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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (13 page)

BOOK: Mataelfos
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Félix alzó la mirada. Ese tipo de aviso había sido frecuente durante los primeros dos días del viaje, cuando el Orgullo de Skinstaad se encontraba en la parte estrecha del mar de Manaanspoort, en la principal ruta de navegación, pero al continuar a lo largo de la costa oriental cada vez habían visto menos barcos, ya que la mayoría de los mercantes bordeaban la costa occidental, en dirección a Bretona, Estalia y Tilea.

Se levantó para reunirse con el capitán Breda junto a la borda de popa. A lo lejos, entre el mar color hierro y el cielo color peltre, se veía una afilada mota blanca, como un colmillo que naciera del horizonte.

—¿Qué clase de barco es ése? —preguntó Félix.

El capitán se encogió de hombros.

—Es difícil saberlo a tanta distancia —dijo—. Tres palos, aparejo cuadrado. De Marienburgo, muy probablemente, posiblemente imperial. No sé qué hace navegando en dirección norte. No hay mucho comercio con los nórdicos en un momento tan avanzado del año. Yo mismo no estaría haciéndolo, de no ser por el oro del alto elfo.

El barco continuó en el horizonte durante el resto del día, sin acortar distancias y sin quedarse atrás. El capitán Breda ordenó a la guardia nocturna que mantuvieran vigiladas las luces del navio y lo despertaran si se aproximaba, pero la nave no se acercó.

El cuarto día amaneció gris y brumoso, con chaparrones intermitentes, y se hizo imposible saber si el barco de vela blanca continuaba o no detrás de ellos.

Justo antes de mediodía, el Orgullo de Skinstaad pasó ante el último promontorio del mar de Manaanspoort y salió a la grandiosa extensión negra del mar del Caos. El viento del norte, que se había suavizado un poco al pasar por las Tierras Desoladas, era allí una fría bofetada en la cara. Todos los marineros llevaban puestos justillos de cuero aceitado y se estremecían en sus puestos. Félix se envolvió mejor en la capa roja y miró en todas direcciones. A pesar de todo lo que había viajado, nunca antes había navegado por esas aguas. Directamente al norte estaba Norsca, tierra de naves largas, montañas coronadas de nieve y piratas cubiertos de pieles. Al este se encontraban Erengard y Kislev, así como el mar de las Garras. Al oeste se hallaba la fabulosa Albión, la isla envuelta en niebla que él y Gotrek habían visitado una vez, pero a la que nunca habían viajado. La aventura aguardaba en todas las direcciones, pero en conjunto todo parecía un poco escalofriante y carente de atractivo.

Fue unas horas más tarde cuando, finalmente, sucedió lo inevitable, y el camino de Gotrek se cruzó con el de Aethenir. Esta confrontación se había evitado hasta ese momento, porque tanto el enano como el elfo habían pasado la mayor parte del tiempo en sus respectivos camarotes y, en general, sólo salían a cubierta para ir al retrete. Así pues, fue en el retrete donde se produjo el encuentro.

El retrete del Orgullo de Skinstaad no era más que un banco con un agujero, colgado fuera de la proa del barco, justo por debajo del bauprés, y separado del resto de la nave por una cortina de cuero. El camino hasta él era muy estrecho, un pequeño espacio en forma de cuña situado entre el alto bauprés y la borda de estribor a la que estaban atadas las velas de recambio y otros objetos náuticos.

Aunque Félix no estaba presente al comienzo de la discusión, ésta se inició, al parecer, cuando Aethenir salió del retrete y se encontró con que Gotrek, impaciente, esperaba para entrar.

La primera noticia que Félix y el resto de la tripulación tuvieron de lo que sucedía, fue cuando la ronca voz de Gotrek se elevó por encima de los sonidos del viento y las olas.

—¡No me apartaré para dejar pasar a un elfo sin honor, adorador de árboles! ¡Apártate tú!

—¿Os atrevéis a venirme a mí con exigencias, enano? Yo he pagado el barco, y vos estáis en él por consentimiento mío. Apartaos, digo.

Félix se levantó de un salto del sitio en que había estado leyendo los relatos sobre sus viajes con Gotrek, y corrió hacia proa. Era lo último que les faltaba. También Max iba apresu-

radamente hacia ellos. Los guardias de la casa de Aethenir lo seguían de cerca. Cuando todos llegaron al diminuto espacio, encontraron al elfo y al enano enfrentados cara a cara —o cara a pecho, más precisamente—, y ladrándose el uno al otro como perros.

—Yo voy a donde quiero y cuando se me antoja, y ningún pomposo maricón de orejas puntiagudas va a cerrarme el paso. ¡Ahora, apártate antes de que te arroje por la borda!

—Testarudo hijo de la tierra. Yo no te cierro el paso. ¡Me lo cierras tú a mí!

—Gotrek —llamó Félix—. Déjalo ya. ¿Qué sentido tiene esto?

—Sí, Matador —dijo Max—. Déjalo pasar y acaba con el asunto.

—¿Dejar pasar a un elfo? —preguntó Gotrek indignado—. Antes muerto.

—Por Asuryan —dijo Aethenir—. Esta discusión sería innecesaria si os afeitarais esa monstruosa barba mugrienta. Entonces habría espacio suficiente para ambos.

Gotrek quedó petrificado, con su único ojo en llamas. Su mano derecha ascendió lentamente y aferró el mango del hacha.

—¿Qué has dicho?

Félix oyó el raspar de los aceros cuando los guerreros del alto elfo desenvainaron la espada, todos a la vez.

Aethenir alzó los ojos hacia ellos.

—¡Capitán Rion! ¡Hermanos! ¡Defendedme! ¡Salvadme de este demente picapedrero!

Los elfos se abrieron paso entre los otros espectadores.

—Cobarde —gruñó Gotrek, al situar el hacha ante sí y sin hacer caso de los elfos que tenía detrás—. ¿Harás que otros libren tus batallas por ti? ¡Desenvaina la espada!

—Yo no llevo espada —dijo Aethenir, que retrocedió contra la cortina del retrete—. Soy un erudito.

—¡Ja! —le gritó Gotrek—. Un erudito debería ser lo bastante prudente para no comenzar con la boca lo que no puede acabar con las manos. —Avanzó otro paso hacia el elfo.

—Volveos, enano —dijo el capitán Rion, un elfo de aspecto curtido y fríos ojos grises—. No mataré por la espalda ni siquiera a un excavador de túneles.

Gotrek se volvió y sonrió al ver el pequeño bosque de acero afilado con que se enfrentaba.

—De acuerdo —dijo—. Primero vosotros, y luego el «erudito».

Félix se situó junto a él.

—Gotrek, escúchame. No puedes hacer esto.

—Retrocede, humano —gruñó Gotrek—. Me estás apretando el brazo.

Félix se quedó donde estaba.

—Gotrek, por favor. Puede que se lo merezca, pero él ha pagado el barco. Este viaje acabará si los matas a él o a sus amigos. ¿Recuerdas la visión de fraulein Pallenberger? ¿La montaña negra? ¿La marea de sangre? ¿La gigantesca abominación? Si esta discusión acaba en matanza, regresaremos todos a Marienburgo y ese final se desvanecerá como todos los otros. ¿Es lo que quieres?

Gotrek permaneció rígido durante un largo momento, con la respiración agitada. Félix vio contraerse los músculos de su mandíbula bajo la barba, al rechinar los dientes. Al fin, enfundó el hacha, se volvió, y al pasar empujó groseramente con un hombro a Aethenir, que se pegó contra la borda.

El enano apartó la cortina de un manotazo, y luego volvió la cabeza.

—¡Será mejor que se trate de una muerte muy, pero que muy buena!

Dio media vuelta y desapareció dentro del retrete. A continuación se oyó un estruendo como si se hubiera producido una explosión en una planta cervecera.

Todos se apresuraron a alejarse.

Aquella noche, Félix se retiró muy contento a su camarote. Aunque el altercado de Gotrek con Aethenir había estado a punto de acabar con el viaje antes de que lo hubieran comenzado realmente, después Félix se había sentido animado al pensar en lo enfadado y vivo que había estado el Matador mientras intercambiaba insultos con el elfo y desafiaba a luchar a todo su séquito. Era un gran contraste comparado con el bulto sonámbulo que había permanecido sentado con aire sombrío en la taberna El Grifo, y que apenas tenía la energía suficiente para llevarse la jarra a la boca. La visión de la joven parecía haberle hecho el mismo efecto que un elixir, sacándolo de la muerte en vida impuesta por la depresión, y devolviéndole un propósito.

Mientras se tumbaba en la pequeña cama abatible y se cubría con la pesada colcha, Félix deseó que, por el bien del Matador, la premonición no fuese mentira. Después de eso, sus pensamientos se volvieron dispersos, y dejó que el rumor de las olas y los crujidos de los tablones del barco lo acunaran hasta caer en un profundo sueño sin sueños.

Cuando volvió a despertar, fue a causa de un sonido suave. Los largos años de experiencia de despertares peligrosos le habían enseñado a no hacer ningún ruido o movimiento repentinos. Así pues, movió sólo los ojos, con los que recorrió la pequeña área de camarote que podía abarcar sin mover la cabeza. Nada. ¿Lo habría imaginado? No. El suave ruido se repitió, y fue seguido por movimientos y susurros casi inaudibles. Decididamente, en el camarote había alguien o algo.

Ahora podía distinguir las esquinas y los bordes de las cosas, iluminados por un mortecino resplandor de luz lunar que entraba por el pequeño ojo de buey de grueso cristal. Giró la cabeza unos pocos centímetros, tan sigilosamente como pudo.

Sí, en el camarote había alguien, y estaba completamente desnuda; la pálida luz resaltó sus delgadas curvas jóvenes cuando dejó caer el ropón sobre la cubierta.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Félix.

—No podía dormir —replicó fraulein Pallenberger.

—Así que decidisteis que yo tampoco debería hacerlo.

Ella suspiró y se sentó en la cama; se estremeció un poco a causa del frío mientras posaba una mano sobre la colcha que cubría las piernas de él.

—Os valéis del humor áspero para ocultar vuestra desdicha, herr Jaeger, pero yo sé que, por debajo de vuestras crueles palabras, anheláis solaz. Me apartáis de vos para no tener que compartir vuestro dolor, pero mentalmente estáis gritando «volved, volved». —Se tendió sobre la colcha y acercó la cara a la de él—. Así que he vuelto.

Cerró los ojos y se acercó para besarlo. Félix volvió la cabeza, de modo que los labios de ella le tocaron torpemente la oreja.

—Fraulein —dijo, y luego luchó con la ropa de cama y se sentó—. Fraulein, no podéis estar aquí.

Ella rodó sobre sí y alzó los ojos hacia él, desperezándose al tiempo que alzaba una ceja con lo que él estaba seguro de que ella pensaba que era una expresión provocativa. Félix tragó. A pesar de la sobreactuación, la verdad es que tenía un aspecto bastante atractivo, tendida de ese modo.

—¿Y por qué no? —preguntó—. Vos lo deseáis. Yo lo deseo. Estoy segura de que no sois un gazmoño…

—¡Yo no lo deseo! —le espetó Félix—. Y en cuanto a vos… listo tiene más que ver con jugársela al magíster Schrieber y rebelaros contra vuestra orden, que con ninguna atracción que sintáis por mí.

El lánguido aspecto de ella se desvaneció en un furioso destello de sus ojos, y también ella se sentó, ahora sin el más leve rastro de deseo.

—¿Y por qué no iba a serlo? —siseó—. ¿No os dais cuenta de que ésta podría ser mi última oportunidad? ¡Herr Jaeger, soy joven! ¡Joven! ¡Quiero saborear el mundo antes de que me lo arrebaten! ¡Quiero vivir antes de morir! ¡Tengo el clon —¡mi maldición!— de predecir el futuro, y predigo que el resto de mi vida será un largo corredor gris lleno de polvo y mapas, telescopios y pálidos ancianos arrugados! —Se cubrió la cara con una mano—. Sé que no puedo abandonar los colegios. El Imperio no permite que una bruja viva. Sé que tengo que regresar y seguir el camino de los demás, pero por ahora… durante estos pocos días… —Alzó hacia Félix unos ojos que ardían con fuego relumbrante—, ¡quiero vivir!

Félix se retrepó, desgarrado entre la pena y la risa.

—Fraulein Pallenberger, todo esto es muy conmovedor, pero la Orden Celestial no es una orden de celibato. Podréis casaros. Podréis disfrutar tanto como queráis.

—No hasta que sea magíster —replicó Claudia, malhumorada—. ¡Y para entonces podría tener ya treinta años! Ya sería vieja. Nadie querrá mirarme. Habré dejado atrás la juventud.

Esta vez, Félix sí que rió entre dientes.

—¿Y qué edad pensáis que tengo yo?

—¡Es diferente en el caso de los hombres! —gritó ella, y luego comenzó a llorar de verdad—. ¡Ay, he cometido un terrible error! —chilló—. ¡Yo no quería ingresar en la orden! ¡No quería ser vidente!

—Shhhs, shhhh —chistó Félix, y le tomó una mano—. Despertaréis a todo el barco. —Gimió al imaginar qué sucedería si Max los encontraba así—. Por favor, fraulein. Calmaos.

Ella ahogó sus sollozos con las manos, cayó pesadamente contra el pecho de él y apoyó la cabeza en un hombro. El la rodeó con los brazos y le acarició el pelo —no de un modo romántico, se dijo—, sólo para consolarla y calmarla. Pero cuando las manos de ella se deslizaron en torno a su torso y la joven se apretó contra él, sintió despertar el deseo dentro de sí.

Lo reprimió y se la quitó de encima, pero ella volvió a aferrársele en cuanto la soltó.

—No me echéis, herr Jaeger —le murmuró al oído—. Dejadme vivir. Os lo imploro.

—Fraulein… Claudia —dijo él, mientras intentaba desenredarse—. Realmente exageráis vuestra situación. Treinta años, aun en el caso de una mujer, no es…

Los labios de ella encontraron los de él, y luego su lengua hizo otro tanto. Y él respondió antes de acordarse de no hacerlo.

—Claudia, por favor —dijo, cuando por fin se apartó de ella. Aquello no estaba bien. Él amaba a Ulrika, cuyo recuerdo aún estaba fresco en su corazón. Dudaba que jamás pudiera extinguirse. No quería a nadie más que a ella. Y dado que no podía tenerla, no tendría a nadie en absoluto. Sería un sacrilegio profanar el recuerdo de su amor con un despreciable retozo animal.

Las manos de Claudia bajaron por el torso de él y le aferraron las piernas mientras le besaba el cuello. Félix se estremeció. Por otro lado, había algo que decir a favor de vivir el placer cuando uno podía encontrarlo en este mundo de problemas y dolor. Le volvieron a la cabeza las palabras de Ulrika. «Es necesario que hallemos la felicidad entre los de nuestras respectivas razas.» Aún no estaba seguro de que fuera posible la felicidad… pero quizá sí el consuelo.

Con un suspiro y una silenciosa disculpa dirigida a Ulrika, dondequiera que estuviese, bajó la cara hacia Claudia y la besó larga y profundamente. La vidente sollozó y se apretó con más fuerza contra él. Félix se quitó la camisa de dormir por la cabeza, y desplazó los labios hasta la garganta de ella para besarla y darle tiernos mordiscos. Ella tembló y gimió. Félix rió entre dientes. Había pasado bastante tiempo, pero parecía que no había olvidado cómo se hacía. La tendió de espaldas en la cama y le besó una clavícula, para luego descender por entre los pechos. Ella gimió y lo abrazó, temblando como si tuviera fiebre.

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