de mediodía, la bióloga llevó el tubo que contenía su última preparación hasta el aparato instalado en el pasillo. Transcurrieron unos segundos interminables. Después hubo un chasquido y una cifra apareció en el contador. Detrás de sus gruesas gafas, los ojos de la joven aumentaron desmesuradamente.

—¡Dieciocho mil! —exclamó.

Era el doble del mejor resultado obtenido anteriormente.

—¡El cultivo ha arrancado otra vez! —proclamó Jean-Claude Chermann.

—¡Esta vez es seguro! ¡Tenemos algo! —encareció Françoise Barré-Sinoussi encendiendo uno de los Marlboro que fumaba en cadena.

Los franceses habían hallado algo, pero ¿qué? Evidentemente un retrovirus, tal como demostraba la actividad de la enzima-firma revelada por el contador de radiactividad. Pero ¿qué retrovirus? ¿Podía ser idéntico al HTLV que Robert Gallo había identificado en unas raras leucemias y que seguía siendo el único retrovirus detectado en el hombre? ¿Sería de la misma familia que el que buscaba Prem Sarin, el colaborador indio del científico americano? ¿O se trataba, por el contrario, de un retrovirus totalmente diferente? A Jean-Claude Chermann y Françoise Marré-Sinoussi, por su parte, no les cabía la menor duda: su retrovirus no tenía nada en común con el de Robert Gallo. Éste multiplicaba los linfocitos, el otro los mataba. Unos primos, aunque fuesen lejanos, no podían comportarse de una manera tan diametralmente opuesta.

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