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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (29 page)

BOOK: Mataelfos
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De repente, el negro casco del barco corsario se alzó junto a ellos, momento en que cuerdas con garfios cayeron desde la cubierta al agua. Los garfios engancharon la red y los tornos la alzaron lentamente.

Félix, Gotrek y Aethenir subieron con ella, suspendidos en ángulos incómodos y enredándose cada vez más al tocarles el cuerpo y la ropa otras cuerdas de la red. Gotrek era el más enredado porque era el que más había luchado, y para cuando la red fue izada hasta el barco se encontraba cubierto de cuerdas pegajosas de pies a cabeza.

En el momento en que los tornos comenzaron a bajarlos hacia la cubierta, unas figuras harapientas extendieron una lona impermeabilizada que brillaba de grasa, y sobre ella los dejaron caer —no demasiado suavemente—, de cara.

Estalló un coro de carcajadas cuando se estrellaron, y al volver la cabeza Félix vio que estaban rodeados de altos elfos oscuros ataviados con ajustadas sobrevestas grises sobre las que llevaban pesadas capas que parecían haber sido hechas con la piel del dragón marino con el que acababan de luchar. Los corsarios los miraban con sonrisas burlonas en sus largos rostros flacos.

—Cuando recupere la libertad, reiréis con el cuello —gruñó Gotrek, tendido donde estaba.

Un par de botas con tacón rojo atravesaron el apiñamiento de piernas y se detuvieron ante ellos. Félix alzó la mirada. Un alto druchii con una afectada sonrisa en los labios lo miraba desde arriba. Llevaba un fajín rojo por encima de la sobrevesta, y el largo cabello trenzado y recogido detrás de una coleta atada con hilo de plata.

—¡Qué peces tan extraños ha atrapado mi red! —dijo en un reikspiel con fuerte acento—. Una platija del Viejo Mundo, un pez roca cavernícola y una carpa de Ulthuan, y ninguno lo bastante fresco como para venderlo en el mercado, por como huelen.

—Déjame en libertad y enfréntate conmigo, cobarde con cara de cadáver —dijo Gotrek.

Los ojos del elfo oscuro se agrandaron de burlón asombro.

—¡Por la Madre Oscura, un pez que habla! Y con una len-

gua tan sucia… —Avanzó delicadamente hasta el borde de la lona aceitada y le propinó a Gotrek una salvaje patada en una mejilla.

Gotrek gruñó y se lanzó hacia delante, sangrando por un profundo corte, pero, enredado como estaba, no pudo hacer nada.

El druchii retrocedió.

—Casi siento la suficiente curiosidad como para preguntar cómo han llegado tres compañeros semejantes a aparecer flotando en medio del mar, a solas. Con independencia del lugar del que procedáis, iréis todos a parar al mismo sitio. —Les volvió la espalda y les dijo algo a sus lugartenientes, al tiempo que agitaba una mano con indiferencia.

Uno de los lugartenientes hizo una reverencia y, a su vez, dio órdenes a los harapientos esclavos humanos que habían extendido la lona, pero entonces otro corsario señaló a Gotrek y dijo algo que hizo que el capitán druchii se girara para volver a mirarlo.

Los encorvados humanos avanzaban hacia los humanos con objetos que parecían lámparas de aceite, pero el capitán los hizo retroceder nuevamente con un gesto. Se retiraron, acobardados, cuando él comenzó a caminar en círculo en torno a la red, para contemplar atentamente a Gotrek. Félix no tenía ni idea de qué había atraído su atención, pero Aethenir entendió las frases murmuradas que intercambiaban los druchii.

—Está interesado en vuestra hacha, enano —susurró el alto elfo—. Y en vuestra espada, herr Jaeger. Las reconoce como armas poderosas y sabe que los coleccionistas pagarán bien por ellas.

Gotrek gruñó.

—Nadie toca mi hacha. Nadie.

Pero, de momento, no parecía haber mucho que él pudiera hacer al respecto. Llevaba el hacha a la espalda, y tenía los brazos tan enredados en las pegajosas cuerdas que no podía alcanzarla.

Tras dar dos vueltas en torno a la red, el elfo oscuro retrocedió y les hizo un gesto a los esclavos para que volvieran a avanzar. Félix pensó que nunca en su vida había visto hombres de aspecto tan lastimoso: criaturas demacradas, de ojos muertos, con cabeza de pelo muy corto y zonas calvas, y hombros permanentemente caídos. Fueron a acuclillarse junto a Félix, Gotrek y Aethenir, evitando diestramente el contacto con las pegajosas cuerdas; alzaron las extrañas lámparas y comenzaron a remover una pasta negra dentro de un pequeño depósito metálico colocado sobre la llama.

—Hermanos —susurró Félix—, ayudadnos. Dejadnos en libertad y nosotros os pondremos en libertad a vosotros. Mataremos a estos esclavistas y os devolveremos al Viejo Mundo.

Los hombres ni siquiera volvieron la cabeza; continuaron con su tarea como si no hubiera hablado. Comenzó a alzarse humo de la pasta negra al calentarse el pequeño depósito que la contenía.

Félix volvió a intentarlo con las pocas palabras tileanas que conocía, y luego en vacilante bretoniano. Los hombres no reaccionaron.

—Malditos seáis, ¿estáis sordos? —les espetó Félix—. ¿No queréis ser libres?

—Dejadlos en paz, herr Jaeger —dijo Aethenir—. Hace tanto tiempo que están bajo el yugo druchii que han olvidado qué es la libertad.

El humo que se alzaba ahora de la pasta negra era denso, y Félix percibió un aroma dulce y sofocante. Le comenzaron a llorar los ojos. Los esclavos cubrieron rápidamente las lámparas con cuencos de cerámica que parecían pipas de doble caña. Félix no tenía ni idea de para qué servían aquellos extraños objetos, hasta que el esclavo que estaba arrodillado junto a él se llevó una de las cañas en los labios y apuntó la otra hacia su rostro.

Un chorro de humo dulce salió disparado por la caña, directamente hacia la nariz de Félix. Se echó hacia atrás e intentó volver la cabeza, pero las cuerdas lo retenían demasiado firmemente. No pudo apartarse.

—Es loto negro —dijo Aethenir, atragantado—. ¡Intentan drogamos!

Félix contuvo el aliento, pero un segundo esclavo, un niño de no más de nueve o diez años, le pinzó la nariz mientras el primero le daba un puñetazo en el estómago. Félix exhaló y, al inspirar, inhaló una bocanada de humo. Se atragan-

tó y tosió cuando el resinoso veneno le llenó los pulmones, pero luego tuvo que volver a inhalar sólo para respirar, y le entró más humo. Oía que Aethenir y Gotrek también tosían y maldecían.

La tercera bocanada fue más fácil, y la cuarta incluso le resultó agradable cuando el humo se deslizó sedosamente por su garganta y propagó una dulce languidez por sus venas. El frío y la incomodidad causada por las cuerdas se alejaron, amortiguados por una deliciosa calidez que sintió como un sol estival que le radiara de los pulmones. A la quinta bocanada ya se esforzaba por adelantar la cabeza con el fin de inspirar todo el humo posible.

También se acallaron las ahogadas protestas de Aethenir. Sólo Gotrek continuaba tosiendo y maldiciendo. Félix deseó que dejara de hacerlo. La lucha del Matador alteraba su adorable letargo.

Un momento más tarde, el esclavo que tenía la pipa de Félix se marchó a soplarle humo a la cara a Gotrek, igual que hizo el de Aethenir. A Félix lo entristeció que el humo se hubiera marchado, y se sintió enfadado con Gotrek por ser tan codicioso, pero se requería demasiada energía para mantener la tristeza y el enojo, así que los abandonó con rapidez, satisfecho de relajarse en la lenta corriente de contento que fluía por sus venas.

Pasado un rato, incluso la lucha de Gotrek cesó, y entonces acudieron más esclavos, éstos con cubos de una sustancia grasienta de olor repulsivo con la que impregnaron las cuerdas para que perdieran la capacidad de adherencia. Félix observó con ocioso interés cómo se llevaban su espada, seguida por el hacha de Gotrek. En este caso se produjo una sísmica convulsión detrás de él, y otra cuando otros esclavos se llevaron los brazaletes de oro del Matador, pero ambas erupciones disminuyeron hasta un suave tronar de maldiciones chapurreadas.

Entonces impregnaron con grasa el resto de las cuerdas, y Félix, Gotrek y Aethenir fueron sacados de la red. Otros esclavos ayudaron a Félix a ponerse de pie y le quitaron la armadura, el justillo y la camisa, y luego le pusieron en muñecas y tobillos unos grilletes unidos por una cadena tan corta que no le permitía erguirse. Pensó que los grilletes eran una necedad.

No quería ir a ninguna parte. Sólo quería volver a tumbarse. Por desgracia, no se lo permitieron. Sujetaron la cadena a una anilla que había en el palo mayor, y allí lo dejaron con Gotrek y Aethenir. No estaba cómodo, pero era demasiado feliz como para que le importara. Se limitó a mirar hacia proa mientras los altos peñascos de la isla negra se acercaban cada vez más. Al cabo de poco ocupó todo su campo visual. Debía tener el tamaño de Nuln, pensó, soñador. Se preguntó si también tendrían un colegio de ingeniería. Eso sería bonito.

Pasado un rato, pudo diferenciar entre los escabrosos acantilados de granito gris de la isla y las altísimas murallas de basalto negro que los remataban. En cada curva de la muralla se alzaban almenadas atalayas, cada una coronada por un halo de fuego batido por el viento. Por un momento, Félix pensó que iban a estrellarse de pleno contra los acantilados de granito, y soltó una risilla tonta ante la necedad de los druchii. Destrozarían su bonita embarcación. Pero luego vio que lo que había tomado por una sombra oscura cercana a un afloramiento rocoso era, de hecho, la boca de una caverna. Félix echó la cabeza más y más atrás a medida que el techo de la cueva se acercaba, para luego tragárselos completamente. Durante un rato estuvo todo a oscuras, y eso le resultó tranquilizador, pero luego apareció ante la nave un resplandor anaranjado, una luz oscilante que se reflejaba en las paredes de áspera piedra y en la barroca filigrana de estalactitas que colgaban del techo, muy en lo alto.

A continuación, el oscuro canal desembocó en una vasta bahía subterránea, al final de la cual ardían grandes fuegos en braseros gigantescos montados sobre torres que se alzaban por encima de una larga línea de muelles y amarraderos. A Félix le recordó Barak Varr, ni con mucho tan grande ni tan brillantemente iluminada, pero igualmente llena de barcos. Debía haber más de treinta galeras de borda baja atracadas en el puerto, así como muchos barcos más pequeños, botes, e incluso algunos que parecían buques mercantes del Viejo Mundo. Félix pensó que la luz de las llamas que danzaban sobre las negras aguas mientras los remos impulsaban al barco hacia los braseros era lo más fascinante que había visto jamás.

El skaven del clan Skryre que estaba ante el periscopio se volvió y le hizo una reverencia a Thanquol, que se encontraba de pie en el centro del puente del poderoso sumergible skaven, temblando de emoción.

—Han sido llevados al interior del arca, vidente gris —dijo el marinero.

Issfet alzó la cara para sonreírle aduladoramente a Thanquol.

—Ha sucedido exactamente como tú deseabas, oh, el más geriátrico de los amos —dijo con agudos chilliditos.

—Sí-sí —asintió Thanquol, frotándose las patas delanteras—. Ahora sólo tenemos que ser pacientes, porque, allá a donde van mis Némesis, la destrucción y la confusión los siguen.

Sería mejor que fuera así, pensó. Porque había pagado una enormidad por el sumergible, tanto en juramentos de alianza y en promesas de piedra de disformidad, como en juramentos de rendir futuros servicios, y no estaba en posición de cumplir ninguna de estas cosas. Si fracasaba en la recuperación del Arpa de Destrucción, él mismo el mismo sería destruido.

Cuando atracó el barco de los elfos oscuros y druchii armados con lanzas hicieron bajar a Félix, Gotrek y Aethenir por la pasarela hasta un muelle de piedra, la dulce euforia del loto negro se había agriado y desvanecido. La calidez que había inundado las venas de Félix se había transformado en entumecimiento, y su mirada fascinada se había convertido en inexpresiva. Le resultaba difícil pensar, le costaba recordar que debía moverse hasta que el asta de una lanza le golpeaba la espalda. Al arrastrar los pies por las concurridas calles del puerto le parecía caminar sobre barro, y a menudo tropezaba con la cadena demasiado corta que tintineaba entre ellos. Cuando sus captores se detuvieron para hablar con unos guardias que había a ambos lados de una gran arcada abierta en la pared de roca, él se detuvo y permaneció allí, con la vista fija ante sí, hasta que lo empujaron para que avanzara otra vez, demasiado aletargado para fijarse en el entorno.

Pasó sin ver nada por los amplios y concurridos corredores, sin mirar a derecha ni a izquierda. Sólo una vez alzó los ojos, al oír que Aethenir murmuraba un galimatías, y vio que el elfo tenía la vista fija ante sí. Giró torpemente la cabeza y vio que por el amplio pasadizo por el que ellos bajaban subía un alto druchii que lucía cicatrices, noble con su hermosa armadura negra y plateada, acompañado por una orgullosa mujer druchii de ojos fríos, vestida con holgados ropones negros y un elaborado peinado. Los escoltaba una doble fila de guerreros con máscara de plata que empujaban hacia los lados a cualquiera que no se apartara del camino.

Félix parpadeó al mirar a la mujer. La conocía. Su cerebro entorpecido por el loto daba vueltas mientras él se preguntaba cómo era posible. Entonces lo recordó. Era la hechicera que hacía girar la anilla de plata en torno a la varita de metal. La que había dejado que el océano se cerrara sobre ellos. El miedo intentó abrirse paso a través de la letargia, trató de decirle que mirara hacia otro lado para que ella no lo reconociera al verlo, pero la advertencia le llegó demasiado tarde y él no bajó la cabeza hasta que la hechicera y su noble acompañante ya habían pasado de largo. No importó. No les habían dedicado ni una sola mirada a los esclavos encadenados. Ni siquiera habían reparado en su existencia.

Los guardias los hicieron bajar por una larga escalera zigzagueante hacia las profundidades de la isla flotante, que a medida que descendían se hacía más fría y húmeda, hasta que atravesaron un portal y penetraron en una cámara iluminada por antorchas que desprendían espeso humo, luego pasaron por otro portal, y, finalmente, entraron en una cámara baja con puertas de hierro. Una serie de barandillas de madera dividían el suelo en senderos que conducían hacia las puertas. Félix no supo a qué le recordaban, hasta que se formó en su mente un recuerdo de cuando su padre lo había llevado al lugar donde se seleccionaba el ganado. Había visto cómo obligaban a las vacas a entrar en corredores iguales a aquéllos para separarlas en lotes.

De una habitación situada a un lado salieron unos guardias druchii con armadura de cuero, seguidos por otro con ropón; éste hacía avanzar ante sí a un esclavo encorvado que llevaba sujeto a la espalda lo que parecía un libro enorme. El druchii del ropón habló brevemente con sus captores, examinó a Félix, Gotrek y Aethenir desde todos los ángulos posi-

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