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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (33 page)

BOOK: Mataelfos
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—Los ojos bajos, humano —murmuró Gotrek.

Félix se obligó a mirar al suelo, aunque se moría de curiosidad. Quería saber.

Junto a él, Gotrek dio palmadas en el suelo como había hecho antes, y luego esperó. Félix aguzó el oído. ¿Había oído un débil golpeteo de respuesta? Con la habitación inundada de los ruidos que hacían los prisioneros al arrastrar los pies y sorber, resultaba difícil estar seguro. Varias veces se sorprendió en el acto de alzar la mirada, y volvió a bajar bruscamente la cabeza.

Finalmente, todo acabó y los esclavos y los guardias se marcharon. Gotrek gruñó de satisfacción ai cerrarse la puerta de golpe, y Félix lo miró.

—¿Y bien? —quiso saber.

Gotrek asintió.

—Sé cómo llegar hasta nuestras armas, y hasta Max y la muchacha.

—¿Sabes cómo llegar? —preguntó Aethenir—. ¿Quieres decir que puedes conducirnos?

—Sí —respondió Gotrek.

El alto elfo parecía asombrado.

—¿Cómo es posible?

—Ése es el propósito del código —dijo Gotrek—. Guiar a los enanos a través de las minas, desde lejos.

—Pero ¿qué hay del Arpa de Destrucción? —inquirió Aethenir—. ¿Sabéis dónde está?

Gotrek negó con la cabeza.

—No lo sabían. No habían oído hablar de ella.

Aethenir dejó caer la cabeza.

—Claro que no. A fin de cuentas, son sólo esclavos. —Suspiró—. Bueno, es un comienzo. Tal vez podamos interrogar a algunos druchii por el camino.

Gotrek rió malévolamente entre dientes.

—Sí. Buena idea.

Todos alzaron la mirada al oír el tintineo de cadenas que se les aproximaba. Euler arrastraba los pies hacia ellos, con Una Oreja y Nariz Rota tras de sí. Se detuvo ante ellos y bajó la mirada, con una expresión suspicaz en su mofletuda cara sin afeitar.

—¿Qué os traéis entre manos, Jaeger? —preguntó.

Félix hizo todo lo posible para aparentar que no entendía la pregunta.

—¿Qué queréis decir?

—No penséis que no me he dado cuenta —dijo Euler, despectivo—. Intentáis hablar con los esclavos. Miráis por el ventanuco. Susurráis entre vosotros. Estáis pensando en intentar huir.

—¿Acaso no lo hacen todos los prisioneros? —preguntó Félix.

—Es imposible —le aseguró Euler, con un bufido—. También nosotros echamos un vistazo, el primer día. No lograríais llegar más allá de la jaula. Y aunque lo hicierais, la segunda puerta os detendría en seco. ¿Sabéis cómo se abre?

—No tengo ni idea —replicó Félix, con un tono que pretendía ser desinteresado, aunque en realidad le habría encantado saberlo.

—No hay llave, sino sólo una palanca dentro de la oficina del funcionario —explicó Euler—. La vimos cuando nos trajeron aquí. Mira hacia el corredor a través de un ventanuco, y sólo la acciona si todo está en orden. No tenéis ni la más remota posibilidad.

—Si no pensarais que tenemos una posibilidad —gruñó Gotrek—, no estaríais fastidiándonos.

Euler sonrió con expresión astuta.

—Ah, así que estáis pensando en eso.

Gotrek alzó los ojos hacia él, con rostro inexpresivo.

—¿Y qué, si fuera así?

Euler intercambió una mirada con sus hombres, luego se volvió hacia él y se inclinó.

—Si vosotros podéis hacernos llegar hasta el puerto, nosotros podemos sacaros de aquí.

El corazón de Félix dio un salto. Había estado dispuesto a morir cuando no parecía haber ninguna opción, pero si Euler podía sacarlos del arca…

—¿Cómo? —preguntó, quizá demasiado ansiosamente.

Euler volvió a mirar a sus hombres, y luego se encogió de hombros.

—Supongo que no hay ningún mal en decíroslo, visto que no podríais hacerlo sin nosotros. —Se acuclilló y comenzó a dibujar con una uña en la mugre del suelo—. Ese túnel que conduce al puerto subterráneo —prosiguió— es algo muy astuto. Difícil de encontrar, y también protegido de los elementos. Pero… —dio unos golpecitos sobre el dibujo—, es muy estrecho. Si uno hundiera un barco en él, todos los demás quedarían atrapados dentro. —Levantó la cabeza para sonreírle a Félix—. Si nos ayudáis a llegar hasta un barco, os llevaremos a casa, herr Jaeger.

«Podría funcionar —pensó Félix—. ¡Puede que tal vez logremos marcharnos, después de todo! Luego se detuvo.

—¿Dijisteis que arreglaríais las cuentas entre nosotros si escapábamos?

Euler pareció azorado al oír eso, y luego se encogió de hombros.

—Estoy dispuesto a dejar eso a un lado, si vos también lo estáis, herr Jaeger. ¿Qué son esos insignificantes agravios en una situación como ésta? Nos necesitamos el uno al otro.

—Bueno, en ese caso, yo… —Félix calló y miró a Gotrek. ¿Qué pensaría el Matador de que él se marchara? ¿Lo consideraría una traición? ¿Una cobardía?

El Matador no pareció reparar en su vacilación y se volvió a mirar a Euler.

—¿Estás dispuesto a luchar cuando llegue el momento?

—Ya lo creo —replicó Euler—. Si podéis hacer que atravesemos esas puertas, lucharemos contra cada orejas largas que encontremos entre aquí y la libertad.

—En ese caso, trato hecho —repuso Gotrek.

Euler sonrió.

—Excelente. Simplemente hacednos la señal cuando estéis preparados. —Inclinó la cabeza ante Gotrek y Félix, y luego dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies, flanqueado por sus hombres.

—No podemos fiarnos de él —dijo Félix, cuando Euler hubo regresado a su lado de la celda—. Continúa queriendo vengarse, a pesar de todas sus sonrisas.

—Podemos confiar en él hasta que lleguemos al puerto —dijo Gotrek—. Y no lo necesitaremos más que hasta allí, a menos que tengas intención de marcharte con él.

Félix se sonrojó.

—No… no lo he decidido.

—Juraste dejar constancia de mi muerte, humano —dijo Gotrek—, no morir conmigo. No te lo impediré.

Félix se mordió el labio inferior. La parte más sensata de su cerebro le decía que se marchara con Euler, pero su lealtad para con Gotrek y el deseo de ver cómo acababa aquella historia hicieron, una vez más, que lo pensara mejor.

Justo en ese momento, la llave giró en la cerradura. Todos alzaron la mirada porque había pasado un lapso de tiempo excesivamente corto como para que fuera otra comida, y no habían oído el estruendo de los carros de los calderos. La puerta se abrió y entró una doble fila de druchii uniformados, con las largas espadas desnudas. Eran ocho, cada uno con una runa élfica cosida al pecho de la sobrevesta. Se movían con gracilidad y precisión, erguidos y alerta. Félix los catalogó varios grados por encima de los guardias que habitualmente visitaban la celda.

Fueron seguidos por dos druchii ricamente ataviados que sujetaban bajo su nariz bolas perfumadas. Los acompañaban un puñado de esclavos, algunos con antorchas de luz bruja, y otros con escobas. El varón druchii era más bajo que la mayoría de los elfos que Félix había visto hasta entonces, y con un mentón más débil. Vestía un abrigo de grueso brocado negro sobre un jubón de terciopelo rojo oscuro, y en los dedos llevaba tantos anillos que a Félix le sorprendía que pudiera alzar las manos hasta la cara. La runa que distinguía a los guardias también estaba cosida en su jubón. La mujer poseía una belleza soñolienta y de párpados pesados, y ves-

tía un descomunal abrigo de marta cibelina sobre una combinación de seda verde mar que se le ajustaba al voluptuoso cuerpo y parecía más adecuada para la alcoba que para una celda de esclavos. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza y sujeto por lo que parecía media docena de estiletes en miniatura.

El hombre le hizo una reverencia a la mujer para que entrara en la celda, y luego chasqueó los dedos. Dos de los esclavos avanzaron con rapidez para barrer y raspar el suelo de piedra hasta dejarlo limpio de porquería ante ellos, y luego salpicaron las losas de piedra desnudas con algo que olía a agua de rosas. La pareja se adentró con remilgos en el área que acababan de limpiar, y entonces el hombre volvió a chasquear los dedos y dos esclavos más corpulentos se internaron en la masa de prisioneros acurrucados, alumbrando los rincones oscuros de la celda con antorchas de luz bruja.

Mientras esperaban, los dos druchii charlaban entre sí en su propio idioma, riendo y sacudiendo la cabeza de vez en cuando por algo que había dicho el otro. Félix miró a Aethenir y vio que el alto elfo estaba concentrando toda su atención en lo que decían.

Pasado un momento, los dos esclavos corpulentos arrastraron a un puñado de niños y niñas fuera de la multitud, haciendo retroceder a empujones a las madres y los padres que proferían lamentos, y los llevaron ante los druchii. El hombre comenzó a hacer gestos hacia los chiquillos como un traficante de caballos que intenta vender un animal, aparentemente señalando altura, constitución y otras cualidades. La mujer hizo caso omiso de las palabras del hombre y examinó minuciosamente a cada niño, separándoles los labios para verles los dientes, chasqueando los dedos ante sus ojos y mirando cómo parpadeaban. Luego les hizo un gesto a los esclavos, que les quitaron la ropa a los niños, uno a uno, y los hicieron girar ante ella. Un murmullo de enojo recorrió la celda.

Félix cerró los puños, mientras el corazón le latía aceleradamente. Oyó que Gotrek gruñía a su lado como un oso colérico.

Félix se inclinó hacia Aethenir.

—¿Está comprándolos? —preguntó.

El alto elfo asintió con la cabeza.

—Es de un burdel. El otro druchii es nuestro propietario.

—¡Un burdel! —Félix tuvo ganas de atravesar la celda de un salto y estrangularlos a ambos, y sin duda había cedido al impulso porque, de repente, Gotrek estaba sujetándolo.

—Tranquilo, humano —murmuró—. No es el momento.

—Pero se están llevando a los niños —susurró Félix.

—Y se los llevarán de todos modos después de matarte —dijo Gotrek—. «Reserva tus fuerzas hasta que puedan servir de algo», me dijiste.

Félix volvió a sentarse, reacio. ¿Cómo era posible permanecer sentado cuando sabía lo que les harían a esos niños? Y sin embargo, Gotrek tenía razón: atacar en ese momento sería inútil. A él lo matarían, y luego se llevarían a los niños de todos modos. Observó el hosco silencio mientras la mujer druchii los examinaba uno por uno de pies a cabeza, y rechazaba a más de la mitad de ellos, los afortunados, por diversos defectos: cicatrices, enfermedad, deformidad o belleza insuficiente.

Cuando acabó con el primer lote, le llevaron unos pocos más, y luego otros, hasta que los esclavos hubieron recorrido toda la celda y la mujer tuvo a diecisiete niños y niñas formados detrás de sí.

Hombres y mujeres gritaron y se lanzaron hacia la puerta cuando los esclavos del esclavista comenzaron a conducir a los niños al exterior.

—¡No os llevaréis a mi hija! —rugió un hombre.

—¡Animales! —gritó una mujer—. ¡Bestias! ¿Qué vais a hacerles?

Los guardias del esclavista, que no se molestaron en usar las espadas contra unos enemigos tan débiles, hicieron retroceder a patadas a los prisioneros y los derribaron a golpes. Los padres retrocedieron, llorando y maldiciendo, mientras los esclavos humanos sacaban a los niños de la celda, seguidos por los dos druchii y sus guardias.

Félix se estremeció de horror y repugnancia al cerrarse la puerta una vez más. Debería haber hecho algo, pero no se le ocurría qué.

Aethenir suspiró y se pasó los dedos rotos por el sucio cabello.

—Es de lo más perturbador.

Félix estuvo a punto de golpearlo.

—¿Venden niños para prostituirlos, y lo único que sois capaz de decir es «de lo más perturbador»?

El alto elfo sacudió la cabeza.

—No estaba hablando de eso. Hablaba de lo que han dicho esos druchii.

Félix gruñó.

—¿Y qué podrían haber dicho que sea más perturbador que eso?

Aethenir alzó la cabeza y lo miró.

—Están enfadados con el señor Tarlkhir, el comandante de esta arca, porque ha cedido a los deseos de la suma hechicera Heshor —la jefa de las hechiceras que conocimos en la ciudad hundida—, y está llevando el arca hacia el mar de Manann en lugar de regresar a Naggaroth. Temen que la demora haga que se queden atascados en el hielo del mar Frío, y no puedan volver a casa hasta la primavera, algo que hará que ambos pierdan mucho dinero.

Félix alzó una ceja.

—¿Navegamos de vuelta al mar de Manann? ¿Por qué?

Aethenir se encogió de hombros.

—El esclavista no lo sabía, pero la puta había oído de boca de uno de sus clientes el rumor de que la suma hechicera Heshor tiene intención de cerrar ese mar, de alguna manera. No sabía cómo lo haría, pero yo creo poder adivinarlo. Parece que quiere probar su nuevo juguete.

Los ojos de Félix se desorbitaron de horror.

—¡Va a usar el arpa para hacer ascender la tierra en la entrada del mar! Por Sigmar, es… —Sintió vértigo al pensar en las consecuencias de un acto semejante. Bloquear el mar de Manann aislaría Marienburgo de todo posible comercio, lo que a su vez interrumpiría todo el comercio del Imperio. El país quedaría sin salida al mar—. Habrá destruido la economía de Imperio de un solo golpe —dijo, cuando pudo hablar otra vez—. ¡Causará más daño del que incluso ha causado Archaon!

—Y no destruirá sólo el comercio —dijo Aethenir—. La marea y los terremotos creados cuando una porción de tierra tan grande salga repentinamente del mar inundarán y destruirán Marienburgo, sin duda, y esa tempestuosa marea podría ascender por el Reik hasta la propia Altdorf y más allá, inundándolo todo a su paso. Félix lo miró fijamente. —La profecía de fraulein Pallenberger. —En efecto —dijo el elfo.

Capítulo 15

—Tenemos que destruir el arpa —dijo Félix, con el corazón acelerado—. Ya no se trata de abrirnos paso con las armas y mantener la esperanza. Tenemos que encontrarla como sea.

—Sí —se sumó Gotrek.

—¡Con qué rapidez cambia la actitud de uno cuando su propia patria se encuentra en peligro! —comentó Aethenir.

—Eso no tiene importancia —contestó Félix con impaciencia—. ¿Cómo lo hacemos? —Alzó la mirada hacia el techo de la celda—. Sin duda, la suma hechicera debe conservarla en su poder, en algún lugar situado por encima de nosotros, pero ¿dónde?

—Vivirá entre los más altos de los altos, porque en la jerarquía de la sociedad druchii su rango está incluso por encima del rango del comandante de esta arca.

—¿Y cómo llegamos hasta ella, entonces? —preguntó Félix.

—No podemos —replicó Aethenir—. Es imposible.

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