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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (12 page)

BOOK: Mataelfos
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—Puede que sí —dijo el capitán Breda—, pero se expone a una conmoción más fuerte si vuelve a tener una salida de tono como ésa, tanto si es de una raza antigua como si no. Los hombres no lo tolerarán.

—Lo comprendo plenamente, capitán —dijo Max—. Me encargaré personalmente de que permanezca abajo tanto tiempo como me sea posible.

—Gracias, magíster —dijo el capitán, que inclinó la cabeza—. Me tranquilizáis.

No había sido un intercambio de palabras precisamente cargado de presagios, pero para Félix fueron exactamente eso, porque lo que se necesitaba para mantener a Aethenir en el camarote, era hacerle compañía. Durante el resto del viaje, Max pasó el día y la noche en el camarote de Aethenir, hablando con él de magia, filosofía y ciencias naturales, así como jugando interminables partidas de ajedrez. Y fue en estas atenciones donde se hicieron evidentes las repercusiones de largo alcance del «incidente del estofado», porque al convertirse en niñera de Aethenir, Max ya no podía mantener vigilada a fraulein Pallenberger que, al encontrarse sin escolta, se lanzó en picado hacia el objetivo sobre el que tenía los ojos puestos desde que había subido a bordo del Jilfte Batean: Félix.

La batalla recomenzó en la mañana del segundo día de navegación. Al principio pareció que no iba a ser más que una escaramuza, pero pronto escaló hasta un asalto frontal en el que Félix ejecutó una desesperada acción de retaguardia con el fin de escapar ileso.

La mañana había comenzado muy plácidamente, con los actos que estaban destinados a conformar la rutina cotidiana del viaje: despertar, vestirse, tomar un desayuno de gachas de avena, platija o lucio a la parrilla, y café tileano; a continuación, mirar pasar las Tierras Desoladas hasta la hora del almuerzo, y luego más de lo mismo hasta la puesta de sol. Félix habría agradecido casi cualquier interrupción de la monotonía, menos ésa.

—Parecéis triste, herr Jaeger —dijo Claudia, que apareció a su lado.

Félix dio un respingo.

—¿Triste? —dijo—. En absoluto. —De hecho, había estado sumido en una ensoñación sobre qué podría hacer con la herencia de su padre si lograba recuperar la carta de Euler y entregársela. No es que quisiera el dinero, por supuesto. Pero si heredaba, ¿qué haría con él? Las visiones de volúmenes de su propia poesía exquisitamente encuadernados en cuero se disiparon como humo cuando se volvió a mirar a la vidente—. Sólo reflexionaba.

—Reflexionabais —repitió ella, y se deslizó a lo largo de la borda para acercársele más—. ¿Sobre qué?

—Eh… ah… nada, en realidad. Sólo, bueno, sólo reflexionaba. —Miró en torno buscando una excusa para escapar, pero no vio ninguna.

Ella le tocó un brazo y lo miró con sus profundos ojos azules.

—Ocultáis un pesar secreto, ¿verdad, herr Jaeger?

—¿Eh? Ah, no, realmente, no. No más que cualquier otro, diría yo.

—Yo no lo creo —insistió ella.

Félix no tenía respuesta ninguna para eso, como no fuera el agudo deseo de empujarla por encima de la borda, así que no dijo nada y se limitó a mirar pasar los juncos, con la esperanza de que ella se marchara. Por desgracia, no lo hizo.

—¿Habéis amado alguna vez, herr Jaeger?

Félix se atragantó, y tuvo que taparse la boca al acometerlo una tos repentina.

—Una o dos veces, supongo —dijo cuando se hubo recuperado.

Ella se volvió de cara a él y apoyó la curva de su cadera contra la borda.

—Habladme de esas veces.

—No os interesa oír esas historias.

—Que sí que me interesa —porfió la vidente, sin apartar los ojos de los de él—. Vos me fascináis, herr Jaeger.

—Ah —fue lo único que pudo decir Félix. Y a pesar de sus esfuerzos, se encontró rememorando a las mujeres con las que había compartido la cama durante sus viajes. Había habido un buen número de ellas a lo largo de los años, la mayoría mozas de taberna y rameras de puertos solitarios dispersos entre el Viejo Mundo e Ind, recordadas sólo a medias, y unas pocas que se destacaban del resto; Elissa, la moza de la taberna El Cerdo Ciego, que le había robado el dinero y, durante un tiempo, el corazón; Siobhain de Albion, que había viajado con él y Gotrek por los territorios oscuros del este, y la mujer Velada, espía y asesina del Viejo de la Montaña, cuyo verdadero nombre jamás había conocido. Pero sólo había dos a las que había amado de verdad: Kristen, con quien había pensado en establecerse y formar una familia, que había sido asesinada por el dramaturgo demente Manfred von Diehl en los Reinos Fronterizos, y Ulrika, con quien había pensado recorrer el mundo, peor que asesinada por el vampiro Adolphus Krieger. Los recuerdos, enterrados desde hacía mucho los de una, y aún dolorosos como una herida abierta los de la otra, hicieron que se le formara un nudo en la garganta. Maldita muchacha. ¿Por qué había formulado una pregunta tan vil? Apartó la mirada de ella para que no viera el dolor que había en sus ojos.

—Sólo he amado a dos mujeres en mi vida —dijo al fin—. Y ambas están muertas. ¿Os parece bastante fascinante?

Tal vez no había logrado ocultar muy bien su dolor, después de todo, porque cuando se volvió a mirarla, ella retrocedió un paso, con los ojos muy abiertos, pálida, y se llevó una mano al pecho.

—Lo… lo siento, herr Jaeger—dijo—. No pensé que… Es decir que no quería… —Su cara pasó repentinamente del blanco al rosado, y ella dio media vuelta y se alejó con prisa, casi corriendo hacia la puerta que llevaba a las cubiertas inferiores.

Félix se volvió otra vez hacia la borda, maldiciéndola por excavar tan desconsideradamente en su corazón, pero luego le vino a la mente un pensamiento más alegre. Tal vez esto significaría que iba a dejarlo en paz a partir de ahora.

De repente, el día pareció un poco más brillante.

Pero, ¡ay!, no sería así. Nada le dijo a la hora del almuerzo, y se limitó a remover el estofado lentamente con la cuchara y mirarlo con aire de culpabilidad cuando pensaba que él no la veía, pero aquella tarde, justo cuando él estaba regalándose con unas cuantas horas más de observación de marismas, ella reapareció a su lado con la mirada baja y haciendo pucheros.

—Quiero disculparme con vos, herr Jaeger —dijo—. He sido horrible con vos esta mañana, y me siento fatal por eso.

—Olvidadlo —replicó Félix, con la esperanza de que ella lo hiciera realmente, pero, por desgracia, insistió.

Se le acercó un paso más.

—A veces olvido que los hombres no son libros que puedan abrirse y leerse como… eh… como libros. No debería haber fisgoneado, y lo lamento de verdad.

—No importa —dijo Félix, y arrojó al agua una astilla de la borda—. No ha sido nada.

Sintió una suave presión en el brazo y al volverse vio que ella se recostaba contra él. Uno de sus pechos, recubiertos por el ropón azul oscuro, se apoyaba contra su codo.

—Si existe algún modo… —continuó ella, mirándolo por debajo de las largas pestañas—, cualquier medio por el que pueda compensaros, agradeceré la oportunidad de hacerlo.

Félix se irguió, puso los ojos en blanco y se encaró con la muchacha.

—Estoy comenzando a preguntarme, fraulein, si no usasteis vuestra visión para convencer a Gotrek de que os acompañara en este viaje con el sólo objeto de poder atraparme a solas en el barco.

La vidente parpadeó al oír esto, y luego se irguió, altiva, cuando comprendió el pleno significado de lo que él acababa de decir.

—El juramento de la Orden Celestial es muy claro, herr Jaeger —dijo—. ¡No usaremos nuestros poderes para obtener beneficios personales, ni anunciaremos falsas visiones o predicciones por ninguna razón en absoluto!

—Bueno, si hacéis lo contrario, yo no se lo contaré a nadie —dijo Félix, con un poco más de saña de lo que había pretendido.

—¡Ah! —dijo ella. Y luego—: ¡Ah! —otra vez.

Dio media vuelta y se marchó con la misma rapidez que la vez anterior, aunque con mucho más ruido. Félix esperaba que esta vez la cosa fuera más duradera, pero lo dudaba mucho.

Por la tarde del tercer día se sentó en la cubierta de popa con el diario para anotar los emocionantes acontecimientos del viaje por el mar de Manann. Al parecer, el último desaire había logrado su objetivo, porque consiguió pasar casi toda una hora escribiendo sin interrupciones de fraulein Pallenberger. Fue muy refrescante.

Cuando acabó, cerró el diario, suspiró con satisfacción y se reclinó, pensando que dentro de poco le iría bien cenar algo. Pero entonces lo invadió la sensación de que lo observaban y se volvió, esperando ver a Claudia espiándolo desde detrás de un mástil. En cambio, vio a Max que, apoyado en la borda de enfrente, lo observaba con ceñuda intensidad mientras fumaba en pipa.

Félix alzó una ceja. ¿Qué había hecho esta vez? ¿Acaso no le había vuelto la espalda a Claudia? Sin duda, Max no podía sentirse molesto por eso.

Le hizo un cortés asentimiento con la cabeza y comenzó a tapar el tintero y guardar la pluma. Antes de que acabara, Max había golpeado la pipa contra la borda para vaciarla, y había cruzado la cubierta para sentarse junto a él sobre un cubo vuelto boca abajo. Félix ocultó un suspiro. ¿Iba a darle otro sermón?

—Buenas tardes, Max —dijo, con el tono más agradable del que fue capaz.

Max continuó mirándolo sin decir nada durante el tiempo suficiente como para que Félix comenzara a sentirse incómodo.

Al fin, justo cuando Félix estaba a punto de preguntar qué sucedía, Max habló.

—Es verdad que no has envejecido ni un solo día, Félix.

Félix suspiró.

—Todos me dicen eso. Estoy empezando a cansarme de…

—No lo digo como elogio —dijo Max—. Sólo constato un hecho. Es imposible que puedas tener un aspecto tan joven y vigoroso. —Frunció el ceño y señaló una mejilla de Félix—. Antes tenías una cicatriz, justo allí. ¿Lo recuerdas?

Félix alzó una mano y se tocó la mejilla; la cicatriz del duelo, de la herida sufrida cuando se había batido con aquel compañero de universidad, Krassner, y lo había matado.

—Ha desaparecido —dijo Max.

—Las cicatrices se borran —contestó Félix.

—Las que son como ésa, no. No del todo. Y sin embargo, ha sucedido.

Félix frunció el entrecejo. No le gustaba aquel escrutinio.

—Pero ¿no es algo bueno?

—¿Bueno? —Max se encogió de hombros—. Sí, supongo, pero también es misterioso. Algo antinatural afecta a tu cuerpo… lo mantiene joven, libre de enfermedades, te permite recuperarte de las heridas con mayor rapidez y más completamente de lo que deberías. Conozco a otros curtidos guerreros de tu edad, Félix. Son fuertes y están en forma, pero a pesar de eso les crujen las rodillas y tienen cicatrices en las manos. Tienen la cara con arrugas y profundos surcos. Tú no. Ya no pareces un joven de veinte años, es cierto, pero pareces diez años más joven de lo que eres en realidad, además de bien cuidado.

—Creo que estás exagerando, Max, pero, si lo que dices es verdad, qué… —Félix tragó, pues no sabía si quería conocer la respuesta—. ¿Qué crees que lo ha causado?

Max se echó hacia atrás, y se acarició la pulcra barba mientras pensaba.

—No lo sé, pero se me ocurren varias posibilidades. Notarás —dijo, adoptando un tono profesional—, que Gotrek presenta los mismos efectos. Más pronunciados, de hecho. No existe un enano más fuerte o grande que él. Apostaría a que posee la fuerza de diez enanos. Y también él carece prácticamente de cicatrices, salvo por lo que concierne al ojo que le falta. Tal vez algo con lo que os encontrasteis durante vuestro viaje a los desiertos del Caos ha causado este efecto. O podría tratarse de una consecuencia de haber entrado por el portal a través del cual desaparecisteis cuando os vi por última vez. Quizá sea una propiedad del hacha de Gotrek. Es un arma de grandioso poder. Tal vez lo mantiene a él, y también a ti, en plena forma para algún importante propósito, aunque no tengo ni idea de cuál podría ser. Cualquier cosa que sea, cabe la posibilidad de que pueda manteneros con vida indefinidamente.

—¿Indefinidamente? ¿Quieres decir que yo podría ser… —rió ante la ridiculez de lo que iba a decir—, un inmortal?

—O algo tan próximo como para que no haya diferencia .ilguna —replicó Max, al tiempo que meneaba con la cabeza—. Pero ten presente que no se trata de una bendición. Las gentes del Imperio no somos tolerantes con lo inusitado o antinatural, Félix. Si continúas teniendo este mismo aspecto durante diez o veinte años más, la gente comenzará a hablar. Podrían acusarte de ser alguna clase de mutante, o un maestro de las artes oscuras, o incluso uno de los no muertos.

Félix palideció. Jamás había pensado que su buena salud pudiera ser considerada una contaminación del Caos. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, enfermar?

Max suspiró y se puso de pie.

—Tengo que volver para coger de la mano al erudito Aethenir, pero piensa en lo que te he dicho, Félix. Creo que sería prudente que te encararas con tu verdadera naturaleza, en lugar de fingir que no has cambiado.

—Gracias, Max —dijo Félix, en voz baja—. Lo haré.

Apenas reparó en que Max daba media vuelta y se marchaba, debido a lo confundido que estaba por las palabras del hechicero. No quería creerlo. ¿Cómo podía ser verdad? Si le hubiera sucedido algo, ¿acaso él no lo habría notado? No se sentía en nada diferente de cómo se había sentido siempre. Pero tal vez Max se había referido precisamente a eso. Debería haberse sentido diferente… con dolores, más desgastado, más viejo.

¿Y si era inmortal de verdad? ¿Debía alegrarse de ello? Vivir eternamente era el sueño de todo ser humano, ¿verdad? Pero eso de que una fuerza que no entendía lo hiciera inmortal sin su consentimiento… era algo que resultaba más enervante que atractivo. ¿Y deseaba realmente seguir al Matador hacia el peligro por los siglos de los siglos, indefinidamente? Hasta los viajes más descabellados debían tocar a su fin en algún momento, ¿no?

Un pensamiento repentino acudió a su mente e hizo que el corazón le diera un vuelco. ¿Podría ser algún tipo de vampiro, como había sugerido Max? ¡Eso significaría que él y Ulrika podrían estar juntos, después de todo! Pero, no, decidió con un suspiro; dudaba mucho que fuera un vampiro.

Estaba sentado al sol, ¿verdad? Y, hasta donde podía recordar, nunca había bebido la sangre de nadie. Además, si fuera un vampiro, jamás tendría la oportunidad de estar con Ulrika porque Gotrek lo mataría antes.

—¡Vela a la vista! —gritó una voz desde lo alto—. A popa de nuestro curso.

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