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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (58 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Poco a poco, fue aceptándose la ferrea disciplina impuesta por sor Paula. El propio Terry Miles acabó por reconocer sus ventajas. A cada visita, se admiraba de la labor realizada. «Aquellas indias habían convertido el viejo caserón en una verdadera alhaja. Estaba todo tan limpio que hubieras podido comer en el suelo». Lo que más asombraba a aquel norteamericano agnóstico era «el modo en que las hermanas se encomendaban al Dios al que servían. Si surgía una dificultad, si algo faltaba, levantaban los brazos al cielo y decían con la mayor naturalidad del mundo: “El Señor proveerá”». Terry Miles se asombró el día en que sor Ananda ordenó a la cocinera preparar el postre previsto para el almuerzo, a pesar de que en la casa no quedaba ni un huevo. «¡Yo no puedo hacer un pastel sin huevos!», protestó la cocinera. La religiosa le dijo serenamente que confiara en la Providencia. Tenía razón. Al poco rato, llamaron a la puerta: era un vecino que les llevaba diez docenas de huevos.

Las catorce primeras camas de Ofrenda de Amor se ocuparon rápidamente.
Gays
y toxicómanos —los dos grupos de riesgo esencialmente castigados por el sida en aquella época— estaban representados en proporción casi igual. El segundo grupo comprendía principalmente negros e hispánicos. Terry Miles iba frecuentemente al hogar para comunicar a las hermanas los frutos de su experiencia médica adquirida en el hospital Saint-Clare. Le costó trabajo convencerlas de la importancia de un régimen alimenticio adaptado a cada caso. Para unas indias vegetarianas, acostumbradas desde hacía tanto tiempo a no administrar a los moribundos más que un cucharón de arroz con un poco de puré de lentejas, la dietética no tenía sentido. Ellas servían unas comidas a base de sopa espesa, cuando aquellos enfermos necesitaban alimentos ricos en proteínas y en calorías como carne, pescado y cereales. Como su apetito era caprichoso, estos alimentos tenían que estar a su disposición en todo momento y no distribuidos dos veces al día a horas fijas.

Terry Miles resolvió con paciencia cada problema, uno tras otro. Pronto se sintió tan orgulloso de sus enfermeras del sari, que afirmó: «La única suerte que puede tener un enfermo de sida es la de caer en sus manos».

El
clinic coordinator
no dudaba de los sinsabores que conocían estas mujeres en el ejercicio de su cometido. Una mañana, en la capilla, una de las monjas se echó a llorar durante la oración.

—No puedo más —gemía entre sollozos—. No se nos pide que cuidemos a leprosos ni a moribundos, sino a verdaderos monstruos. Parias malditos de Dios, castigados por sus pecados. Amarlos y respetarlos es superior a mis fuerzas.

Sor Paula la abrazó, le enjugó las lágrimas y trató de calmarla.

—Precisamente porque Dios les ha castigado, nosotras debemos ofrecerle sus sufrimientos y los nuestros.

Entonces intervino sor Ananda.

—Estos hombres no son monstruos ni pecadores. No son más que víctimas. Yo viví la esclavitud de algunos de ellos, yo conocí su degradación física y moral. Yo fui insultada como lo han sido muchos de ellos. No, hermana, su enfermedad no es un castigo sino la prueba de que Dios les ama, como me amó a mí, como te ama también a ti, en tu aflicción.

57

Nueva York, USA — Febrero de 1986
Champiñones japoneses y pepinos chinos,
en socorro de los desesperados

La mujer india no manifiesta emociones más que con un pudor extremo. Aquella mañana, sin embargo, en el rostro de sor Ananda se advertía una estupefacción total. Uno de sus enfermos había desaparecido. Nadie había visto salir del hogar Ofrenda de Amor a Josef Stein, que se había marchado sin avisar. Nada hacía prever esta fuga. Al contrario, a pesar de que no era un indigente ni un marginado sin recursos, el ex arqueólogo había solicitado poder prolongar su permanencia en el hogar de las hermanas de la Madre Teresa.

Desde su llegada, el día de la inauguración del hogar, su estado había empeorado. Sus lesiones de Kaposi, después de difuminarse, se habían reproducido con virulencia. Volvía a tenerlas por todo el cuerpo, hasta en la cavidad bucal y en la lengua. La ingestión de alimentos sólidos le resultaba tan dolorosa que, poco a poco, había dejado de alimentarse. Sor Ananda había cuidado durante muchos años en Calcuta a personas torturadas por el hambre que no conseguían deglutir. En Nueva York, entre los enfermos de sida, había vuelto a encontrarse con este problema que ella trataba de resolver siguiendo los consejos de dietética de Terry Miles. «Esta mujer no tiene rival para prepararte, con unas bolas de helado de chocolate, un poco de miel y almendras molidas, una comida completa que entra sola y que te haría subir a la cima del Himalaya», decía Josef Stein. Pero no había bastado para retenerlo.

Las religiosas del hogar y el doctor Jack Dehovitz tardarían varias semanas en averiguar el motivo de su marcha, aunque el recorte de periódico hallado en su mesita de noche hubiera debido revelárselo. Era un artículo del
New York Post
que trataba de un medicamento contra el sida que acababa de obtener «resultados casi milagrosos en los primeros cobayas humanos tratados en el hospital oncológico de Bethesda». El texto anunciaba un próximo experimento clínico a gran escala con el AZT. Al leer la noticia, Josef Stein se entusiasmó con la idea de tomar parte en el experimento. Esperó a que las monjas fueran a la capilla y se arrastró hasta el teléfono de la planta baja para llamar a uno de los tres centros neoyorkinos en los que iba a desarrollarse el experimento:

«Aunque no tuviera más que una posibilidad entre dos de recibir el medicamento, era mi última esperanza de curación —explicaría después—. Era absolutamente necesario tomar parte en aquella operación». Desde el otro extremo del hilo, su interlocutor le hizo varias preguntas. Cuando Josef pronunció la palabra Kaposi, la conversación se abrevió. Esta forma de ataque del sida lo eliminaba de la selección.

—Pero no se desanime —le dijo su interlocutor—. Si hay éxito, el AZT será administrado a todos los enfermos sin distinción.

—¿Cuándo? —preguntó Josef Stein.

—Aproximadamente, dentro de un año.

¡Un año! ¡Para un hombre que día tras día sentía cómo se le escapaba un poco de vida en «una hemorragia continua» era como decir un siglo o un milenio! No obstante, en lugar de desanimarlo este plazo fijado con claridad lo sacudió como una onda de choque. «Era alucinante —dice—. Dos meses antes, yo había tragado qué sé yo cuántas pildoras para acabar de una vez por todas; y ahora, de repente, me sentía arrastrado por un deseo furioso de llegar a toda costa a aquella cita con el AZT. Al volver a mi habitación, me puse a releer toda la información recopilada antes de mi tentativa de suicidio acerca de los paliativos propuestos por las medicinas paralelas».

La reacción de Josef Stein no tenía nada de excepcional. Aquel invierno, un número creciente de enfermos norteamericanos, desesperados por saberse condenados a morir antes de que se encontrara el medicamento que pudiera curarlos, iban en busca de tratamientos sustitutorios. Cientos de víctimas —en la última fase de la enfermedad o sólo simples portadores— cruzaban la frontera mexicana para procurarse, a precio de oro, medicamentos antivirales cuya venta en territorio estadounidense aún no había sido autorizada por la FDA. Siguiendo el ejemplo del actor Rock Hudson, otros pacientes se trasladaban a Francia o a Israel para someterse a las terapias que se aplicaban en estos países. Otros preferían buscar su salvación en los mismos Estados Unidos, en una red de oficinas más o menos clandestinas.

Se las llamaba las
guerilla clinics
. Cada semana acogían a unos dos mil enfermos. Allí se trataba el sida con una farmacopea por demás original, en la que figuraban un ácido utilizado para el revelado de fotografías, un derivado de la soja, un extracto de seta japonesa y la decocción de la corteza de un árbol de la Amazonia brasileña. Uno de los remedios caseros más solicitados era el que fabricaba en su piso de San Francisco un tal James D. Henry, empleado de una fábrica de artículos ortopédicos. Se trataba de una mezcla de dinitroclorobenzeno, etanol y una loción capilar de venta en el comercio. La mixtura había merecido la atención de varios artículos médicos. Debía untarse a diario sobre las pústulas cancerosas de Kaposi y, se decía, tenía la virtud de estimular la actividad del sistema inmunológico. En Nueva York, los enfermos de sida disponían de un contestador telefónico que comunicaba una dirección de la calle Veintitrés Oeste, donde se podía adquirir, por doscientos dólares, un medicamento a base de yema de huevo, importado de Alemania, con el nombre de AL-721. En San Francisco, la línea roja del Project Inform, una organización altruista de ayuda a los enfermos, facilitaba información sobre diversas terapias experimentales disponibles en la costa Oeste. Una de ellas consistía en un preparado a base de raíces de pepino chino. Este producto, denominado «Compuesto Q», al parecer, en los tubos de ensayo había demostrado poseer la notable propiedad de matar selectivamente las células infectadas por el virus y respetar las sanas. Numerosos enfermos se hicieron inyectar esta panacea providencial. A causa de la falta de controles previos sobre su toxicidad, el pepino chino fue la causa de numerosas tragedias. Algunos de sus imprudentes consumidores quedaron paralíticos, ciegos, dementes o en estado de coma.

Unos médicos de Miami proponían ampollas de células frescas de embrión de ternera, capaces, según ellos, de obligar al timo a estimular la reproducción de linfocitos T4. También en Miami, agencias de viajes organizaban excursiones a una isla antillana en la que un laboratorio fabricaba cierta sustancia bautizada con el nombre de «reticulosa» cuyos inventores ensalzaban en la prensa sus virtudes curativas. Se decía que en nueve días podía curar el cáncer de Kaposi y la neumocistosis infecciosa. También podía adquirirse en México y en otros países de Centroamérica al precio astronómico de seis mil dólares, para veintiún días de tratamiento.

«Cuando la medicina oficial y los grandes profesores te abandonan a la más horrible de las muertes, cuando todas las eminencias cargadas de premios Nobel se dejan poner en ridículo por un miserable virus, a pesar de sus fabulosos presupuestos para investigación, ¿cómo no acudir adonde sea en busca de una chispa de esperanza, hasta al mismo infierno?», dice Josef Stein. Aquel invierno, la «última chispa de esperanza» para el antiguo arqueólogo brillaba entre los bananos y los bosquecillos de jacarandás antillanos de la isla de San Martín. Un médico francés, afincado desde hacía unos treinta años en aquel paraíso caribeño, administraba una vacuna que obtenía de ratas inoculadas con el virus del sida. Aparentemente, el hombre no era un charlatán. Incluso gozaba de renombre de auténtico investigador. A diferencia de los propietarios de las
guerilla clinics
, él no hacía publicidad y, en muchos casos, ofrecía la vacuna gratuitamente. Hubo periodistas que no vacilaron en presentarlo como una especie de doctor Schweitzer.

«La isla de San Martín está a sólo cuatro horas de avión de Nueva York —dice Josef Stein—. Yo estaba seguro de regresar antes de tres días. Mi pequeña escapada bien podía pasar casi inadvertida».

58

Nueva York — Los Ángeles — Miami — San Francisco, USA
Primavera-verano de 1986
281 cobayas para un puñado de cápsulas amargas

El doctor Paul Volberding era uno de los doce médicos designados por el laboratorio farmacéutico Wellcome para dirigir las pruebas clínicas del AZT por el procedimiento de incógnita total. Desde el día en que descubrió en un homosexual las lesiones de uno de los primeros sarcomas de Kaposi registrado en la costa Oeste, Paul Volberding no había dejado de cuidar a víctimas del sida. Su consulta, instalada en el quinto piso del viejo hospital general de San Francisco, era uno de los centros de tratamiento más activos de la capital
gay
de Norteamérica.

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