—¿Le importa que me quite la chaqueta? —pregunta Julian.
—Claro que no, hijo.
El hombre se pone a preparar una copa.
—¿Va a quedarse mucho tiempo en Los Angeles? —pregunta Julian.
—No, no, sólo unas semanas, hasta que liquide unos negocios. —El tipo toma un trago.
—¿A qué se dedica usted?
—A negocios inmobiliarios, hijo.
Miro a Julian y me pregunto si este hombre conocerá a mi padre. Bajo la vista y me doy cuenta de que no tengo nada que decir, pero trato de pensar en algo; la necesidad de oírme la voz se hace más intensa y sigo preguntándome si mi padre conocerá a este tipo. Trato de quitarme la idea de la cabeza; la idea de que este tipo se acerque a mi padre en Ma Maison o Trumps, pero allí sigue.
Julian habla.
—¿De dónde es usted?
—De Indiana.
—¿De verdad? ¿De qué sitio de Indiana?
—De Muncie.
—Oh, Muncie, Indiana.
—Eso es.
Hay una pausa y el hombre deja de mirar a Julian para clavar sus ojos en mí y luego de nuevo en Julian. Toma otro trago.
—Bien, ¿a cuál de los dos le apetece ponerse de pie?
El tipo de Indiana aprieta su vaso con fuerza y luego lo deja en la barra. Julian se levanta.
El hombre asiente y pregunta:
—¿Por qué no te quitas la corbata?
Julian se la quita.
—¿Y los zapatos y los calcetines?
Julian se los quita también y luego baja la vista.
—Y… bueno, lo demás.
Julian se quita la camisa y los pantalones y el hombre se desnuda y mira por la ventana que da a Sunset Boulevard y luego vuelve a mirar a Julian.
—¿Te gusta vivir en Los Angeles?
—Sí, me gusta Los Angeles —dice Julian, doblando sus pantalones.
El hombre me mira y luego dice:
—Oh, no, ahí no. ¿Por qué no te sientas ahí, junto a la ventana? Es mejor.
El tipo me sienta en una butaca y me coloca cerca de la cama y luego, satisfecho, se dirige hacia Julian y pone su mano en el hombro de Julian. Su mano se desliza hacia el slip de Julian y Julian cierra los ojos.
—Eres un chico muy guapo.
Una imagen de Julian en el colegio jugando al fútbol en un prado muy verde.
—Sí, eres un chico muy guapo —dice el hombre de Indiana—, y aquí eso es lo único que importa.
Julian abre los ojos y los clava en los míos y yo aparto la vista y miro una mosca que zumba perezosamente en la pared de al lado de la cama. Me pregunto qué van a hacer el tipo y Julian. Me digo que podría irme. Podría decirles al tipo de Muncie y a Julian que me quiero ir. Pero, otra vez, las palabras no me salen y me quedo allí sentado, y la necesidad de ver lo peor me invade, imperiosa, intensa.
El hombre se dirige al cuarto de baño y nos dice que volverá en un momento. Cierra la puerta del cuarto de baño. Me levanto de la silla y me dirijo a la barra por algo de beber. Me fijo en la maleta del hombre, que éste ha dejado encima de la barra, y la registro. Estoy tan nervioso que ni siquiera sé por qué lo hago. Hay un montón de tarjetas de visita pero no las quiero mirar por miedo a ver la de mi padre. También hay tarjetas de crédito y la cantidad habitual de dinero en efectivo que alguien de fuera de la ciudad suele traer cuando viene a la ciudad. También hay fotos de una mujer bastante guapa y muy cansada, probablemente la esposa del tipo, y dos fotos de sus hijos, dos niños, bien formados, y con el pelo rubio y corto y camisa de rayas, con aspecto de satisfacción. Las fotos me deprimen y vuelvo a dejar la maleta en la barra y me pregunto si las habrá sacado el hombre. Miro a Julian, que está sentado en el borde da la cama, la cabeza caída. Me siento y luego me inclino y pongo el estéreo.
El hombre sale del cuarto de baño y me dice:
—No. Nada de música. Quiero oírlo todo. Todo.
Apaga el estéreo. Le pregunto si puedo utilizar el cuarto de baño. Julian se quita el slip. El hombre sonríe por algún motivo y dice que sí y entro en el cuarto de baño y cierro la puerta y abro los dos grifos del lavabo y tiro varias veces de la cisterna mientras trato de vomitar, pero no puedo. Me enjuago la boca y vuelvo a la habitación. El sol está cayendo, las sombras se alargan en las paredes, y Julian trata de sonreír. El hombre sonríe otra vez, las sombras se alargan en su cara.
Enciendo un pitillo.
El hombre hace que Julian se dé la vuelta.
Me pregunto si está en venta.
No cierro los ojos.
Uno puede desaparecer aquí sin saberlo.
Julian y yo salimos al aparcamiento. Llevamos en el hotel desde las cuatro en punto y ahora son las nueve. Me he pasado cinco horas sentado en la butaca. Cuando entramos en el coche de Julian le pregunto a donde vamos.
—A The Land’s End, por el dinero. ¿O es que no quieres tu dinero? —pregunta—. ¿No lo quieres, Clay?
Miro la cara de Julian y recuerdo muchas mañanas sentados en su Porsche, aparcado en doble fila, fumando porros muy delgados y escuchando el nuevo álbum de Squeeze antes de que las clases empezaran a las nueve, y aunque la imagen me resulta recurrente, ya no me inquieta. La cara de Julian me parece más vieja.
Son más o menos las diez y The Land’s End está hasta los topes. El club se encuentra en Hollywood Boulevard y Julian aparca en una calleja de la parte de atrás y camino a su lado hasta la entrada y Julian se abre paso entre la cola y los chicos se burlan pero Julian los ignora. Por la puerta de atrás se entra al club como si se entrara en una bodega y está oscuro y parece una cueva con todos esos tabiques que dividen el club en zonas pequeñas donde grupos de gente hacen trapícheos en la oscuridad. Cuando entramos, el encargado, que parece un surfista de cincuenta años, está discutiendo con un grupo de chavales que tratan de entrar y que evidentemente no tienen la edad. Cuando el encargado le guiña el ojo a Julian y nos deja entrar, una de las chicas que hacen cola me mira y sonríe. Sus labios húmedos, cubiertos con pintura de labios de un rosa chillón, se abren y enseña los dientes de arriba como si fuera una especie de perro o de lobo que gruñe a punto de atacar. Conoce a Julian y dice algo desagradable y Julian le hace un corte de mangas.
Antes de que pueda distinguir las caras de la gente, tengo que esperar a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Esta noche el club está de bote en bote y algunos de los chicos que esperan en la parte de atrás no consiguen entrar. Suena «Tainted Love», muy fuerte, en el sistema estéreo y la pista de baile está llena de gente, en su mayor parte jóvenes, en su mayor parte aburridos, intentando parecer pasados. Hay unos cuantos chicos sentados en mesas y todos miran a una chica, que está muy buena, con ganas de bailar con ella o darse el lote en el coche de Papá, y también hay muchas chicas con aire de indiferencia y aburrimiento que fuman, y todas ellas, o al menos la mayoría, miran a un chico de pelo rubio que está al fondo con las gafas de sol puestas. Julian conoce al tipo y me cuenta que también trabaja para Finn.
Pasamos entre la multitud y entramos en la parte de atrás dejando el estruendo de la música y la sala llena de humo a nuestras espaldas. En la parte de atrás y subiendo la escalera es donde se encuentra Lee, el nuevo pinchadiscos. Finn está sentado en un sofá hablando con él y parece que es la primera noche de Lee y Lee, rubio y muy moreno, parece nervioso. Finn nos presenta a Julian y a mí a Lee y luego le pregunta a Julian que cómo ha ido todo y Julian murmura que bien y le dice a Finn que quiere el dinero. Finn le dice que se lo dará, que nos lo dará, en la fiesta de Eddie; que quiere que Julian le haga un pequeño favor; después de que le haga ese pequeño favor, Finn dice que nos dará el dinero encantado.
Aunque Lee tiene dieciocho años parece mucho más joven que Julian o yo y eso me asusta. La cabina de Lee da a Hollywood Boulevard y, cuando Julian suspira y se aparta de Finn, que se pone a hablar con Lee, yo me acerco a la ventana y miro los coches. Pasa una ambulancia. Luego se oye la sirena de un coche de policía. Lee parece un colegial, dice Finn, y luego algo como:
—Les gusta eso. La pinta de colegial.
Parece que Lee está preparado y también Finn, y Lee dice que está un poco nervioso y Finn ríe y dice:
—No hay de qué preocuparse. No tendrás que hacer casi nada. Al menos con estos tipos. Sólo unos ejercicios gimnásticos de lo más típico. Sólo eso. —Finn sonríe y ajusta la corbata de Lee—. Y si tienes que hacer algo… bueno, ganaréis dinero, queridos.
Y Julian dice:
—Mierda —demasiado alto.
Y Finn dice:
—Ten cuidado.
Y yo no sé qué estoy haciendo aquí y miro a Lee, que sonríe en silencio, y no ve que Julian sonríe con la misma sonrisa inocente.
Julian sigue a Finn y Lee en el Rolls-Royce de Finn y Julian les dice en un semáforo en rojo que tiene que dejarme en mi coche para que pueda seguirles hasta casa de Eddie. Julian me deja en mi coche, aparcado junto al salón de juegos de Westwood, y luego sigo a los dos coches colina arriba.
La casa a la que sigo a Finn y a Lee y a Julian está en Beal Air y es una enorme casa de piedra con césped delante en pendiente y surtidores y gárgolas saliendo del techo. La casa está en Bellagio y me pregunto qué significa Bellagio cuando enfilo el ancho camino circular y un criado me abre la puerta y cuando me bajo del coche veo que Finn ha echado los brazos sobre Julian y Lee y cruzan la puerta principal delante de mí. Les sigo al interior de la casa y dentro no hay casi más que hombres, aunque también hay algunas mujeres, y todos parecen conocer a Finn. Algunas personas incluso conocen a Julian. Hay una luz estroboscópica en el cuarto de estar y durante un momento siento un ligero descoloque que casi se convierte en una especie de vértigo y casi se me doblan las rodillas y parece que todos hablan a la vez mirándose sin parar unos a otros; el ritmo de la música va de acuerdo con los movimientos y las miradas.
—Hola, Finn, ¿qué tal te va?
—Hola, Bobby. Estupendamente. ¿Cómo te van las cosas?
—Fabulosamente. ¿Y éste quién es?
—Es mi ayudante, Julian. Y éste es Lee.
—Hola —dice Bobby.
—Hola —dice Lee, y sonríe y baja la vista.
—Di hola —dice Finn a Julian dándole un codazo.
—Hola.
—¿Quieres bailar?
Finn le vuelve a dar un codazo.
—No, ahora no. ¿Me perdonáis un momento? —Y Julian se aparta de Finn y Lee y Finn le llama y yo sigo a
Julian entre la gente, pero le pierdo y enciendo un pitillo y me dirijo al cuarto de baño, pero me encuentro con que está cerrado.
The Clash cantan «Alguien va a ser asesinado» y me apoyo en la pared y me entra un sudor frío y hay un chico al que me parece conocer, sentado en una butaca y que me mira desde el otro lado del cuarto y yo le miro a él, confuso, preguntando si me conoce, pero comprendo que da lo mismo. El chico está muy pirado y ni siquiera me ve, de hecho no ve nada.
Se abre la puerta del cuarto de baño y un hombre y una mujer salen juntos, riendo, y pasan junto a mí y yo entro y cierro la puerta y destapo el frasquito y advierto que me queda muy poca coca, pero esnifo la que me queda y bebo agua del grifo y me miro en el espejo, me paso la mano por el pelo, y luego por las mejillas, y decido que necesito un afeitado. De repente Julian entra violentamente junto a Finn. Finn le empuja contra la pared y echa el pestillo.
—¿Qué demonios estáis haciendo?
—Nada —grita Julian—. Nada. Déjame en paz. Me voy a casa. Dale el dinero a Clay.
—Estás comportándote como un tonto del culo y quiero que dejes de hacerlo. Tengo clientes muy importantes aquí, esta noche, y no me vas a joder el negocio.
—Digo que me dejes en paz —dice Julian—. Y no me toques.
Me apoyo en la pared y miro al suelo.
Finn me mira y luego mira a Julian y suelta:
—Jesús, Julian, eres realmente patético, tío. ¿Qué piensas hacer? No tienes elección. ¿Lo entiendes? No lo puedes dejar. Ahora no te puedes marchar. ¿Vas a recurrir a Papá y a Mamá?
—¡Cállate!
—¿Y tu cuelgue tan caro?
—¡Cállate, Finn!
—¿Y a quién vas a recurrir? ¿Crees que te quedan amigos? ¿Qué hostias vas a hacer?
—¡Cállate!
—Hace un año acudiste a mí porque les debías muchísima pasta a unos dílers y te di trabajo y te presenté a gente y te regalé toda esa ropa y toda la jodida coca que podías esnifar, ¿y qué hiciste tú para agradecérmelo?
—Ya lo sé. Cierra el pico —grita Julian con voz ahogada y tapándose la cara con las manos.
—Te comportas como un soberbio, un egoísta, un desagradecido…
—Vete a tomar por el culo…
—…carapijo…
—…maricón de mierda.
—¿Es que no aprecias lo que he hecho por ti? —Finn aprieta a Julian con más fuerza contra la pared—. ¿Eh? ¿No lo aprecias?
—Déjame en paz, maricón de mierda.
—¿No lo aprecias, eh? ¡Contéstame!
—¿Y qué has hecho tú por mí? Me has convertido en un puto. —La cara de Julian está toda ella roja y tiene los ojos húmedos y yo estoy fuera de mis casillas, tratando de mirar al suelo siempre que Julian o Finn me miran.
—No, tío, yo no te convertí en eso —dice Finn con tranquilidad.
—¿Cómo que no?
—Yo no te convertí en un puto. ¡Te convertiste tú mismo!
La música se filtra a través de las paredes y de hecho puedo sentir cómo vibra contra mi espalda, casi atravesándome, y Julian sigue con la vista baja y trata de apartarse de Finn, pero Finn le agarra por los hombros y Julian se echa a llorar y le dice a Finn que lo siente mucho.
—No lo puedo volver a hacer… ¡Por favor, Finn!
—Lo siento, querido, pero no puedo dejar que te marches tan fácilmente.
Julian cae poco a poco al suelo y se queda sentado.
Finn saca una jeringuilla y una cuchara y una caja de cerillas de Le Dome.
—¿Qué vas a hacer? —solloza Julian.
—Esta noche mi ayudante se tiene que tranquilizar.
—Finn… Lo estoy dejando. —Julian se echa a reír—. Lo estoy dejando. Ya he pagado mi jodida deuda. No quiero más.
Pero Finn no le escucha. Se pone en cuclillas y agarra el brazo de Julian y le sube la manga de la chaqueta y la camisa y se quita su propio cinturón y se lo ata alrededor del brazo y le da unos golpecitos en el brazo para encontrar una vena y al cabo de un rato encuentra una y mientras calienta algo en la cuchara de plata lo único que dice Julian es: