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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (60 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Pero precisamente entonces las defunciones de los sujetos identificados con los números 102, 412, 452 y 808 (acaecidas, respectivamente, el 1 y el 16 de mayo y el 24 y 25 de junio) indujeron a los inspectores de la Food and Drug Administration y a los responsables de Wellcome a plantearse la suspensión de la Operación 53. Ni los médicos de los centros de experimentación ni el personal del laboratorio farmacéutico sabían cuál era la sustancia que recibían los fallecidos. Estaba previsto que esta información no se divulgara hasta el final del experimento, es decir, al cabo de los seis meses señalados. Era la regla del juego. Por lo menos en teoría, ya que, generalmente, este tipo de experimentos eran supervisados por un grupo de autoridades independientes reunidas en el seno de un comité de ética y vigilancia llamado Data Safety and Monitoring Board. Sus miembros tenían la misión de examinar los informes que los doce centros le enviaban cada dos meses y dictaminar si, atendiendo a los fines de la investigación científica y a los principios de la moral médica, era oportuno seguir adelante con la operación. Los miembros del comité eran los únicos que sabían qué sustancia recibía cada paciente.

El 1 de agosto, la muerte de un sexto sujeto a causa de una pulmonía fulminante marcó el principio de una verdadera hecatombe. En el transcurso del mes se producirían otras seis muertes. David Barry, alarmado, llamó por teléfono al presidente del comité de ética para preguntarle si era moralmente lícito seguir adelante con el experimento. La respuesta no dejó de sorprenderle. El comité no quería pronunciarse hasta haber examinado nuevos resultados.

Los diez mil norteamericanos víctimas de la epidemia no compartían esta opinión. Todos los medios de comunicación hacían campaña reclamando la suspensión de la Operación 53 y la inmediata distribución del AZT a todos los enfermos. El movimiento tenía, incluso, a su «Pasionaria» en la persona de una mujer de gran corazón, doctora en biología, jefe de laboratorio del hospital Saint-Luc-Roosevelt de Nueva York y, por cierto, esposa de uno de los productores cinematográficos más célebres de Hollywood. Mathilde Krim, eminente especialista en el interferón, se había volcado en la causa del sida. El año anterior, indignada por la demora con que las autoridades federales concedían los créditos para la lucha contra la epidemia, se había asociado con el doctor Michael Gottlieb de Los Ángeles para crear la American Foundation for Aids Research. Esta fundación privada distribuiría, sólo en 1986, un millón seiscientos mil dólares en becas de investigación y ayudas a los científicos que trabajaban en el sida.

El motivo de la denodada lucha en la que aquel verano se había empeñado Mathilde Krim era la defensa de los enfermos. En el transcurso de una gran manifestación celebrada en Nueva York, no tuvo reparo en declarar públicamente que «el experimento del AZT con incógnita total es un insulto a la moral». Ella protestaba al mismo tiempo por el pequeño número de sujetos seleccionados, por lo restrictivo de los criterios de selección, por el uso de placebo y por los seis meses de privación de cualquier otro tratamiento; lo cual «daba a los que no recibían el medicamento, tiempo sobrado de morirse». Estaba convencida de que el AZT debía administrarse, por lo menos
for compassionate use
(por razones de caridad), a todos los pacientes a los que quedara poco tiempo de vida. «¡Si los laboratorios Wellcome no pueden o no quieren fabricar la cantidad suficiente de AZT, el Gobierno federal deberá firmar contratos con otros laboratorios y distribuir gratuitamente el medicamento!», declaraba. ¡Y que no trataran de convencerla a ella de que el esperma de arenque escaseaba! «Con la cantidad de barcos de guerra que el Gobierno de los Estados Unidos tiene diseminados por el mundo, puede pescar todos los arenques de todos los mares del globo». A los que aludían a la gran toxicidad del AZT, ella respondía: «El hombre al que no le quedan más que seis meses de vida tiene derecho a correr riesgos y apurar la última esperanza».

Mathilde Krim libraba su cruzada en todos los frentes a la vez. Incluso fue a Washington para defender su posición ante el Congreso de los Estados Unidos. Con la potente orquestación de las asociaciones
gays
, el respaldo de numerosas personalidades políticas y científicas de toda denominación y el eco de los medios de comunicación, la campaña para la suspensión del experimento y la libre distribución del AZT acabó por conmover a algunos de los hombres elegidos por el pueblo norteamericano. Ted Weiss, diputado demócrata por Nueva York, convocó a los protagonistas del debate ante el comité para los Recursos Humanos que él presidía.

«¿No tenemos el deber de ofrecer a los que van a morir la posibilidad de luchar hasta el fin?», preguntó Mathilde Krim, a modo de introducción. La compañía de dos testigos de excepción daba a sus palabras un realismo estremecedor. Uno de ellos, de una delgadez extrema, cutis verdoso y cara marcada por los tumores de Kaposi, conmovió con su declaración a los miembros del comité e hizo que la discusión que a continuación mantuvieron los especialistas, sobre las ventajas e inconvenientes de los experimentos clínicos comparativos por el método de incógnita total, resultara incongruente: «Lo que a mí me gustaría oír decir a mi médico es que hay varios remedios en fase de experimentación y que por lo menos uno de ellos va a poder ayudarme —dijo—. Pero cada vez que viene a verme tiene que reconocer que no hay todavía medicamento alguno disponible, ni se ha previsto realizar experimento alguno en la zona en que yo resido. Yo siento mucho tener que desahogar en él mi indignación, puesto que hace cuanto puede por mantenerme con vida hasta el día en que se encuentre algo que pueda curarme».

Las audiencias de Washington provocaron una emoción considerable, pero el factor determinante de la decisión fue una fría estadística. A primeros de septiembre, se produjo el vigésimo fallecimiento. Los miembros del comité de ética y supervisión no tenían más que echar una hojeada a sus listas para saber a qué grupo pertenecían los muertos. De las veinte víctimas, diecinueve tomaban el placebo y sólo una el AZT. ¿Quién podía empeñarse en seguir adelante en estas condiciones? La decisión del comité fue hecha pública el 11 de septiembre de 1986 por la tarde: el experimento clínico se suspendía. Al fin todos los enfermos iban a poder beneficiarse del primer medicamento antisida.

Mientras una nube de cámaras, fotógrafos y periodistas se precipitaban hacia David Barry y sus colaboradores, un hombre salía discretamente de la sala del Instituto Nacional de Enfermedades Infecciosas, en donde debía celebrarse la rueda de prensa en la que se anunciaría la próxima comercialización del AZT. El doctor Paul Volberding se encerró en una cabina telefónica y marcó un número de San Francisco. Quería ser él quien diera la noticia a su amigo el vendedor de periódicos. Más adelante, al evocar aquellos momentos de intenso optimismo, diría: «Por primera vez íbamos a poder hacer algo más que ver morir a los enfermos».

59

Nueva York, USA — Otoño de 1986
«Todos vosotros sois aún más grandes que el amor»

Entre los alaridos de la sirena, la ambulancia del hospital Saint-Clare se detuvo delante de la puerta del hogar Ofrenda de Amor. Todas las monjas, con sor Paula a la cabeza, se precipitaron a la acera de Washington Street. Al ver la rutilante furgoneta, sor Ananda recordó la asmática cafetera que transportaba al asilo de Calcuta a los moribundos que recogía en las calles. Aquella mañana de septiembre, los dos vehículos tenían un denominador común. Ya fuera a causa de la miseria o del sida, la condición física de los pasajeros era de ruina absoluta. A los ojos de la religiosa india, el hombre que dos enfermeros sacaban con precaución de la ambulancia era una sobrecogedora copia de los indigentes que eran conducidos a las proximidades del templo de Kali. Un esqueleto viviente, de ojos febriles y respiración jadeante. Al reconocer la espesa barba que enmarcaba el descarnado rostro, la monja tuvo un sobresalto.

—¡Qué maravillosa sorpresa, poder acogerte aquí otra vez, hermano! —le dijo a Josef Stein con júbilo—. Bienvenido seas.

El norteamericano que, de la emoción, no podía hablar, oprimió la mano de su enfermera con la poca fuerza que le quedaba.

Poco después, sor Ananda oiría de sus labios el relato de su escapada al Caribe en busca de un tratamiento milagroso. Nada más llegar a la isla de San Martín en donde residía el médico que tenía la vacuna de la esperanza, Josef sintió en las manos, el vientre y las piernas las señales precursoras de una fulminante crisis de herpes. Pronto tuvo todo el cuerpo en carne viva. Fue transportado al hospital local y durante trece días y trece noches sufrió unos dolores que le volvían loco, hasta el extremo de que fue necesario atarlo a la cama. La erupción remitió la mañana del decimosexto día. Entonces pudo llamar a Nueva York y ponerse en contacto con Sam Blum, que lo buscaba por todas partes. Sam temía que se hubiera marchado a Israel para suicidarse y había avisado al monje de Latroun. Nadie tenía noticias del fugitivo. Sam tomó el primer avión para San Martín y organizó el traslado del enfermo a Nueva York. Veinte días de intenso tratamiento en el Saint-Clare provocaron una espectacular remisión de la infección e, incluso, la parcial restauración de sus defensas inmunitarias. A pesar de su extrema debilidad, Josef fue autorizado a dejar el hospital. Pero Jack Dehovitz no quería que volviera a su casa. El médico sabía que una de las características del virus del sida es la lenta destrucción del instinto de supervivencia. A finales del verano, dos de sus pacientes, al encontrarse solos en su apartamento, se habían suicidado.

Josef Stein fue autorizado a pasar unos días de convalecencia en el hogar Ofrenda de Amor. Fue recibido como el hijo pródigo del Evangelio e instalado en su habitación, consagrada a Nuestra Señora de la Esperanza. «En aquel entonces, la mayoría de nuestros internos eran toxicómanos de comportamiento difícil y violento —cuenta sor Ananda—. Nos daban muchos sinsabores, y el regreso de Josef nos pareció un regalo de la Providencia». Triste regalo, en verdad. La quimioterapia había envenenado literalmente el organismo de Josef Stein. Padecía náuseas repetitivas que llegaron a impedirle comer durante varios días y había que alimentarle con perfusiones de suero de glucosa.

Una noche, al hacer la última ronda, sor Ananda le oyó llorar desde el corredor. Entró en la habitación, se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.

—Hermanita, tengo miedo —gimió él.

La religiosa no buscó palabras tranquilizadoras. Los años pasados entre los moribundos de Calcuta le habían enseñado que el contacto de una mano puede calmar las peores angustias con más eficacia que un discurso de consuelo. En un momento dado, sintió que los dedos de Josef se crispaban sobre los suyos. Su mirada tenía un brillo inesperado. Semejantes cambios de humor no siempre eran de buen augurio. En Calcuta había visto a moribundos que, al ir a expirar, salían de su postración, le tomaban la mano y se la ponían en el sexo, pera expresar su agradecimiento.

—I love you, little sister
—murmuró tan sólo Josef Stein—.
I love you so much
.

Sor Ananda permaneció a su lado hasta que se durmió, tranquilo. Luego retiró cuidadosamente su mano y contempló con ternura el rostro demacrado y manchado de violeta. Antes de salir andando de puntillas, se inclinó e hizo un gesto totalmente ajeno a la tradición india. Le dio un beso en la frente.

Una mañana en que se encontraba mejor, Josef Stein sacó de un maletín un grueso álbum de fotos e invitó a su enfermera a hojearlo con él. Cuarenta años de su vida desfilaron entonces como una película en cámara lenta ante los ojos asombrados de sor Ananda. Durante los tres años que había pasado en el asilo de agonizantes de Calcuta, nunca vio a sus enfermos más que postrados en un estado de absoluta degradación. Y cuántas veces, no obstante, los imaginó labrando sus campos gallardamente, tirando de un carricoche, vistiéndose de fiesta para su boda, o bañándose con sus hijos en la charca del pueblo. Hoy descubría el pasado de un moribundo, toda una vida plasmada en escenas de alegrías infantiles, ternura familiar, adolescencia desenfadada, juventud vagabunda, con sus ambientes intrigantes y sus situaciones insólitas. Josef fue comentando las fotos una a una, evocando el contexto. Cuando llegaron a la última, el americano dijo:

—Me gustaría que eligieras una. La que quieras conservar de mí.

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