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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (62 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Sugar
, el travesti toxicómano, fue el primer huésped de Ofrenda de Amor que se benefició del descubrimiento del AZT. A pesar de episódicas recaídas que le obligan a hacer cortas estancias en el hogar neoyorkino de la Madre Teresa, él sigue parodiando todas las noches a su ídolo Lauren Bacall en los teatritos del bajo Manhattan. Cada cuatro horas, su reloj despertador le recuerda que debe tomar dos cápsulas.
Sugar
es uno de los treinta o cuarenta mil enfermos de sida que hoy sobreviven gracias a este medicamento.

La sustancia probada por Marty St. Clair en su laboratorio de Carolina del Norte es hoy el único remedio eficaz contra el sida que está a la venta. Nuevos experimentos amplían periódicamente su campo de actuación. Dos ensayos comparativos realizados por el sistema de incógnita total en agosto de 1989 en varios cientos de sujetos — seropositivos pero sin síntomas de la enfermedad— demostraron que el AZT retarda o impide la manifestación del sida.

No obstante, el medicamento ha sido objeto de críticas, empezando por el precio, considerado exorbitante y hasta escandaloso. En los Estados Unidos, país en el que dieciocho millones de ciudadanos carecen de prestaciones sociales, la mitad de las víctimas del sida no disponen de medios para seguir un tratamiento que cuesta seis mil quinientos dólares al año. En el verano de 1989, activistas de los movimientos
gays
se encadenaron a los balcones de la Bolsa de Wall Street para denunciar los espectaculares beneficios del laboratorio Burroughs Wellcome Co., cuyas acciones habían tenido alzas que, por estar inscritas en el dramático contexto de la epidemia, se consideraban inmorales. En Nueva York y San Francisco, los manifestantes entraron en las farmacias y en todos los productos de la firma pegaron unas etiquetas rojas con la inscripción: «Aprovechados del sida». El doctor David Barry, uno de los descubridores del AZT, tuvo que comparecer ante una comisión del Congreso para «someterse al fuego graneado de un interrogatorio a veces hostil» y explicar que el precio del medicamento se justificaba por la envergadura de las inversiones que había requerido su producción y su constante experimentación sobre miles de enfermos. El anuncio de que el laboratorio distribuiría el AZT gratuitamente a los niños enfermos de sida no acalló la polémica.

Por otra parte, se produjo cierto revuelo en los medios médicos cuando la gravedad de los efectos secundarios obligó a numerosos enfermos a interrumpir, al cabo de sólo unos meses, un tratamiento que hubiera debido seguir de por vida. Afortunadamente, una terapia a dosis menores ha demostrado que es posible reducir sensiblemente la toxicidad sin perder efectividad. El 16 de enero de 1990, la Food and Drug Administration recomendaba una posología de seiscientos miligramos al día, es decir, la mitad de las dosis administradas hasta el momento. Ello reduce a la mitad el coste anual del tratamiento. Por lo que respecta a las inquietudes suscitadas por ciertos fenómenos de resistencia del virus al AZT, los biólogos de Wellcome parecen haber hallado la forma de combatirlos asociando el medicamento a otros productos en curso de desarrollo. «Antes de un año, los enfermos recibirán un combinado de AZT y otras sustancias —declaró David Barry en diciembre de 1989—. Gracias a esta sinergia entre diferentes remedios, quizá podamos hacer del sida una enfermedad tan fácil de controlar como la hipertensión».

En mayo de 1986, al cabo de un año de agrias discusiones entre retrovirólogos, un comité decidió poner fin a la batalla de siglas entre el virus francés y el norteamericano. El LAV y el HTLV-3 se convirtieron finalmente en el HIV, abreviatura de los términos ingleses Human Immunodeficiency Virus, en español VIH: Virus de Inmunodeficiencia Humana.

Diez meses después, el día 31 de marzo de 1987, Ronald Reagan, presidente de los EE.UU., y Jacques Chirac, primer ministro francés, firmaban en Washington un acuerdo por el que se enterraba el hacha de guerra entre los equipos de los profesores Luc Montagnier y Robert Gallo. Este acuerdo reconocía la contribución de ambos equipos, sin atribuir a ninguno la primicia del descubrimiento del virus responsable del sida. Reconocía también la validez de cada una de las dos patentes registradas por separado para la comercialización de los maletines de diagnóstico y preveía el reparto de los considerables beneficios comerciales que se derivarían de ella.

Esta batalla franco-americana resultaba un poco sórdida, habida cuenta de la tragedia vivida por los enfermos y de la urgencia de descubrir un tratamiento curativo y una vacuna. Su final fue saludado con satisfacción, si bien algunos franceses, como el profesor Jean-Claude Chermann, codescubridor del virus, consideraron que sus compatriotas habían «capitulado ante el rodillo apisonador norteamericano de Robert Gallo».

En una carta publicada en la revista científica
Nature
del 30 de mayo de 1991, Robert Gallo reconocía que el virus del sida que hasta el momento pretendía haber descubierto, pertenecía en realidad a sus competidores del Instituto Pasteur. Declaraba que el virus que él había recibido de los investigadores franceses en julio de 1983 de Bethesda, había contaminado por accidente sus propios cultivos. Esta confesión esperada durante siete años por la comunidad científica, exime al sabio norteamericano de la acusación de haber «pura y simplemente robado» a los investigadores del Instituto Pasteur y de haberse apropiado del descubrimiento de su virus HIV.

En un artículo aparecido en la revista
Science
del mismo mes de mayo de 1991, Luc Montagnier y sus colegas reconocieron por su parte que se había producido una contaminación accidental en su laboratorio durante el verano de 1983. Esta información arrojaba una luz nueva en la controversia que enfrentaba a Montagnier y Gallo con respecto a la paternidad del descubrimiento del virus del sida. A comienzos de 1991 los investigadores del Pasteur exhumaron de sus congeladores las diferentes muestras con las que habían trabajado en julio de 1983. Y se dieron cuenta de que su virus identificado con el apelativo de BRU (el que fue aislado en el ganglio del estilista parisino Frédéric Brugère) había sido realmente contaminado por otro virus que procedía de un enfermo aquejado de un sarcoma de Kaposi. En una conversación con el autor de este libro, en junio de 1991, la doctora Françoise Barré-Sinoussi declaraba que dicha contaminación se había producido probablemente en la campana con flujo de aire estéril de la sala Bru, en donde el equipo de Montagnier había manipulado, en el transcurso de aquel verano, diversas muestras de virus encontrados en diferentes enfermos. Y dado que procedía de un enfermo de sida declarado —y no de un enfermo en estado de pre-sida como era Frédéric Brugère—, se trataba de un virus particularmente activo, bautizado con el nombre de LAI, primera sílaba del nombre del paciente infectado. Cuando Luc Montagnier, en julio de 1983, aceptó enviar una muestra del virus BRU a su colega Robert Gallo, ignoraba que en realidad le estaba enviando al norteamericano un tubo de ensayo lleno de virus LAI. Según Gallo, este virus LAI fue el que contaminó accidentalmente los cultivos de su virus HTLV-III que había aislado previamente en su laboratorio. Un verdadero rompecabezas en el que aparecen por una parte Luc Montagnier y su equipo trabajando en París con lo que creen que es su virus BRU descubierto en febrero de 1983, pero que de hecho se ha convertido en el virus LAI; y al mismo tiempo, los norteamericandos de Bethesda que trabajan con un virus por ello bautizado como HTLV-IIIb, que a su vez, por contaminación se ha convertido en virus LAI.

Esta doble contaminación explica hoy por qué los virus aislados a cinco mil kilómetros de distancia por Montagnier y Gallo mostraron la misma identidad genética. Un parecido que iba a desencadenar una formidable controversia científica internacional.

El norteamericano Robert Gallo no tardó en demostrar a la comunidad científica que no se dormía en los laureles. A finales de 1986, su laboratorio descubría una nueva familia de virus del herpes, plaga nacida asimismo de la liberación sexual. Los trabajos demostraron que el virus atacaba los mismos linfocitos T4 que el agente del sida, lo que hacía de él un posible factor subsidiario en la aparición del sida en los individuos seropositivos.

Durante estos últimos años, Robert Gallo y su laboratorio se han empeñado también en una labor de investigación dirigida al estudio de los mecanismos de la infección celular con el fin de poder obstaculizarla mejor. Entre sus trabajos más originales figura una técnica destinada a neutralizar el virus del sida por medio de señuelos moleculares. Se sabe que, para penetrar en el núcleo de la célula, el virus debe acoplarse a una determinada proteína de su envoltura. La idea de inyectar en la sangre de los enfermos grandes cantidades de esta proteína para atraer al virus, desviándolo de las células sanas, es una estrategia sugestiva que Gallo y su equipo se esfuerzan hoy en desarrollar.

Paralelamente a estas investigaciones, el equipo de Bethesda colabora con el eminente científico francés, profesor Daniel Zagury, para hallar el medio de estimular las defensas inmunitarias de los individuos infectados por el virus del sida. Esta inmunoterapia, asociada a medicamentos antivirales como el AZT, podría ofrecer a los portadores seropositivos la inmensa esperanza de no desarrollar el sida.

Robert Gallo y sus investigadores consiguieron también cultivar en sus tubos de ensayo células de tumores de Kaposi. Con ello pudieron comprender los procesos de desarrollo de este cáncer de la piel. Descubrieron que el virus del sida genera una proteína que hace crecer rápidamente las células de los tejidos de los vasos sanguíneos. Este estímulo, a su vez, genera otras proteínas que se ponen a fabricar una red paralela de arteriolas cuya proliferación en las paredes de los vasos provoca la aparición de pústulas en las mucosas y la piel. «Tal vez estos trabajos no sean muy espectaculares —reconoce Robert Gallo—, pero no creo que para vencer al sida nos hagan falta grandes descubrimientos. Poseemos la tecnología adecuada y los conocimientos esenciales. La victoria es cuestión de tiempo, de experimentación y de constancia en seguir las distintas vías de investigación que se abren ante nosotros».

Evidentemente, una de estas vías es la elaboración de una vacuna. Robert Gallo, que en 1988 recibió del Instituto Americano del Cáncer el encargo de dirigir una unidad operativa para la obtención de una vacuna, puso en marcha varios programas de investigación, tanto en su laboratorio como en el extranjero. A los pesimistas que vaticinan que no se podrá disponer de vacunas antes del año 2000, él responde que «este recurso tiene todas las posibilidades de ver la luz antes de cinco años».

Durante los últimos años, el considerable aumento de los efectivos, tanto humanos como financieros, dedicados a la lucha contra el sida ha determinado en todas partes la multiplicación de los equipos y los centros de investigación, con la consiguiente dispersión del personal de determinados laboratorios. A finales de 1989, dos de los principales biólogos de Robert Gallo, la china Flossie Wong-Staal y el checo Mikulas Popovic, pasaron a dirigir nuevos proyectos de investigación, uno al sur de California y el otro a Nuevo México. El padre del primer retrovirus humano minimizó la trascendencia de estas marchas. «Otros espíritus fértiles vendrán a llenar el vacío —dice—, y esta renovación de materia gris no puede ser sino beneficiosa».

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