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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (27 page)

BOOK: Mataelfos
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Aunque estaba libre, Aethenir continuó tendido y sumido en un estupor, así que Félix sujetó el cuchillo entre las rodillas e intentó cortar las cuerdas que le sujetaban las muñecas a él.

—Yo lo haré, humano —dijo Gotrek.

Félix volvió la cabeza. El Matador estaba sentándose y flexionando los hombros. Las marcas que las cuerdas le habían dejado en los brazos, el pecho y las muñecas parecían profundas cicatrices, pero volvía a tener color en las manos.

Gotrek gateó hasta Félix, se apoderó del cuchillo y cortó con rapidez las ataduras. Félix aspiró entre los dientes a causa del dolor cuando la sangre volvió a fluirle libremente por los dedos. Los pinchazos parecían puñaladas. No podía ni imaginar el dolor que tenía que haber sentido Gotrek cuando se había visto sin todas las cuerdas que lo constreñían y, sin embargo, el Matador no había manifestado ninguna emoción ni malestar.

—¿Dónde estamos? —murmuró Aethenir, parpadeando al mirar hacia el cielo.

—Vuestro deseo se ha hecho realidad, alto señor —dijo Félix—. Estamos libres.

Aethenir alzó la cabeza y miró a un lado y otro. Gimió y volvió a tumbarse.

—Pero ¿dónde están los druchii? ¿Y los skavens?

Félix extendió hacia la vitela una mano en la que sentía un cosquilleo, y se la entregó al elfo. Aethenir la cogió con los tres dedos sanos de una mano, y la leyó. Suspiró, asqueado.

—¿Y creen que vamos a ganar la batalla por ellos en estas condiciones? —preguntó—. ¿Nos han dado armas, como mínimo?

—Tú estás tendido sobre ellas —replicó Gotrek.

Aethenir y Félix miraron. Debajo del elfo había un saco de lona lleno de bultos.

—No corrieron ningún riesgo, ¿verdad? —comentó Félix.

Le cogió el cuchillo a Gotrek y abrió un tajo en el saco. Dentro estaban Karaghul, la cota de malla de Félix y el hacha rúnica de Gotrek, además de todos los cinturones, ropa y mochilas de los tres. También había una delgada daga élfica que Félix no le había visto desenfundar a Aethenir en ningún momento.

Después de eso, les quedó poco por hacer como no fuera prepararse para la llegada de los druchii. Aethenir invocó su magia e hizo todo lo que pudo para limpiar y sanar sus heridas y las de Félix. Luego se quitó el ropón para ocuparse de las heridas que el vidente skaven le había hecho durante el interrogatorio. Félix tuvo que apartar la mirada, y se encontró con que, una vez más, tenía que cambiar su opinión sobre la fortaleza del elfo.

Los hechizos de curación de Aethenir no eran tan potentes como antes, pero cerraron la mayoría de las heridas abiertas y las quemaduras que tenía en la cara y el torso, y calmaron considerablemente los dolores de Félix. Los cuatro dedos destrozados del elfo, no obstante, tenían fracturas demasiado graves como para que pudiera sanarlas con hechizos, así que Félix lo ayudó a reducirlas y vendarlas con tiras de lona del saco que había contenido las armas. El elfo aguantó la manipulación de sus huesos con los ojos cerrados y los dientes apretados, pero no maldijo ni sollozó. Gotrek se negó a que lo curaran con magia, y simplemente se lavó los tajos y contusiones con agua de mar.

Félix se lavó la cara del mismo modo, aspirando de dolor entre los dientes cuando el agua salada le escocía las heridas. También enjuagó el jubón y la capa, que estaban empapa-

dos en la inmundicia de la nave skaven, y luego se puso la cota de malla encima, y a continuación la capa, para estar preparado cuando llegaran los druchii.

Luego se pusieron a esperar.

Y esperar.

Pasada una hora sin que sucediera nada, descubrieron que los skavens no les habían proporcionado ni agua ni comida, ni tampoco remos. Félix tenía un poco de agua en el pellejo que llevaba cuando los habían capturado las alimañas, pero eso era todo.

—Así que —dijo Aethenir, suspirando—, iremos a la batalla hambrientos y sedientos, y si los druchii no nos ven y pasan de largo, no habrá batalla y nos quedaremos flotando aquí hasta morir de inanición.

—Te mataré mucho antes de eso —murmuró Gotrek, y luego se volvió de espaldas y miró mar adentro, mientras el alto elfo clavaba una mirada de indignación en su espalda.

Félix no tenía nada que añadir, así que se puso a mirar en la dirección contraria y fingió no tener sed.

Era media tarde cuando habían recobrado el conocimiento en el bote, y ningún barco había aparecido por ninguna parte cuando vieron ponerse el sol en el oeste y llegar una espesa niebla desde el norte, a lomos de una brisa fría. Una hora más tarde, cuando la luz se tornaba púrpura, la niebla los rodeó con sus húmedos brazos fríos y ya no pudieron ver a más de seis metros del bote. Luego la oscuridad se cerró completamente y ya no pudieron ver nada. La nave druchii podría haber pasado a la distancia de un escupitajo de ellos, y no se habrían enterado.

Gotrek se ocupó del primer turno de guardia, y Félix y Aethenir se enroscaron para dormir lo mejor que pudieran en el fondo del bote.

Tras un sueño sorprendentemente profundo, Félix despertó cuando Gotrek le tocó un hombro.

—Tu guardia, humano —dijo.

Jaeger respondió con un gruñido y se levantó trabajosamente, jadeando por el dolor que le causaba la rigidez de sus extremidades. Se sentía fatal. Le dolía cada centímetro del cuerpo. Tenía agujetas en los músculos debido a la lucha, a haber nadado y a permanecer atado durante tanto tiempo; aún le dolía la cabeza por culpa de la horrible droga somnífera de los skavens; tenía los labios partidos y sangrantes, y la lengua hinchada a causa de la falta de agua; y, además de todo esto, se moría de hambre.

Le quitó el corcho al pellejo de agua y bebió un sorbo, pero pequeño. Quedaban menos de dos tazas, y tal vez tendría que durarle… bueno, eternamente.

Miró alrededor mientras Gotrek se tumbaba en la parte posterior del bote. La niebla se había hecho menos densa hasta transformarse en una bruma que permitía ver hasta casi doce metros de distancia, con jirones más espesos que pasaban lentamente, con un resplandor verde enfermizo en la mortecina luz de Morrslieb que, casi llena, brillaba en lo alto. En el mar reinaba una calma mortal, como si la niebla lo hubiese aplanado, y el silencio parecía sobrenatural, con sólo el suave chapoteo de las olitas contra el casco del bote y, pasados unos momentos, los ronquidos de Gotrek.

Félix se sentó en el banco del remero, colocó la espada de través sobre su regazo, preparada, e intentó no pensar en lo hambriento que estaba. Le resultó imposible. Su mente no dejaba de desviarse hacia chuletas a la brasa en tabernas, faisanes en casas nobles, conejo estofado y verduras silvestres, róbalo a la brasa en Barak Varr, platos extrañamente especiados de los territorios orientales…

Sólo había pasado un día desde que había comido por última vez. Había estado sin comer durante más tiempo, en otras ocasiones. Mucho más tiempo. Y también más tiempo sin beber agua. Entonces, su mente retrocedió hasta un momento menos agradable: el brutal sol implacable, el mar de arena, ocultándose a la sombra de estatuas antiguas en espera del fresco de la noche.

Volvió a maldecir. ¡Quería beber! Sus manos fueron hacia el pellejo de agua. Sólo un sorbo más, sólo para limpiarse de la boca el sabor a arena caliente. Pero, no, no debía hacerlo. Debía guardar el agua para la mañana, cuando el sol volvería a alzarse.

Se inclinó sobre las rodillas y clavó los ojos en la brumosa nada. Los bucles de niebla sugerían la presencia de formas amenazadoras en la oscuridad, pero luego volvían a disolverse hasta desaparecer. Suspiró. Iba a ser una larga noche.

Félix alzó la cabeza con brusquedad y miró en torno, parpadeando, instantáneamente furioso consigo mismo al darse cuenta de que se había quedado dormido. No podía haber pasado mucho rato. El mar no había cambiado, la niebla no había cambiado y Morrslieb continuaba en el cielo. Pero algo lo había despertado. ¿Qué había sido?

Se volvió en el banco para mirar detrás. Gotrek y Aethenir dormían, y detrás del pequeño bote no se veía ninguna proa.

Entonces volvió a oírlo: un lejano chapoteo quedo, en alguna parte de la niebla. Miró en la dirección de la que pensaba que había llegado el sonido, pero no vio nada, sólo los jirones de niebla. ¿Qué era? Podría haber sido cualquier cosa: una ola, un pez que saltara fuera del agua. Un…

—¡Hooogh!

Quedó petrificado. Eso no había sido un pez. Una foca, tal vez, pero no un pez. Una vez más, trató de localizar con precisión el lejano sonido, pero no lo logró. Parecía haber resonado por todas partes al mismo tiempo. Se puso de pie y sacó la espada de la vaina. Al menos, el ruido parecía venir de lejos. Tal vez, cualquier cosa que fuera pasaría de largo sin verlos, en la niebla.

¡Volvió a oírse el bramido, ahora más cerca! ¡Mucho más cerca! Pasó por encima del banco para llegar hasta Gotrek y Aethenir, a los que sacudió y les habló al oído.

—Gotrek, alto señor, despertad. Algo ha dicho «hooogh».

Gotrek hizo una mueca y bostezó.

—¿Qué has dicho, humano? —Se rascó el mentón.

Aethenir se frotó los ojos con los dedos heridos y gimió.

—¿Que algo ha dicho qué? —murmuró.

—¡Hooogh!

Gotrek y Aethenir se levantaron de un salto al oírlo, y casi volcaron el bote. Gotrek tenía el hacha en las manos. Aethenir aferraba la delicada daga. Félix empuñaba la espada. Clavaron la mirada en la niebla.

El alto elfo tragó saliva, con los ojos muy abiertos.

—Conozco ese sonido —susurró—. Leí una descripción de él en los diarios del capitán Riabbrin, héroe de la Guardia del Mar de Lothern. Es el grito de caza del menlui-sarath, usado como bestia exploradora por los corsarios druchii.

—¿El qué? —preguntó Félix. ¿Se movía algo en la niebla? No estaba seguro. Se esforzó por escuchar, pero los latidos de su corazón eran demasiado ruidosos.

—El menlui-sarath —repitió Aethenir—. El cazador de las profundidades. Un dragón marino. Si esa cosa anda por aquí, las naves negras no pueden estar lejos.

—¡HOOOGH!

Giraron sobre sí. De la niebla salía una silueta gigantesca, un flexible tronco ondulante como el cuello de un cisne, pero tan grueso como un árbol y más alto que una casa.

—Por Sigmar, es enorme —dijo Félix.

—Y sin embargo, aún es un cachorro —jadeó Aethenir—. Los adultos son lo bastante grandes como para remolcar buques.

En lo alto del flexible tronco había una masa angular y asimétrica que Félix, al principio, confundió con una gigantesca cabeza deforme. Luego se acercó más y vio que la silueta no era sólo una bestia, sino una bestia con jinete.

La criatura era una lustrosa serpiente verde con una roma cabeza de reptil del tamaño de un barril de cerveza, y un mentón erizado de tentáculos. La brillante piel estaba compuesta de gruesas placas superpuestas, y ondulantes franjas de aletas le recorrían los flancos.

Félix lo odió a primera vista. El jinete era un elfo oscuro que llevaba armadura negra e iba sentado en una elaborada silla que estaba sujeta, mediante correas, justo detrás de la cabeza del monstruo. En una mano llevaba una larga espada curva, y con la otra sujetaba un extraño escudo cónico, como el puntiagudo tejado de la torre de un castillo, hecho de acero.

El jinete los vio en el mismo momento que ellos lo vieron, y su reacción fue instantánea. Lanzó un grito áspero y clavó las espuelas de las botas en el cuello del dragón marino.

Con otro bramido ensordecedor, la cabeza de la bestia descendió como un puño, directamente hacia el bote. Félix y Aethenir saltaron hacia un lado, con un grito. Gotrek acometió al animal al tiempo que se lanzaba contra el bote. Félix no supo si había dado en el blanco, porque el dragón estrelló el enorme cráneo contra la barca y los lanzó por el aire en una explosión de agua y trozos de madera.

Félix cayó sobre algo duro, rebotó y se fue al agua. La armadura y la pesada ropa lo arrastraron hacia abajo, y manoteó con desesperación. Logró coger el objeto que había golpeado y se sujetó a él. Era el bote —la mitad de él, más bien—, el extremo de proa, que flotaba boca abajo. Inspiró profundamente e intentó subirse encima. Aethenir manoteaba y tosía dentro del agua, a su lado. Félix lo atrapó por el cuello de la ropa y lo subió sobre el resto de bote. El elfo se aferró desesperadamente, jadeando. Pocos metros más allá, Gotrek trepó sobre la mitad de popa.

Del dragón marino y su jinete no se veía más rastro que las ondas concéntricas y cada vez más grandes que indicaban que se habían sumergido.

—¿Dónde está? —gruñó Félix—. ¡Debo matarlo! —Hervía de rabia y furia—. ¡En tierra o en el mar, los dragones son el azote de la humanidad!

—Herr Jaeger —dijo Aethenir, que aún jadeaba—. Las runas de vuestra espada están brillando.

Félix bajó la mirada. Aethenir tenía razón. Las runas de enano que había grabadas a lo largo de la hoja de Karaghul, en las que Félix apenas si reparaba durante la mayor parte del tiempo, relumbraban con luz interior. Soltó una maldición. Ése era el origen del repentino odio que sentía hacia el dragón marino. Una vez más, la espada estaba intentando apoderarse de su voluntad, tratando de imponerle su propósito. No era algo que hubiese sucedido a menudo, pero cuando lo hacía lo ponía furioso. Su mente y voluntad le pertenecían, y cualquier intento de arrebatarle el control era una íntima violación de su ser.

Por otro lado, nunca luchaba mejor que cuando la espada despertaba y él le entregaba su voluntad. Con ella había matado a Skjalandir, el dragón retorcido por el Caos, ¿verdad? Casi había muerto durante semejante hazaña, pero eso no parecía que a la espada le importase en lo más mínimo.

El dragón marino aún no había reaparecido. Félix, Gotrek y Aethenir miraban alrededor, precavidos, chorreando gélida agua. ¿El jinete del dragón los habría abandonado para que se ahogaran? ¿Habría decidido que eran demasiado insignificantes para luchar contra ellos?

—Gotrek—llamó Félix—. ¿Estás b…?

Sin previa advertencia, el extremo de bote al que se sujetaban Félix y Aethenir estalló hacia arriba y la cabeza del dragón lo atravesó desde abajo. Félix y Aethenir salieron girando por el aire mientras el largo cuello de la bestia surgía del agua como un géiser. Félix cayó con fuerza, aún aferrado a un tablón rajado, y salió a la superficie, donde inspiró profundamente, a tiempo de ver que el descomunal animal giraba sobre sí para lanzarse contra Gotrek, que estaba en equilibrio sobre la invertida popa del bote, con las piernas flexionadas, y rugía un desafío en idioma enano.

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