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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (61 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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La religiosa volvió a recorrer el álbum y sacó una instantánea en blanco y negro que, a sus ojos, era la que mejor simbolizaba el contrapunto del hombre consumido que tenía delante. La cartulina mostraba a un muchacho risueño, de pie en la barandilla del Golden Gate Bridge, desafiando el vacío, recuerdo de la época en la que, para pagarse los estudios de arqueología, por las noches trabajaba de cobrador en el peaje del célebre puente de San Francisco.

El doctor Jack Dehovitz no daba crédito a sus oídos.

Efectivamente, era
Sugar
quien le llamaba desde el fondo de Brooklyn.

—¡Doc! ¡Doc! —se desgañitaba el travesti toxicómano— ¡Esto es el gordo de la lotería! ¡He leído en el periódico que por fin han encontrado un medicamento que funciona! Quiero que me lo inyectes en todas las venas. Pillo un taxi y voy para allá ahora mismo.

Los cuidados de sor Ananda y sus compañeras habían permitido a este pintoresco personaje superar la crisis y volver a subir a los escenarios del género burlesco en los que triunfaba todas las noches gracias a su imitación de la actriz Lauren Bacall, su ídolo. Jack Dehovitz sabía que esta mejoría era aparente, que el cáncer de Kaposi no estaba curado, sino sólo dormido, y que al cabo de unas semanas o de unos meses, las pústulas violeta rebrotarían, le cuarterían el maquillaje y después se extenderían a otras partes del cuerpo y tal vez se infiltrarían en los pulmones, el hígado, el corazón o el cerebro.

«Era patético —dice el médico al recordar aquella llamada—.
Sugar
no podía haberse enterado de la existencia del AZT por el periódico porque era analfabeto. Lo que ocurría era que la noticia corría de boca en boca entre los enfermos».

La postal gigante representaba la ciudad vieja de Jerusalén que se extendía al abrigo de sus antiguas defensas, con profusión de campanarios, cúpulas y azoteas, sus escaleras y su laberinto de callejuelas. «Escribo estas líneas de mi puño y letra —anunciaba Philippe Malouf, el monje de Latroun—. Una operación me ha devuelto por completo el uso de los dedos. Quiero comunicarte que esta mañana nuestra comunidad se ha reunido para inaugurar oficialmente el museo de la abadía. Se ha descubierto una placa con su nombre. Se llama “Josef Stein Museum of Palestinian Antiquities”. Yo he sido encargado de recibir a los visitantes. ¡Aleluya, Josef! Canta conmigo:
“Leshanah haba'ah beyerushalayim
: ¡El año próximo, en Jerusalén!”»

«Josef Stein Museum of Palestinian Antiquities», se repetía Josef en éxtasis, mientras el corazón le palpitaba con fuerza y los ojos se le llenaban de lágrimas. Revivió de golpe sus años de arqueólogo y la emoción que sintiera al sacar a la luz los vestigios de tiempos antiguos que el arado de los monjes había descubierto entre las cepas de las viñas.

La entrada de sor Ananda lo sacó de su ensueño.

—¡Hermana, mira lo que he recibido de tu «novio en la oración»! —exclamó agitando la postal—. ¡Es Jerusalén!

¡La celeste Jerusalén de la Biblia! La religiosa india quedó fascinada por el prodigioso revoltijo del panorama. Josef trataba de hacerle imaginar los sonidos, los gritos, las voces, la algarabía de los zocos, la llamada a la oración de los muezines, los repiques de campanas de las iglesias, los toques de los
shofars
, todo el guirigay que constantemente se alzaba de aquella amalgama de hombres, creencias y lugares sagrados. Se ahogaba. Su voz se debilitaba por momentos y la monja, más que oír, adivinaba los nombres de Gólgota, Vía Dolorosa, Ecce Homo, palabras que aprendiera arrodillada en la capilla de Calcuta durante sus años de noviciado.

Jack Dehovitz interrumpió su peregrinación. El médico mostraba un semblante victorioso insólito en él.

—¡Quiero ser yo quien te dé la noticia!

Josef le atajó con un ademán.

—Antes mira esta foto —dijo tendiéndole la postal de Philippe Malouf—. ¿No te recuerdan nada estas piedras?

Dehovitz esbozó una sonrisa llena de melancolía.

—¡Jerusalén! ¡Israel! Los momentos más inolvidables de mi vida. ¡He deseado tanto hacer mi
alya
, instalarme allí para siempre! Pero estalló la guerra del Kippur. Mis padres me obligaron a volver corriendo a América y no tuve valor para negarme. Después ya era tarde.

Josef cerró los ojos para recordar mejor. Como para desafiar su postración física, su memoria le enviaba escenas viriles y escandalosas.

—¡Doc, si tú supieras la marcha que yo llevaba allí! Fue el único período de mi vida en el que realmente me destapé. ¡Qué chicos más guapos, afectuosos y dispuestos! Bastaba una seña para que se fueran contigo. A la playa, al parque, al lavabo de un restaurante, a la cama. ¡Si entonces llega a haber sida, yo solo hubiera contaminado a todo el Oriente Medio!

Lo obsceno de la evocación dejó estupefacto a Jack Dehovitz. Su amigo nunca había aludido tan crudamente a su homosexualidad. Por el contrario, todos los que le atendían apreciaban su pudor y su discreción. El médico se preguntó si esta salida de tono no sería indicio de un empeoramiento de su estado, la prueba de que el virus le había atacado el cerebro.

Josef lanzó una risa cínica y cambió de tema.

—Dime, Doc, ¿cuál es la gran noticia?

Jack Dehovitz sacó del bolsillo un frasco de AZT que puso en la mano del enfermo.

—¡Por fin han encontrado algo!

Josef contempló las cápsulas blancas. Se parecían a las que tomara cuando quiso quitarse la vida.

—¿Cuándo empiezo?

—Dentro de una o dos semanas. Cuando me autoricen a retirar las primeras dosis para tu tratamiento.

—¿Te autoricen?

Jack Dehovitz explicó que, por el momento, sólo los casos considerados desesperados tenían derecho a recibir el medicamento. Para uso «caritativo», el médico debía presentar una solicitud.

—Doc, ¿te parece que dentro de una semana aún voy a estar aquí para tomar las cápsulas que me den «por caridad»?

Tres días después, un sorprendente espectáculo esperaba a sor Ananda en la habitación de Nuestra Señora de la Esperanza. Josef Stein estaba en cueros vivos. Parecía encantado de exhibirse.

—Desnudo vine al mundo y desnudo quiero irme de él —anunció.

La religiosa no necesitaba explicaciones para comprender que el virus había atacado el cerebro de su protegido y que el enfermo abandonaba la lucha. El efecto de la rendición fue inmediato: un nuevo ataque de neumocistosis acometió a Josef Stein a las pocas horas. Cada acceso de tos parecía asestarle el golpe de gracia. Las lesiones del sarcoma de Kaposi habían afectado las glándulas salivares. Tenía la lengua, el paladar y la garganta abrasados de una sequedad que ningún líquido podía refrescar. Jack Dehovitz, avisado por las monjas, acudió rápidamente. El médico trataba de convencerse a sí mismo de que aquellos graves síntomas no tenían forzosamente que anunciar lo peor. Las perfusiones de vinblastina permitieron demorar el desenlace. Varios días después, sor Ananda tuvo la sorpresa de encontrar a su enfermo «sentado tranquilamente en su butaca, degustando golosamente todo un bote de helado de fresa».

Pero las defensas inmunitarias del antiguo arqueólogo estaban ya muy gastadas para que la tregua se prolongara. Pronto su organismo dejó de reaccionar a los medicamentos. Reapareció la tos, más seca y más dolorosa. Las pústulas de la garganta acabaron por bloquear el esófago, impidiendo el paso de alimentos. Ni todo el empeño de su enfermera india fue suficiente para romper el bloqueo.

La situación empeoró rápidamente. Los pulmones dejaron de cumplir su cometido. El corazón, falto de oxígeno, encontraba cada vez más dificultades para enviar sangre a los órganos vitales. Poco a poco, la maquinaria fue paralizándose Una tarde, el norteamericano llamó con una seña a sol Ananda a la cabecera de su cama. Cuando la monja se acercó, él le tomó la mano.

—Esta vez es el final, lo sé —murmuró buscando con la mirada su confirmación.

La monja asintió con un ligero movimiento de cabeza.

Josef empezaba a ahogarse. Este «hambre de aire» que acompaña la agonía de tantos enfermos de sida es angustiosa. La monja trató de ponerle la mascarilla del aparato de respiración asistida. Josef la rechazó.

Durante la visita de aquella tarde, el doctor Dehovitz realizó el único acto médico que aún era posible. Aplicó el estetoscopio al pecho del moribundo. No le sorprendió no captar nada realmente anormal. Él sabía que los parásitos del sida, como los escualos de las grandes profundidades, destruyen su presa en silencio. «De todos modos, yo no estaba allí para realizar un acto terapéutico —dice el médico—. Sencillamente,
estaba allí
».
Sentía cómo su amigo seguía con la mirada todos sus movimientos. «Nunca olvidaré su expresión, que parecía decirme: “No pierdas el tiempo. No sirve de nada”».

—¿Deseas que haga algo por ti? —preguntó Jack Dehovitz tratando de disimular la emoción.

La cara del barbudo se volvió lentamente hacia la ventana en la que sor Ananda había pegado la vista de Jerusalén.

—Sí —murmuró Josef—. Me gustaría que un día llevaras a mi hermana Ananda al monasterio de Latroun para que pueda conocer a su «novio en la oración». Y que le enseñes Jerusalén.

—¡Dalo por hecho, hermano! —prometió el médico buscando bajo la sábana la mano de su amigo para golpearle la palma en señal de compromiso. Entonces advirtió que Josef se había arrancado el tubo del gota a gota que aún debía instilarle un ápice de vida. Hizo ademán de volver a conectarlo al catéter. Josef se lo impidió. Ya no esperaba nada de la medicina.

Entonces entraron en la habitación varias personas que hicieron corro alrededor del enfermo. La alegría que asomó a los ojos de Josef al ver a sus visitantes sorprendió a Jack Dehovitz. Él había observado que la mirada de los enfermos de sida solía apagarse poco a poco como la luz de una bombilla conectada al interruptor de un reóstato. Por el vecino hospital circuló la noticia del inminente final del hombre que había humanizado un poco los corredores del Saint-Clare, y los que le querían y le habían cuidado venían a decirle adiós. Al lado de sor Paula, de sor Ananda y del doctor Dehovitz estaban Gloria Taylor, Palma, Ron, Terry Miles, Jack Lekko, lodos aquellos amigos cuya generosidad, abnegación y competencia habían contribuido a suavizar una larga y dura prueba.

Josef los miró despacio, uno a uno, tratando de expresarles su gratitud en silencio. Sonreía. Aspiró un poco de aire con dificultad y, en un susurro, dijo:

—Todos vosotros sois aún más grandes que el amor.

Lo que le quedaba de vida se agotó con estas palabras.

Epílogo

Más de medio millón de personas han compartido ya el cruel destino de Josef Stein. Según la Organización Mundial de la Salud, entre ocho y diez millones de adultos y un millón de niños se encuentran hoy infectados por el retrovirus del sida. Nadie está a salvo. Las estadísticas son estremecedoras. Dos millones de mujeres y unos doscientos mil niños está contaminados. En algunas zonas de la Tierra, la propagación de la enfermedad alcanza proporciones aterradoras. Hay regiones de África en las que está afectado el diez por ciento de la población adulta en edad de procrear. Según un informe del Banco Mundial, la esperanza de vida en el África subsahariana pasará de 50 años en 1985 a 45 años en el 2010. De no ser por la epidemia del sida, hubiera alcanzado los 61 años. En los orfanatos de Haití los lactantes portadores del virus suman más de la mitad. De los dos mil cien niños rumanos examinados en febrero de 1990 en los hospitales de Bucarest y de Constanza por la organización Médicos del Mundo, más de la tercera parte han dado positivo, por haber recibido transfusiones de sangre infectada o sido pinchados con jeringuillas contaminadas. Ante tan trágico descubrimiento, los especialistas no han vacilado en hablar de una «epidemia de sida pediátrico». Se calcula que antes del año 2000, sólo en la ciudad de Nueva York, habrá entre cincuenta mil y cien mil niños huérfanos a causa del sida. Si no se encuentra pronto una vacuna, los especialistas de la Organización Mundial de la Salud estiman que, también en el año 2000, habrá unos cuarenta millones de personas contaminadas. A finales del decenio la enfermedad matará entre quinientas mil y un millón de personas por año, solamente en los países subdesarrollados. Durante los años noventa las madres o los dos progenitores de más de diez millones de niños habrán sucumbido a la infección debida al VIH del sida. En palabras del doctor Michael Merson, responsable del programa de acción contra el sida en la Organización Mundial de la Salud, la tragedia alcanzará pronto las proporciones de una «explosión nuclear».

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