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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (31 page)

BOOK: Mataelfos
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—¿Y qué hacemos con Max y Claudia? —preguntó Félix, procurando que las cosas volvieran a la calma—. ¿Intentamos salvarlos, o sólo tratamos de hacernos con el arpa?

Aethenir tosió y se sentó, mientras se masajeaba la garganta y miraba con furia a Gotrek.

—No tenemos ninguna esperanza de llegar hasta el arpa sin ellos. Su magia nos ayudará inmensamente.

Félix negó con la cabeza. Todo parecía complicado e imposible.

—Bien, a ver si lo he entendido correctamente. Escapamos de la celda, vamos a buscar las armas, luego a Max y Claudia, y a continuación localizamos el arpa y luchamos hasta recuperarla o morir en el intento. ¿Es eso?

Aethenir asintió.

Gotrek se encogió de hombros.

—Si podemos escapar de la celda.

Félix cabeceó en señal de conformidad. Era bonito tener un plan.

Todos se recostaron contra el muro a esperar que se presentara una oportunidad de huir.

Dicha oportunidad no surgió en las horas siguientes, y Félix osciló entre el sueño y la vigilia hasta el punto de que le resultaba casi imposible distinguir entre ambas. La monotonía de estar allí sentado, sin nada más que hacer que respirar el inmundo aire húmedo y espantar las moscas, era la misma en ambos estados. Pasado un rato, Félix tuvo que orinar y descubrió que a lo largo de la base de la pared había una estrecha canaleta por la que corría un fino hilo de agua.

Se detuvo al verlo, porque toda la sed que lo había atormentado a bordo del bote volvió a él, ahora más intensa que nunca. Quería beber un trago, más de lo que había deseado nunca nada en el mundo, y, sin embargo, era agua que corría por el fondo de una canaleta para orinar. Se le revolvía el estómago de sólo pensar en bebería. No obstante, si querían estar preparados para luchar cuando llegara el momento —si llegaba alguna vez—, necesitaría disponer de todas sus fuerzas. Tal vez esa agua no sería tan mala.

Acabó de orinar y dejó que el agua corriera durante un momento, para luego inclinarse y tender una mano vacilante hacia el hilo de agua.

—No lo hagas —murmuró una voz, a su lado.

Félix miró. Una mujer de mediana edad, horriblemente demacrada, yacía de lado y lo observaba.

—Es salada —le dijo—■. Todos los nuevos cometen el mismo error.

Félix apartó la mano de la canaleta y le hizo un agradecido gesto con la cabeza.

—Gracias. —Suspiró. Agua salada. Los druchii eran verdaderamente tan crueles como se decía.

La mujer cerró los ojos y volvió a acurrucarse.

—Dentro de poco vendrán a traernos la comida y el agua.

Félix se dispuso a esperar.

Pasado un rato que era incapaz de calcular, se oyeron voces y un estruendo de pesadas ruedas al otro lado de la puerta. En ese momento todos alzaron la mirada o despertaron, y se acercaron al banco que corría por el centro de la larga sala, a empujones y tirones para situarse más cerca de él. Los que estaban demasiado débiles o heridos como para moverse, permanecieron medio tendidos detrás de los demás, alzando manos temblorosas y pidiendo con voz gimiente que los ayudaran a avanzar. Algunos ni siquiera se movían. Félix no entendía a qué se debía todo aquello, y permaneció con Gotrek y Aethenir contra la pared.

La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Cuatro guardias druchii con las espadas desenvainadas, entraron y se situaron a ambos lados de la entrada. Tras ellos apareció un capataz armado con un látigo que conducía a seis esclavos de aspecto fuerte. Dos de ellos eran enanos, uno arrugado y de pelo gris, el otro muy joven, que llevaban entre ambos un descomunal caldero de metal colgado de cadenas enhebradas en una larga barra metálica que se apoyaba sobre sus anchos hombros. Los otros cuatro esclavos eran humanos que se separaron en dos parejas y recorrieron toda la celda, pertrechados con antorchas, para tocar con un pie a cualquier prisionero que no se moviera.

Gotrek gruñó con voz grave. Félix se volvió a mirar qué sucedía, y vio que el Matador miraba fijamente a los enanos.

—¿Qué pasa? —susurró Félix.

—Esclavos enanos —murmuró Gotrek—. Las criaturas más despreciables del mundo. No tienen honor.

Al oír esto, Aethenir alzó la cabeza.

—Estoy seguro de que ni siquiera un enano puede reprocharle a alguien el hecho de haber sido capturado por esclavistas. —Sonrió con tristeza—. Nosotros mismos somos culpables de eso.

—Un enano debería morir antes de que lo capturaran —gruñó Gotrek—. Y ningún enano de verdad debería vivir como esclavo. Antes, debería suicidarse.

Escupió, y luego se sentó con las rodillas flexionadas, mirando ferozmente a los enanos, con su único ojo destellando de forma inquietante. Félix decidió que lo más prudente era guardar silencio al respecto, y también se puso a observarlos.

Los enanos llevaron el caldero hasta el banco, donde lo volcaron para que el contenido cayera sobre él. Félix retrocedió al darse cuenta de qué sucedía. El banco era, en realidad, un comedero. Los alimentaban como si fueran cerdos.

Unas gachas líquidas de color gris corrieron por el hueco del comedero, de donde los prisioneros las recogían con las manos ahuecadas al pasar y se las metían en la boca con ansia. Incluso el orgulloso Euler y sus tripulantes comían como el resto, apartando a codazos a los hombres y mujeres más débiles. No parecía suficiente para alimentarlos a todos, y no lo era. Cuando los enanos hubieron vaciado la primera olla, salieron y regresaron con una segunda que también vaciaron en el comedero.

Félix sabía que llegaría el momento en que él lucharía por un puñado de aquella porquería, como todos los demás, pero en ese momento le revolvía el estómago, así que se quedó donde estaba. Gotrek y Aethenir parecían igualmente reacios a probarla.

Mientras los esclavos enanos acababan de verter las gachas en el comedero, los esclavos humanos continuaban con el examen. Si un prisionero no reaccionaba al tocarlo con la punta del pie, lo pateaban. Si continuaba sin haber reacción, lo cogían por las muñecas y lo arrastraban hacia la puerta.

A Félix le dio un salto el corazón al ver esto. ¡He ahí el modo de escapar! ¡Sólo tendrían que hacerse los muertos y los llevarían fuera de la celda! Pero se le cayó el alma a los pies cuando vio que el capataz sacaba una daga y degollaba a todos los prisioneros que le llevaban, antes de permitir que sacaran el cuerpo por la puerta. Así que ya habían previsto eso. Suspiró.

Los esclavos enanos salieron otra vez y regresaron con un tercer caldero, pero éste no lo vaciaron de inmediato. Por el contrario, aguardaron en el extremo del comedero, y Félix aprovechó el tiempo para estudiarlos. Ambos eran fuertes, y ambos llevaban el pelo muy corto, con zonas calvas en el cuero cabelludo. Tenían barba, aunque apenas, ya que también se la habían cortado mucho. Desde que había conocido al pobre Barbadecuero, Félix no había visto enanos de aspecto más desnudo. Llevaban calzones y mugrientos delantales, pero ni camisa ni zapatos, y sus ojos estaban tan muertos y carentes de emoción como los ojos de los zombis.

Pasado un momento, el capataz hizo restallar el látigo por encima de su propia cabeza.

—¡Deprisa, asqueroso ganado! —gritó el reikspiel—. ¡Tene-

mos otras doce celdas que alimentar! —Los prisioneros que estaban ante el comedero dieron un respingo y se pusieron a comer más aprisa.

Medio minuto más tarde, el capataz decidió que ya había esperado bastante y chasqueó los dedos. Los dos esclavos enanos alzaron el caldero y lo volcaron dentro del comedero. Esta vez fue agua lo que corrió por el canal, y los prisioneros metieron la cara dentro y bebieron con desesperación.

La sed pudo con Félix, que avanzó a empujones. Aún no podía ni pensar siquiera en comer las gachas, pero necesitaba el agua con desesperación. Gotrek y Aethenir lo siguieron y se abrieron paso hasta el comedero. Otros prisioneros gimotearon y protestaron cuando los empujó al pasar, pero tenía demasiada sed para que le importara. Metió la cabeza dentro del comedero y se puso a sorber el fino hilo de agua que corría por el fondo. Nunca en la vida había saboreado nada tan bueno. Gotrek y Aethenir sorbían a ambos lados de él. El ruido que hacían parecía el de los cerdos. Pero era igual. Lo único que importaba era el agua.

Vaciado el último caldero y retirado de la celda el último cadáver, los esclavos y el capataz volvieron a salir por la puerta, seguidos por los guardias con las espadas desnudas. Entonces la puerta se cerró con un golpe metálico, y Félix oyó que la llave giraba en la cerradura.

Gotrek sacó la cabeza del comedero y le lanzó una mirada furiosa a la puerta, y Félix se preguntó si estaría pensando hasta qué punto sería difícil derribarla, o a cuántos guardias podría matar antes de que dieran la alarma.

—¡Basura! —gritó Gotrek—. Lamedores de culos pálidos. Que vuestros ancestros os repudien.

Cuando los prisioneros hubieron acabado de beber y limpiar el comedero con la lengua, regresaron a sus sitios y Félix le preguntó a la mujer que lo había advertido respecto al agua salada con qué frecuencia los alimentaban.

—Dos veces al día —murmuró ella—. Al menos, eso creo. Ya no hay manera de saberlo.

Félix le dio las gracias y se volvió hacia sus compañeros.

—Tenemos que hablar con los esclavos —dijo.

—¿Los enanos? Nunca —gruñó Gotrek.

—Los enanos o los humanos —insistió Félix—. Representan el único medio que tenemos de averiguar qué sucede al otro lado de la puerta. Tal vez puedan decirnos dónde vive el capitán corsario. Dónde están Max y fraulein Pallenberger.

—Y dónde está el Arpa de Destrucción —añadió Aethenir.

—Preferiría besar a un troll —replicó Gotrek.

Félix suspiró.

—Bueno, hablaré yo con ellos.

Algunas horas más tarde, Félix comenzó a arrepentirse de no haber comido. Y no es que en la celda hubiera algo capaz de despertarle el apetito. El hedor a cuerpos sucios y porquería humana era nauseabundo, el frío aire húmedo lo hacía temblar y sudar al mismo tiempo, y el constante acoso de las moscas era capaz de volverlo loco. Se sentía como afiebrado y a punto de vomitar y, sin embargo, su estómago reclamaba que lo llenara. Intentó recordar cuándo había comido por última vez. Había sido antes de que los capturaran los skavens. ¿Dos días antes? ¿Tres? El cuerpo le temblaba de debilidad. Varias veces había despertado con un sobresalto, pues no se había dado cuenta de que se quedaba dormido.

Al fin, cuando Félix ya había renunciado a la esperanza de que el capataz fuera a regresar, el sonido de unas pesadas ruedas despertó a los prisioneros, que corrieron hacia el comedero. Esta vez, Félix, Gotrek y Aethenir se unieron a ellos. Félix avanzó a empujones para acercarse a los esclavos que servían la comida. No resultó fácil. Por débil que estuviera, aún era más fuerte que los demás prisioneros a quienes habían consumido el confinamiento y la mala alimentación, pero éstos eran más numerosos y estaban tan desesperados como él, cosa que los transformaba en una masa frenética. Mientras avanzaba, Félix recibió golpes de codos en la cara y de rodillas en las costillas. Pasaban en torno y por debajo de él como lobos enfermos.

Luego, de repente, el paso quedó despejado. Una mujer con cardenales en los brazos fue apartada de un tirón. Un hombre vestido con el uniforme de la guardia costera de Marienburgo fue arrastrado hacia atrás. Félix miró en derredor. Gotrek, que había entrado en la refriega, cogía a los prisioneros con firmeza y los apartaba. El Matador no miraba a Félix, pero parecía estar asegurándose de que tuviera la oportunidad de hablar con los esclavos. Félix no dijo nada. Hablar del asunto podría enfadar a Gotrek y hacer que cambiara de opinión.

Con ayuda del Matador, se abrió paso hasta el extremo del comedero situado más cerca de la puerta, cosechando una buena cantidad de malas miradas. Gotrek y Aethenir iban justo a su lado. Euler y sus tripulantes, los hombres más fuertes del lado izquierdo de la celda, estaban justo al otro lado del comedero.

Euler le sonrió maliciosamente.

—Habéis decidido reuniros con nosotros para cenar ;eh?

Félix abrió la boca para hablar, pero justo entonces la llave giró en la cerradura y entraron los guardias y el capataz, seguidos por los esclavos humanos y enanos.

Aguardó ansiosamente mientras los esclavos se acercaban con el primer caldero que, al mecerse, hacía rechinar las cadenas mediante las cuales colgaba de la barra que los enanos llevaban al hombro. Para su alivio, eran los mismos enanos de la vez anterior. Avanzaron y vertieron el contenido de la gran olla en el comedero. Félix se detuvo cuando bajaba una mano ahuecada para recoger el primer bocado. A pesar de estar hambriento, casi retrocedió.

Se trataba de unas gachas de avena muy líquidas, más agua que cereal, pero, de haber sido éste su único defecto, Félix se habría puesto a comer a conciencia. Por desgracia, también estaban podridas, hechas con cereal mohoso, y de ellas ascendía un fuerte olor a moho. Además, vio gordos gorgojos y excrementos de rata flotando en ellas.

Oyó que Aethenir sufría una arcada, pero Gotrek comenzó a meterse aquello en la boca con ambas manos. Hizo lo que pudo para seguir el ejemplo del enano, aunque meterse aquello en la boca requería mucha fuerza de voluntad y lamentó no poder evitar que le tocara la lengua. Más de una vez tuvo que luchar contra el impulso de vomitar.

No intentó comunicarse hasta que los enanos hubieron vaciado el segundo caldero, y vuelto para aguardar junto al comedero con la gran olla de agua. Félix le lanzó una rápida mirada al capataz, que se paseaba con impaciencia cerca de la puerta, como había hecho la vez anterior, y mientras se inclinaba y fingía rebañar los últimos restos del fondo del comedero, les habló en voz baja.

—Amigos, necesitamos vuestra ayuda. Está en juego la suerte de vuestras patrias y fortalezas. Buscamos el emplazamiento de la residencia del capitán corsario Landryol Alaveloz. —Félix se arriesgó a alzar los ojos hacia los esclavos. Tenían la mirada fija ante sí, como si no lo hubieran oído. Volvió a bajar la cabeza y continuó—: Y también nos iría bien saber dónde retienen a dos hechiceros humanos capturados recientemente, un hombre y una muchacha. Si sentís algún cariño por vuestras viejas patrias, os lo imploro, dadnos esta información y…

Un dolor como de fuego líquido estalló sobre la espalda de Félix y él se irguió, gritando.

El capataz estaba echando atrás el látigo para volver a golpearlo.

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