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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (39 page)

BOOK: Mataelfos
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pañías, y una docena de arqueros se paseaban por la plataforma de artillería de lo alto. Al aproximarse Aethenir y su fila de esclavos, el capitán alzó una mano y formuló una pregunta en idioma druchii.

Aethenir respondió, manteniendo una voz seca y dura y, por suerte, notablemente firme. Félix no entendió ni una palabra de las frases intercambiadas, pero oyó que el alto elfo mencionaba los nombres que le había proporcionado el viejo enano —suma hechicera Heshor, e Istultair, capitán de los Infinitos—, y parecía plantear exigencias en nombre de ellos. Félix había esperado que la magia de sus exaltados nombres los hiciera pasar por la puerta sin problemas, pero no fue así. El capitán de la guardia no parecía impresionado, y recorrió la fila con las manos cogidas a la espalda, para examinarlos de uno en uno. Le prestó particular atención a Gotrek, y volvió a detenerse ante él cuando desanduvo sus pasos a lo largo de la fila. Gotrek apretó los puños ante aquella atención, y Félix contuvo el aliento.

El capitán de la guardia le volvió la espalda y le dijo algo a Aethenir con tono socarrón. Aethenir respondió con altanería, pero Félix percibió un ligero temblor en la voz. «Todo está saliendo mal», pensó, y comenzó a correrle el sudor por los costados. El capitán le dio una réplica jovial, aunque amenazadora. Aethenir repitió la negativa y el guardia se limitó a encogerse de hombros y despedirlo con un gesto.

Aethenir se detuvo con lo que pareció furiosa indecisión, y finalmente fue hasta Gotrek.

—No me matéis, enano —murmuró—. Exige un soborno.

Extendió las manos y comenzó a tirar de dos de los brazaletes de oro más finos de Gotrek, pero el Matador gruñó y se apartó con brusquedad. Aethenir maldijo en idioma druchii y le dio una fuerte bofetada en un oído a Gotrek.

—Perro insolente —gritó en reikspiel—. ¿Te atreves a resistirte? ¡No tienes posesión ninguna! ¡Todo lo que eres y posees pertenece ahora a la suma hechicera Heshor!

Félix estuvo a punto de desmayarse. El Matador iba a asesinar al alto elfo, y luego serían hechos pedazos por los guardias. Pero, asombrosamente, Gotrek controló su genio y sólo apretó los dientes y los puños mientras el alto elfo le quitaba los brazaletes de las muñecas. Félix se daba cuenta de que el autocontrol necesario para mantenerse quieto casi estaba matando a Gotrek. Una vena le latía peligrosamente en la frente y tenía la cara rojo sangre.

Aethenir le arrojó los brazaletes al capitán de la guardia como si no valieran nada para él, y el druchii les hizo una reverencia para indicarles que podían pasar.

—Me cobraré el precio de ese oro con tu pellejo, elfo —gruñó Gotrek, cuando estuvieron fuera del alcance auditivo.

—No tenía elección —gimoteó el alto elfo—. Estoy seguro de que os dais cuenta.

—Podrías haber negociado mejor —dijo Gotrek.

Ya al otro lado de la puerta, llegaron a una amplia plaza de desfiles, con alto techo e hileras de puertas y ventanas abiertas en las paredes de piedra de ambos lados, así como pasillos que partían en todas direcciones. El lugar era un torbellino de actividad, con compañías que formaban en la plaza bajo las órdenes vociferadas por capitanes que blandían bastones, y otras compañías que llegaban y tendían a los heridos en ordenadas hileras a lo largo de un lado, mientras cirujanos, sanadores y esclavos se movían entre ellos. A Félix le recordó lo que se veía cuando uno removía la tierra de un hormiguero, aunque más ordenado.

Birgi les había dicho que los barracones que él y su cuadrilla habían acondicionado para uso de los Infinitos se encontraban en un pasillo de la izquierda que partía del otro lado del terreno de desfiles. Félix tragó nerviosamente ante la idea de pasar engrilletado y desarmado entre tantos enemigos, pero, afortunadamente, los druchii no les prestaron ni la más mínima atención, como no fuera para empujarlos a un lado si se interponían en su camino. Félix volvió a contener el aliento, temeroso de que Gotrek pudiera estallar violentamente ante tal tratamiento, pero el enano mantuvo la cabeza baja y murmuró maldiciones en khazalid durante todo el tiempo.

Al final de la plaza, Aethenir encontró el pasadizo de la izquierda, y entraron. Estaba desierto, y los sonidos del terreno de desfiles quedaron atrás al girar en el segundo recodo, hacia otra hilera de barracones. Aethenir los hizo detener en la sombra del pasadizo, y se asomaron para examinar el largo corredor. La mayoría de los barracones parecían estar de-

socupadas, con las ventanas tapiadas con tablones, y los escalones que subían hasta las puertas cubiertos de polvo. Sin embargo, las primeras dos de la derecha estaban acabadas de limpiar, tenían puertas nuevas y ventanas abiertas, pero, cosa inquietante, no se veía en ellas ninguna señal de actividad.

—Extraño —dijo Aethenir—. Esperaba ver guardias, o al menos esclavos.

—Tal vez estén todos dentro —sugirió Jochen.

—Echemos un vistazo —propuso Félix.

Aethenir se puso a trabajar con la llave y todos se libraron de los grilletes. Gotrek abrió el saco lleno de armas que llevaban, y sacó su hacha de dentro mientras Félix se ponía la cota de malla y se sujetaba a Karaghul en torno a la cintura. Los piratas siguieron su ejemplo, y luego todos avanzaron con cautela, aunque esta vez Aethenir ocupó la retaguardia.

Félix y Jochen alzaron la cabeza y miraron por la primera ventana a la que llegaron. En el interior había una habitación de barracón típico, salvo por el hecho de que las paredes estaban formadas por roca sólida en la que se había excavado. Contra cada pared se alineaban camastros, todos con un pequeño arcón con herrajes a los pies. Había una puerta al fondo de la habitación, y otra en una pared lateral. Unos cuantos esclavos limpiaban el suelo, y algunos druchii jóvenes se encontraban sentados en los camastros y lustraban armaduras, botas y cinturones. Los Infinitos no se encontraban allí.

—Los hechiceros podrían estar detrás de una de esas puertas —dijo Jochen, cuando volvieron a agacharse.

—Primero echemos un vistazo al otro barracón —dijo Félix.

Fueron hasta el otro barracón y miraron por las ventanas. Eran, claramente, las dependencias de oficiales. Había un vestíbulo de entrada bien amueblado, con las paredes de piedra recubiertas de madera de ébano y con apliques de luz bruja, y un corredor central que se adentraba en la oscuridad. No había nadie a la vista.

—Primero ésta —dijo Félix.

Gotrek avanzó hasta la puerta. No estaba cerrada con llave. La abrió y entró. Félix, Aethenir, Farnir y los piratas de Jochen lo siguieron. Avanzaron en silencio por el corredor. Tenía dos puertas profusamente talladas a cada lado, y una lisa al fondo. Félix y Aethenir escucharon ante cada una de las puertas talladas, pero no oyeron nada, así que continuaron.

Gotrek escuchó ante la puerta del fondo del corredor, y luego intentó abrirla. Tampoco le habían echado llave. Una sensación de inquietud se apoderó de Félix. A esas alturas, ya deberían haber encontrado oposición, alguna resistencia.

Al otro lado de la puerta había una estrecha escalera que descendía hacia la oscuridad. Aethenir creó una pequeña bola de luz con un chasquido de los dedos, y Gotrek comenzó a bajar. Félix y los otros lo siguieron.

Llegaron a una habitación de suministros a lo largo de cuyas paredes se apilaban ropa de cama, velas y géneros diversos dentro de cajones. Al otro lado de la habitación había una pesada puerta, ante la que se veían una silla y una mesa, y los restos de una comida que atraían moscas.

—Es ahí —dijo Gotrek, y echó a andar.

Félix y los demás lo siguieron cautelosamente, con las armas preparadas. Félix contuvo la respiración, esperando a cada paso que saltaran de las sombras druchii ocultos. No se produjo ataque ninguno.

Gotrek apoyó una mano sobre el picaporte y lo hizo girar. La puerta se abrió fácilmente. Abrió de par en par y dejó a la vista la negrura del otro lado.

Aethenir envió la luz por delante. La habitación era pequeña, desnuda salvo por dos camastros de paja mugrienta. Gotrek y Félix entraron con cautela. Olía a orines, sudor y comida podrida. En el suelo había harapos mugrientos y manchados de sangre. Puede que algunos hubiesen sido azul oscuro en otros tiempos, otros dorados y blancos, pero de Max y Claudia no había ni rastro.

Capítulo 17

Una voz druchii formuló una pregunta detrás de ellos, y se volvieron. Un joven elfo oscuro se encontraba en la escalera, con una antorcha de luz bruja en una mano.

Aethenir le respondió y lo llamó con un gesto para que se acercara, pero el joven, al verlos a todos con sus armas, percibió algo raro y corrió escaleras arriba, dando la alarma.

Félix maldijo y salió a la carrera tras él, escaleras arriba y hasta el corredor. Se abrió una puerta a medio camino, y el joven, que miraba hacia atrás, se estrelló contra ella y cayó al suelo, tambaleándose. Un esclavo se asomó por la puerta abierta, y entonces chilló, retrocedió a toda prisa y cerró de golpe.

Félix saltó sobre el joven druchii antes de que pudiera recuperarse, lo inmovilizó contra el suelo y le apoyó la espada en la garganta.

—¡Los magos! —siseó—. ¿Dónde están? ¿Adonde los habéis llevado?

El joven balbuceó en idioma druchii. Félix lo zarandeó.

—¡En reikspiel, maldito!

Se oyeron pasos a sus espaldas; Gotrek y Aethenir se reunieron con él, seguidos de cerca por los piratas.

Aethenir preguntó algo en idioma élfico, y el joven lo miró fijamente y luego le escupió a las botas. Aethenir le dio una patada en las costillas. Félix presionó más con la espada contra el cuello del druchii. Gotrek avanzó y alzó el hacha por encima de él, con una mirada fría e inexpresiva en su único ojo.

El joven se puso blanco al ver a Gotrek y barbotó algo. Aethenir formuló unas cuantas preguntas más y obtuvo respuestas breves.

Suspiró y miró a Gotrek y Félix.

—La hechicera vino a buscarlos hace varias horas. Los Infinitos se marcharon con ellos.

—¿Adonde? —preguntó Félix—. ¿Adonde han ido?

—Lo ignora —respondió el alto elfo—. Sólo sabe que entraron en la escalera del final de esta avenida, que solamente desciende.

—¿Más abajo? —preguntó Jochen, inquieto—. Renunciemos a esos hechiceros.

—¿Qué hay por debajo de nosotros? —quiso saber Gotrek, sin hacerle caso.

—La casa de los señores de las bestias —dijo Farnir—, y las casas de placer reservadas para los oficiales y la nobleza.

Félix parpadeó.

—¿Van a echárselos como comida a las bestias salvajes? ¿Van a…? —No pudo completar la frase.

El esclavo enano palideció y sus ojos se abrieron más.

—Entre los esclavos corre el rumor de que en las profundidades del arca hay un templo secreto, cuya entrada se encuentra dentro de una de las casas de placer. Dicen que a muchos los llevan allí, y que no regresan nunca.

—¿Qué clase de templo? —gruñó Gotrek.

—Nadie se atreve a decirlo —contestó el enano.

—Un templo que tiene la entrada en semejante establecimiento sólo puede servir a un dios —susurró Aethenir, que parecía enfermo de miedo.

—¿En qué casa de placer está la entrada? —preguntó Félix a Farnir.

El joven enano negó con la cabeza.

—No lo sé.

—En ese caso, tendremos que registrarlas todas —decidió Gotrek.

—Hay más guardias ante la escalera —informó Farnir—. Vais a necesitar los disfraces otra vez.

—Necesitaremos un disfraz nuevo —dijo Gotrek, pensa-

tivo. Se volvió a mirar a Aethenir—. Cámbiate esa armadura por los pertrechos de un Infinito, elfo. Y date prisa.

—¿Qué hacemos con este estúpido? —preguntó Jochen, señalando al joven druchii que aún temblaba bajo la espada de Félix.

Gotrek dejó caer el hacha, que se clavó en la cara del joven elfo oscuro, le partió la cabeza y lo salpicó todo de sangre.

—Esto —dijo, y dio media vuelta.

Pocos minutos más tarde, una vez más engrilletados a la cadena y con las armas nuevamente dentro del saco, arrastraron los pies por el largo pasillo que corría entre los barracones hacia la escalera de la casa de fieras, tras la temblorosa figura de Aethenir, que ahora iba vestido como oficial de los Infinitos y llevaba puesta una máscara de plata en forma de cráneo.

Esta vez no hicieron falta sobornos. Los guardias de la entrada parecieron sentir pasmo ante el uniforme del Infinito, e hicieron entrar a Aethenir con una reverencia, sin formular preguntas. El alto elfo los llevó hasta una estrecha escalera que bajaba zigzagueando por la roca y, tras doce tramos, acababa en un ancho corredor de techo bajo que olía a excremento de animales y carne podrida.

Los rugidos de bestias feroces y el restallar de látigos resonaban por todas partes cuando echaron a andar por él. Los sonidos y el hedor salían por una amplia arcada que había en la pared de la izquierda, cerrada por rejas de hierro de elaborada forja, y vigilada por druchii uniformados, tocados con gorras de piel de leopardo y armados con largas lanzas rematadas por malignas puntas de flecha.

Aethenir hizo caso omiso de ellos y continuó adelante, como le había dicho Farnir que hiciera, y al cabo de poco llegaron a una arcada mucho más pequeña que no tenía rejas ni guardias. Los sonidos y olores que salían por ella eran de un tipo de vida salvaje completamente distinto. Félix olió vino y perfume, incienso y humo de loto negro, así como sudor, sexo y muerte. Hasta sus oídos llegaron risas escandalosas y extraños cantos discordantes, mezclados con lejanos alaridos de dolor.

Atravesaron la arcada y se detuvieron en seco al ver la esce-

na que se desplegaba ante ellos. La calle, o túnel —resultaba difícil establecer la diferencia—, era estrecha y alta, con las casas talladas en la roca viva y de tres plantas de altura a ambos lados. El alto techo abovedado del túnel había sido excavado hasta tal punto que las casas tenían jardines en terrazas con verandas. Las luces brujas proyectaban luz púrpura y roja dentro de linternas de hierro que colgaban de las barrocas fachadas, y las vistas iluminadas por estas luces de color sangre bastaban para revolver el estómago de Félix. Había estado en los distritos de farolillos rojos de ciudades de Kislev o Arabia, pero nunca había visto un lugar tan dedicado al placer, el dolor y la perversión. Por lo general, incluso en las ciudades de moral más relajada, las casas de la vida alegre mantenían una fachada más o menos respetable. Al parecer, esta apariencia era innecesaria allí.

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