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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (36 page)

BOOK: Mataelfos
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—Un fuego cruzado —dijo Félix, y se le cayó el alma a los pies.

—Y otra reja para la que no tenemos llave —dijo Aethenir.

—No creo que el carro pueda servirnos de mucho esta vez —comentó Euler.

Gotrek clavaba en la puerta una feroz mirada con su único ojo, asomándose más allá de lo que Félix consideraba seguro. Ésta vez no se trataba de un entramado, sino de barrotes que iban del suelo al techo, con poca separación entre sí, y que tenían una ancha puerta de barrotes verticales en el centro.

Era mucho más fácil disparar a través de ella, pensó Félix, que tragó con nerviosismo.

Pero Gotrek no pareció desanimarse.

—Fácil —dijo al fin, y se volvió a mirar a Euler—. Quiero calderos que actúen como escudos en torno a mí, y ballestas en el centro.

Euler llamó con un silbido a cuatro de sus piratas. Cogieron cuatro calderos, cuyas cadenas envolvieron en torno a un brazo para sujetarlos como escudos, y empuñaron una ballesta con la otra mano. Félix cogió un quinto caldero y gimió bajo su peso. Aquellas cosas eran asombrosamente pesadas incluso cuando estaban vacías y, sin embargo, Gotrek había hecho girar una como si fuera una maza. Entonces, Félix y los cuatro piratas formaron en apretado círculo alrededor de Gotrek, mientras que los otros piratas y prisioneros se disponían a correr hacia la puerta en el instante en que se abriera. Félix reparó en que los tres esclavos enanos se habían unido al resto.

—Ahora —dijo Gotrek.

Félix y los otros salieron corriendo hacia la derecha, en dirección a la reja. De inmediato comenzaron a rebotar saetas de ballesta sobre los calderos, y a pasar rasando el suelo junto a sus pies, y Félix tuvo que realizar un esfuerzo para ralentizar el paso de acuerdo con la velocidad de Gotrek. La tentación de huir de los disparos era casi abrumadora.

Cuando llegaron a la reja, los piratas dispararon las ballestas a través de los barrotes contra los guardias del otro lado, y los obligaron a retroceder hacia la escalera. Gotrek los acometía con la barra de hierro. El marco de la puerta no era más que cuatro barras de hierro forjadas en forma de rectángulo, y el espacio que mediaba entre él y la puerta era del ancho de dos dedos. Espacio de sobras para que Gotrek metiera un extremo de la barra de hierro y tirara, cosa que hizo. La encajó justo por encima de la placa cuadrada que ocultaba el pestillo, y comenzó a hacer palanca hacia el lado con la intención de deformar el marco lo bastante como para que el pestillo saltara del alojamiento y la puerta se abriera.

Gotrek se acuclilló y empujó con todas sus fuerzas. El marco rechinó. Félix y los otros portadores de escudos se acuclillaron con el Matador para ocultarse al máximo detrás de los calderos mientras disparaban contra los ballesteros druchii del otro lado de la reja. Los arqueros retrocedían escaleras arriba y respondían con otros disparos. Más saetas rebotaron contra el caldero de Félix. La punta de una atravesó la olla. Uno de los piratas bramó cuando una saeta se le clavó en un pie descalzo y estuvo a punto de caer.

Gotrek continuaba tirando. El marco de la puerta estaba curvándose hacia fuera, pero no lo suficiente, porque la barra se curvaba más que la puerta. Félix temía que fuera a partirse.

—Pensaba que habías dicho que ésta sería más fácil —dijo Félix.

—Cállate, humano —le respondió Gotrek con voz ronca.

Un guardia cayó rodando por la escalera hasta el suelo, con una saeta clavada en el pecho. Otro dio media vuelta y subió corriendo los escalones, agotadas sus flechas, pero los otros cuatro continuaron disparando. Una línea de ardiente dolor recorrió una espinilla de Félix cuando una saeta le hizo un corte al pasar rozándola. Otra rebotó contra el suelo de piedra y se clavó en una pantorrilla de Gotrek. El enano gruñó, pero continuó tirando.

—Deprisa, enano —dijo uno de los piratas con los dientes apretados.

Félix oyó el golpeteo de pies descalzos detrás de sí, pero, antes de que pudiera volverse a mirar, alguien se abrió paso empujando entre dos de los calderos. Félix estuvo a punto de atacar con la espada, pero se contuvo al ver que era el joven enano Farnir. Llevaba una flecha clavada en la espalda.

Sin pronunciar palabra, el esclavo aferró la barra de hierro aproximadamente por la mitad para sumar su fuerza a la de Gotrek. El marco de la puerta rechinó. Félix preparó la espada, expectante. Los piratas dispararon sus últimas saetas hacia los guardias.

—¡Uno, dos, TRES! —dijo la ronca y forzada voz de Gotrek, y él y Farnir tiraron a la vez. El metal rechinó sonoramente, y, de repente, los dos enanos salieron despedidos hacia un lado, dando traspiés, mientras se abría la puerta.

Los guardias de la escalera dejaron caer las ballestas y bajaron corriendo para mantenerla cerrada, pero llegaron demasiado tarde. Félix y los piratas irrumpieron a través de ella detrás de los calderos-escudo, los derribaron y los mataron antes de que pudieran desenvainar las espadas. Gotrek y los otros cargaron tras ellos. El matador golpeó las piernas de dos guardias con la barra de hierro y los hizo caer, y Félix derribó a otro con un golpe de caldero. Al pasar por encima del elfo oscuro le clavó la espada en la garganta, y luego se volvió para encararse con otro. No quedaba ninguno. Los piratas habían acabado con todos.

Félix arrojó el caldero a un lado con un suspiro de alivio. Tenía la sensación de que se le había roto el hombro por llevarlo. Se oyó un estruendo de pies que corrían.

Al volverse, Félix vio que Aethenir, Euler y el resto de los piratas, así como una turba de prisioneros, salían al descubierto y corrían hacia ellos. Un puñado cayó herido por las flechas de los druchii del otro corredor, pero el resto continuó adelante.

Gotrek se arrancó la saeta que se le había clavado en la pantorrilla, mientras los primeros piratas atravesaban la puerta y recogían las armas de los guardias muertos. Aethenir escogió una ballesta.

—Bien hecho, enano —gritó Euler.

El Matador se encogió de hombros y se volvió hacia la escalera.

—Esto es sólo el comienzo.

Félix y Aethenir se reunieron con él y comenzaron a subir la escalera hacia la oscuridad, con Euler, los piratas y el resto detrás.

Félix temía que encontrarían a toda la guarnición del arca esperándolos al final de la escalera, pero aunque oían tambores de alarma que sonaban en todas direcciones, al parecer los refuerzos aún iban de camino. Se alegró de ello. Habían ascendido seis tramos de escalera que lo habían dejado empapado de sudor y con las piernas como de gelatina.

Aethenir se recostó contra la pared, con los ojos entornados. Junto a él, Euler jadeaba con las manos en las rodillas, mientras los piratas se recuperaban en torno a ellos y miraban ansiosamente a un lado y a otro del amplio corredor de alto techo.

Pasado un momento, Euler se rehizo e irguió.

—Bueno —dijo—. ¿En qué dirección está el puerto?

—¿Estáis seguro de que no cambiaréis de opinión, Euler? —preguntó Félix.

Euler rió.

—Mucho.

Gotrek señaló hacia la izquierda, por el pasillo.

Euler le hizo una reverencia.

—Gracias, herr enano. Nos habéis rendido un gran servicio. —Se volvió a mirar a Félix, sonriente—. Bueno, herr Jaeger, parece que esto es un adiós.

Félix asintió, nada dispuesto a imitar la falsa bonhomía del pirata.

—Adiós, Euler. Buena suerte, supongo.

La sonrisa de Euler se ensanchó.

—No lo habéis entendido, herr Jaeger. ¡Esto es un ADIÓS!

Y con esto, Euler y sus piratas atacaron.

Capítulo 16

Félix retrocedió y alzó la espada con desesperación, logrando desviar justo a tiempo el arma de Euler. Junto a él, Gotrek rugió cuando una espada le pasó de través por la espalda, luego giró en círculo con la barra de hierro e hizo retroceder a los piratas. A un lado, Aethenir se encogió contra la pared.

—¡Euler! —gritó Félix, mientras rechazaba otro ataque—. ¿Qué es esto?

—Después de todo lo que me habéis hecho —gruñó Euler—, ¿pensáis que dejaré para los orejas largas la satisfacción de mataros? —Rió, con voz ronca y sin aliento—. Tenía intención de esperar hasta teneros en mi barco, pero como habéis escogido el suicidio, es ahora o nunca.

Avanzó mientras lo atacaba febrilmente, la respiración trabajosa, los ojos desorbitados. Mientras bloqueaba las enloquecidas estocadas, Félix vio que uno de los hombres de Euler retrocedía ante Gotrek, gritando y con un brazo doblado en un ángulo antinatural. Otros dos estaban en el suelo y se cogían las espinillas.

—Esto es una locura, Euler —dijo Félix, mientras los tambores de alarma continuaban sonando—. Estáis estropeando vuestra oportunidad de escapar. Los druchii vienen hacia aquí. ¡Abandonad y marchaos!

—¡No hasta que haya acabado con vos! —Euler apartó de un golpe la espada de Félix y corrió para clavarle una estocada directamente en el pecho desprotegido, pero el pirata estaba sin aliento y debilitado por el cautiverio, y el ataque fue lento. Félix lo apartó de un golpe y lo empujó cuando pasó de largo.

Euler giró, rugiendo y blandiendo la espada, y descargó un salvaje tajo descendente. Félix estocó por encima de su brazo y le atravesó el corazón. Euler profirió una exclamación ahogada y sus ojos se desorbitaron.

Su espada cayó a un lado, y miró a Félix a los ojos.

—Sois realmente una maldición, Jaeger.

Cayó de rodillas, luego de espaldas y se desplomó, deslizándose de la hoja de la espada de Félix, que lo miró con lástima durante instante. Macilento y con la barba sucia, su cadáver no se parecía en nada al orgulloso hombre rechoncho que Félix había conocido en el estudio de la próspera casa de Marienburgo.

Luego se volvió para ayudar a Gotrek, pero se encontró con que los piratas retrocedían ante él con las manos levantadas. Cinco yacían en el suelo, en torno al Matador, con brazos y piernas rotos.

Gotrek le gruñó al resto y los llamó con un gesto.

—Vamos, cobardes. Acabad lo que habéis comenzado.

Una Oreja retrocedió al tiempo que negaba con la cabeza.

—Era el capitán quien quería esto. Ahora que está muerto, sólo queremos marcharnos.

—Entonces, marchaos —gruñó Gotrek—. Y buen viento.

Los piratas soltaron suspiros de alivio, dieron media vuelta y corrieron hacia el puerto, o al menos lo hizo la mayoría. Alrededor de una docena de ellos vacilaron, mirando con incertidumbre a los camaradas que se marchaban, y luego a Gotrek, Félix y Aethenir. Nariz Rota estaba entre ellos.

Uno de los otros piratas lo empujó para que avanzara.

—Pregúntaselo, Jochen.

Nariz Rota se volvió a mirar a Félix.

—¿Es verdad lo que dijisteis acerca de Marienburgo?

—Es verdad —replicó Félix, que entonces alzó la mirada y se le heló la sangre. A lo lejos oyó los pasos regulares de pies en marcha. Los druchii respondían finalmente al toque de alarma. Los otros también los oyeron. Aethenir gimoteó. Gotrek gruñó.

—Tengo allí esposa y dos hijos —dijo Jochen—. ¿Morirán?

Félix asintió, ansioso por alejarse de allí. Los pies en marcha se acercaban más a cada segundo. Ahora estaban muy próximos.

—Morirán si no detenemos a la hechicera.

Jochen miró a los otros piratas que habían vacilado, y todos asintieron. Volvió a mirar a Félix.

—Somos piratas, pero somos piratas de Marienburgo. Iremos con vosotros.

—Entonces, daos prisa —dijo Gotrek—. Por aquí. —Giró a la derecha.

—Maestro Matador, no —dijo el joven esclavo enano—. Ahora no lo lograríais si fuerais por allí. —Avanzó hasta una puerta pequeña que se abría en la pared, donde aguardaban los otros dos enanos—. Los corredores para esclavos. Ningún druchii entra en ellos.

Gotrek dudó, con la frente arrugada, pero luego dio media vuelta y siguió a los esclavos a través de la puerta. Félix, Aethenir y los piratas fueron tras ellos.

Los corredores para esclavos contrastaban mucho con todo lo demás que Félix había visto en el arca negra. Incluso en la zona de detención de esclavos, a pesar de la mugre que había, la piedra estaba limpiamente cortada y bien acabada, y los corredores eran amplios. Allí no sucedía lo mismo. Estos pasadizos eran poco más que túneles excavados con las uñas, estrechos, bajos y sofocantes a causa del humo de las antorchas que se usaban para iluminarlos. No había luz bruja para los esclavos. Los suelos eran desiguales y húmedos, sembrados de desperdicios y tocones de teas. Se ramificaban y serpenteaban hacia aquí y allá en un laberinto desconcertante, con escaleras y rampas situadas en sitios inesperados, y puertas por todas partes detrás de las cuales se oían sonidos de una cocina o lavandería, o se percibía olor a serrín, estiércol de caballo, comida o perfume.

Félix, Gotrek, Aethenir y la docena de piratas que Jochen había llevado consigo siguieron con inquietud a los esclavos enanos a través de los túneles. Félix no podía dejar de mirar tras de sí, esperando oír en cualquier momento gritos y estruendo de botas que corrían, pero no llegó a oírlos. Cualquiera que fuese la consternación que la huida de los prisio-

ñeros estuviera generando en los corredores principales, no había penetrado allí. Lo único que indicaba que había sucedido algo inusitado era el débil batir de los tambores de alarma que reverberaba a través de las paredes de piedra, pero los esclavos que pasaban, casi todos humanos, no les hacían ningún caso. Se encaminaban apresuradamente a cumplir diversas tareas: transportaban cestas de comida o ropa, empujaban carretillas cargadas de basura, cargaban con pesados libros o cofres, o arrastraban los pies en cuadrillas de trabajo, armados con fregonas, escobas y palas, los ojos bajos y los brazos pegados a los costados.

Mientras avanzaban apresuradamente, Farnir disminuyó el paso para situarse junto a Gotrek, y le hizo una respetuosa reverencia.

—¿Podéis decirme, maestro Matador, cuál es esa amenaza que pende sobre las fortalezas? ¿Es la misma que decís que destruirá la ciudad de Marienburgo?

—No hablaré contigo, cobarde —dijo Gotrek, con la mirada fija ante sí—. Eres una ignominia. Deberías haber muerto antes de permitir que te capturaran.

El joven enano se sonrojó.

—Perdóname, Matador —dijo—, pero fui capturado cuando era un bebé. Me criaron aquí.

Félix jamás había visto a Gotrek tan impresionado en todo el tiempo que llevaba viajando con él. Se volvió hacia el esclavo, con el ojo desorbitado. -¿Qué?

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