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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (10 page)

BOOK: Mataelfos
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¿Era posible que sólo se tratara de gas de cloacas? Félix miró a Gotrek, cuya expresión decía que no era de la misma opinión.

—¿Cuándo ha sucedido esto? —le preguntó al camarero.

—Justo después del almuerzo, señor —replicó—. De hecho, justo después de marcharos vosotros. Lo recuerdo porque vi el humo cuando bajé a buscar un nuevo barrilete después de que vosotros acabarais con el anterior.

Félix intercambió con Gotrek otra mirada de inquietud. Estaba dispuesto a apostar que habían forzado la puerta de la habitación de ellos, y quería ver si había algún indicio de quién lo había hecho, pero no quería envenenarse por averiguarlo.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que podamos entrar? —preguntó.

El Boina Negra se encogió de hombros.

—No se podrá entrar hasta que el capitán dé «vía libre».

Fue una espera inquieta, durante la cual Félix vigiló constantemente los extremos de la calle por si aparecían los Boinas Negras de Euler, y Gotrek refunfuñó sin parar que tenía sed, pero, por fortuna, Félix no era el único que quería entrar a coger sus cosas así que, al final, el capitán cedió ante los huéspedes que lo acosaban y voceaban en torno a él en diversos estados de semidesnudez y angustia, y dijo que podían entrar todos a recuperar sus pertenencias, pero que la posada quedaría cerrada inmediatamente después hasta que pudieran registrarla más minuciosamente. El posadero pareció mohíno por esto, pero todos los demás lanzaron gritos de alegría y corrieron al interior.

Gotrek y Félix siguieron la corriente de huéspedes hasta el segundo piso. El interior de la posada aún olía horriblemente, y el hedor era aún peor en los confines de los estrechos corredores de los pisos superiores. Félix se cubrió la boca con un pañuelo, pero a pesar de eso se sentía como si el corredor oscilara en torno a él y tuvo que apoyarse en una pared para no perder el equilibrio mientras caminaban. Redujeron el paso y desenvainaron las armas al aproximarse a la habitación que ocupaban. Luego, Félix se detuvo en seco. La puerta estaba entreabierta. ¿La habrían forzado los Boinas Negras? Desde luego, él no la había dejado así.

Avanzaron sigilosamente hasta ella y escucharon. Félix miró a Gotrek, que negó con la cabeza. La ausencia de sonido no disipó los temores de Félix. Podría significar sólo que sus enemigos estaban acechándolos. Gotrek alzó el hacha y luego asintió.

Ambos se lanzaron al mismo tiempo y abrieron la puerta de una patada. Golpeó contra la pared, y Gotrek saltó al interior al tiempo que dirigía un tajo a derecha y otro a izquierda. La hoja no impactó contra nada. La diminuta habitación estaba vacía, salvo por los muebles que cabía esperar: una cama contra cada pared, una mesita alta con una jofaina y una jarra, y un baúl de ropa. Habían destrozado las camas y derribado la mesita de la jofaina, además de abrir el baúl y desparramar las pocas pertenencias de ambos por la habitación.

Félix entró detrás de Gotrek y cerró la puerta. La situación sería incómoda si aparecía el posadero y veía los destrozos. Miró en torno. La ventana que constituía la única fuente de luz de la habitación estaba abierta, y sobre el alféizar había astillas recientes, como si alguien hubiera entrado y salido por ella. Tenía que haberse tratado de alguien muy menucio y ágil, pues la ventana era pequeña. Por ella podría haber pasado un niño… o una mujer delgada.

Apartó la idea y registró sus pocas prendas de vestir. Todas tenían desgarrones y tajos; temió que le hubieran robado la armadura, pero la encontró tirada en un rincón, aún entera pero con el mismo hedor tóxico que todo lo demás. Tal vez los atacantes no habían podido romperla. También la manta enrollada del enano había sido cortada, pero él no tenía prendas de ropa que le pudieran estropear. No tenía ninguna otra pertenencia que no llevara encima.

—Dardos, redes, gas venenoso —dijo Gotrek—. Sólo los cobardes usan cosas semejantes.

Félix lo miró.

—¿Crees que son los mismos que nos atacaron en Altdorf?

Gotrek asintió.

—Y quienesquiera que sean, nos quieren vivos.

Una vez más apareció en su mente, sin que la conjurara, la imagen de la dama Hermione y de la señora Wither, mirándolo desde arriba, mientras estaba atado e indefenso, y se estremeció convulsivamente.

Félix le pagó al posadero el doble de lo que le debían por la habitación. El dinero pertenecía a su padre, y era lo mínimo que podía hacer por los problemas que habían atraído sobre el establecimiento.

Cuando echaron a andar por la calle, Félix se preguntó si no sería conveniente que durmieran al raso, para no acarrearle una suerte similar a otra posada. Comenzaba a sentirse como si fuera el portador de una plaga mortal y debiera mantenerse apartado de la sociedad hasta que la enfermedad concluyera. Tenían que enfrentarse a esos enemigos y acabar con ellos, pero ni siquiera sabían quiénes eran.

Cuando estaban a una manzana de distancia de la posada, alguien los llamó por su nombre.

—¡Félix! ¡Gotrek!

Ambos se volvieron mientras sus manos se desplazaban hacia las armas. Hacia ellos iba un carruaje, y Max se asomaba por una de las ventanillas.

—Justamente venía a buscaros —dijo, y entonces reparó en que Félix llevaba la armadura—. ¿Habéis dejado la posada?

—Eh… —Félix calló, pues no sabía muy bien cuánta información dar—. Entraron a robar en nuestra habitación —dijo, al fin—. Hemos decidido buscar otro alojamiento.

Max sacudió la cabeza con desconcierto.

—Los problemas os siguen como un perro perdido.

—Más bien como un murciélago —dijo Félix, por lo bajo, y luego, en voz alta—: ¿Por qué querías vernos?

—Tengo un asunto urgente que hablar con vosotros —replicó Max, al tiempo que abría la portezuela del carruaje—. ¿Me acompañáis?

Max no dijo ni una palabra sobre el asunto urgente mientras el carruaje atravesaba los muchos puentes e islas de la ciudad hasta los muelles.

—¿Estamos regresando al Jilfte Batean?. —preguntó Félix, cuando las ruedas del carruaje resonaron sobre los tablones de los muelles.

—No —replicó Max—. Nuestro nuevo compañero nos espera en La Pica y Lucio.

—¿Nuevo compañero?

Pero Max no dijo nada más.

El carruaje se detuvo en un concurrido muelle donde los estibadores descargaban fardos de barcos mercantes que enarbolaban los colores de Bretona, Estalia y Tilea, así como de una docena de navios imperiales y de Marienburgo. Bajaron del carruaje y Max encabezó la marcha hasta una pequeña taberna sobre cuya puerta se veía un lucio ensartado por una lanza. El lugar olía a pescado, cosa nada sorprendente, pero el olor disminuyó al adentrarse en el bullicioso salón y aún más cuando enfilaron una escalera que ascendía hasta un comedor privado, pequeño pero primorosamente amueblado, situado en el primer piso.

Félix le hizo un cortés gesto de asentimiento con la cabeza a Claudia, que se encontraba sentada de lado sobre un banco cubierto de cojines que había junto al fuego, en la pared de la izquierda, con los pies recogidos debajo del cuerpo, y luego se detuvo en seco al ver al otro ocupante de la sala, sentado y tieso como una vara ante la cabecera de la mesa que ocupaba el centro de la habitación. Gotrek gruñó como si hubiera olido algo asqueroso. Era un elfo. De repente, Félix comprendió por qué Max no lo había mencionado. De haberlo hecho, Gotrek no habría subido al carruaje.

—Félix Jaeger —dijo Max—, Gotrek Gurnisson, permitidme que os presente a Aethenir Hojablanca, estudiante de la Torre Blanca de Hoeth e hijo de la bella tierra de Eataine.

El elfo se levantó e inclinó respetuosamente la cabeza. Era alto y tan delgado como una rama de sauce, pero tenía un aire de juventud y nerviosismo que le confería una apariencia más desgarbada que grácil. Presentaba los largos y altivos rasgos de su raza, pero elnerviosismo se le manifestaba también en los ojos azul cobalto, que miraban rápidamente de un lado a otro mientras hablaba.

—Es un honor para mí, amigos. Conoceros me enriquece.

—Un elfo —dijo Gotrek, como si escupiera, y se volvió hacia la puerta—. Nos vamos, humano.

—Espera, Matador —pidió Max—. Si aún persigues tu muerte, escúchalo.

—Iremos hacia el más grave de los peligros, con o sin vosotros —añadió Claudia.

Gotrek se detuvo en la puerta, con los puños cerrados. Félix apartó los ojos de él para dirigirlos hacia Max, el elfo y la vidente, todos los cuales esperaban la decisión del Matador.

Al final, el enano se volvió otra vez hacia ellos.

—Di lo que tengas que decir, cortabarbas.

—Eso es un mito —le espetó el elfo—. Nunca sucedió. Vos…

Max alzó una mano.

—Amigos, por favor. Tal vez éste no sea el momento más adecuado para sacar a relucir viejas discusiones. Contamos con poco tiempo.

—Tenéis razón, magíster —convino Aethenir—. Perdonadme.

Gotrek se limitó a gruñir.

Max les ofreció a Gotrek y Félix asientos en torno a la mesa, y él ocupó otro. Félix se sentó, pero Gotrek se quedó de pie, con los brazos cruzados y mirando al elfo con ferocidad.

—Conocimos al erudito Aethenir anoche —dijo Max—, cuando acudimos a una reunión de los magísteres de Marienburgo, en busca de su conocimiento de la región de las Tierras Desoladas, situadas al noroeste de aquí.

—La región hacia la que me conducen las visiones —añadió Claudia, que se inclinó hacia delante.

—De la Torre de Hoeth fue robado un libro —intervino Aethenir—. Un libro que contiene mapas y descripciones de la zona que llamáis Tierras Desoladas, y de las ciudades álficas que en otros tiempos la agraciaron, como eran antes de que la Secesión asolara tanto la tierra como el mar y cambiara la línea costera para siempre. Debo recuperar ese libro.

—¿Y…? —dijo Gotrek, cuando el elfo no continuó.

—¿Y? —preguntó Aethenir.

—¿Dónde está mi muerte?

—¿No lo veis, Matador? —intervino Claudia—. El libro detalla exactamente la misma zona donde las visiones me han dicho que se originará la destrucción de Marienburgo y Altdorf. Esto no es una coincidencia. Allí está incubándose un gran mal, y allí debemos ir para impedirlo.

—Es mi convicción —dijo Aethenir— que quienes han robado el libro son agentes de los poderes oscuros que buscan algún antiguo objeto élfico que está oculto en una de las ciudades en ruinas. No sé de qué podría tratarse, pero un objeto de gran poder en manos de los peones del Caos sólo puede significar destrucción y desesperación para los pueblos de Ulthuan y el Viejo Mundo.

—No lo entiendo —dijo Félix—. Si esta amenaza es tan grave, ¿por qué los elfos no acuden con un ejército? Sin ánimo de faltaros al respeto a vos, alto señor, ni a herr Schrie-

ber ni a fraulein Pallenberger, pero ¿por qué habéis recurrido a nosotros? ¿Por qué no habéis ido a buscar a la armada de Ulthuan?

Aethenir vaciló, con la mirada fija en la mesa, y luego habló:

—Como les expliqué anoche a los magísteres, la Torre de Hoeth es el centro de la erudición mágica de Ulthuan. Allí se enseña el único arte verdadero a los más grandes magos del mundo. Los libros y pergaminos alojados entre sus blancos muros conforman la biblioteca más completa y peligrosa que existe en el mundo. La torre en sí tiene fama de ser inexpugnable. Nunca antes han robado nada de su interior. —El rubor tiñó las mejillas del alto elfo—. Los maestros eruditos de la torre están orgullosos de esta reputación, y no desean que se sepa el oprobio que ha caído sobre ellos, así que me han enviado a mí, no más que un humilde iniciado, para que recupere el libro en secreto antes de que nadie sepa que ha desaparecido. He llegado sin más escolta que unos pocos miembros de la guardia de la casa de mi padre, todos los cuales han jurado guardar el secreto, con el pretexto de examinar unas ruinas anteriores a la Escisión como parte de mi campo de estudios. Se pensó que un destacamento más numeroso podría llamar la atención.

Gotrek bufó.

—La típica astucia de los elfos.

Félix frunció el ceño.

—¿Con qué prontitud comenzaréis este viaje? —preguntó.

—De inmediato —replicó Max—. El erudito Aethenir ha alquilado un barco, y el capitán está preparado para partir con la marea del anochecer.

Félix se volvió a mirar a Gotrek.

—Matador, aún tengo que recuperar la carta de Euler.

Gotrek meneó la cabeza.

—Sí. Y yo no tengo tiempo para las cacerías de un mocoso elfo. Paso.

Se volvió hacia la puerta. Félix se levantó para seguirlo, y les hizo una reverencia a Max, Aethenir y Claudia.

—Lo siento, pero…

—Soñé con vos, Matador —dijo Claudia, en voz alta, cuan-

do Gotrek abría la puerta—. Os vi dentro de las entrañas de una montaña negra, luchando contra enemigos sin cuenta. Vi que la sangre ascendía como la marea para ahogaros. Vi a una gigantesca abominación que os aplastaba entre sus garras.

Gotrek se detuvo en la entrada. Félix se detuvo detrás de él y le lanzó una mirada furiosa a Claudia. ¿Había visto realmente esas cosas, o estaba tentando al Matador con el único cebo que podía atraerlo?

Gotrek miró a Max.

—¿Avalas tú las visiones de esta muchacha, hechicero?

Max asintió con gravedad.

—Sí, Gotrek. Los señores magísteres de su orden han dictaminado que tiene auténticos poderes de adivinación.

—Gotrek —dijo Félix—. Yo no puedo ir.

Gotrek asintió, pero en su único ojo se había encendido una luz que Félix no había visto desde que había luchado contra el mago Lichtmann y los cañones demonio.

—Haz lo que tengas que hacer, humano —dijo el enano—. No te lo impediré, pero yo debo cumplir mi destino. —Se volvió para encararse con Claudia, Max y Aethenir—. De acuerdo —dijo—. Iré. Pero mantened al elfo apartado de mí.

Félix luchaba con su conciencia mientras caminaba con Gotrek, Max y los otros hacia el muelle donde estaba amarrado el barco. ¿Qué debía hacer? ¿Les deseaba buen viaje y hacía otro intento con Hans Euler, mañana, o se marchaba con ellos y se olvidaba de recuperar la carta incriminatoria? ¿Con quién estaba más obligado, con Gotrek o con su padre? ¿Qué juramento tenía prioridad? Había seguido a Gotrek durante veinte años, y jamás había hecho otra promesa que se contradijera con el juramento hecho al Matador. Pero Gotrek no pertenecía a su familia. No estaba en su lecho de muerte. Por otro lado, ¿qué pasaría si el Matador hallaba por fin su muerte y él no estaba allí para presenciarla? Eso invalidaría precisamente la razón por la que viajaban juntos. Sería un final terriblemente decepcionante para una aventura tan grandiosa.

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