Menos que cero (6 page)

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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

BOOK: Menos que cero
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Blair asiente con la cabeza y tose.

—A lo mejor vuelvo después —le digo, sintiéndome culpable por irme tan pronto; sintiéndome culpable por ir a casa de Blair.

—No lo harás —dice Daniel, y vuelve a suspirar.

Blair se está poniendo nerviosa de verdad y me dice:

—Oye, no me seduce la idea de pasar toda la jodida noche discutiendo. Vámonos, Clay. —Termina lo que le queda del gin tonic.

—Bueno, Daniel, nos vamos —digo—. Adiós.

Daniel dice que me llamará mañana.

—Podemos comer o algo así.

—Estupendo —digo, sin ningún entusiasmo—. Comeremos juntos.

Una vez en el coche Blair dice:

—Vámonos de aquí. Rápido.

Pienso para mí mismo: «¿Por qué no lo dices?».

—¿A dónde vamos?

Duda y dice el nombre de un club.

—Olvidé la cartera en casa —miento.

—Siempre me dejan entrar —dice, sabiendo que mentía.

—La verdad es que no quiero ir.

Sube el volumen de la radio y tararea la canción durante unos instantes y yo pienso que debería ir a su casa. Sigo conduciendo, sin saber a donde ir. Nos paramos en un café de Beverly Hills y después, cuando volvemos al coche, pregunto:

—¿Dónde quieres que vayamos, Blair?

—Quiero ir a… —Hace una pausa—. A mi casa.

Estoy tumbado en la cama de Blair. En el suelo y a los pies de la cama están todos esos animales de peluche y cuando me doy vuelta noto algo duro y cubierto de pelo, y de debajo de mí saco un gato negro de peluche. Lo dejo en el suelo y luego me levanto y me ducho. Después de secarme el pelo con una toalla, me sujeto la toalla alrededor de la cintura y vuelvo a la habitación, empezando a vestirme. Blair está fumando un pitillo y viendo vídeos musicales con el sonido muy bajo.

—¿Me llamarás antes de Navidad? —pregunta.

—Es posible. —Me pongo la chaqueta, preguntándome por qué vine aquí en primer lugar.

—Todavía tienes mi número, ¿verdad? —Coge un bloc y se pone a escribir en él.

—Sí, Blair, tengo tu número. Estaremos en contacto.

Me abrocho los vaqueros y me vuelvo para irme.

—¿Clay?

—Sí, Blair.

—Si no nos vemos antes de Navidad… —Se calla—. Bueno, que tengas una Navidad muy feliz.

La miro un momento.

—Y tú también.

Coge el gato de peluche y le acaricia la cabeza.

Abro la puerta y me dispongo a cerrarla.

—¿Clay? —susurra Blair.

Me vuelvo y digo:

—Qué.

—Nada.

Hace mucho que no ha llovido en la ciudad y Blair me llama y dice que podríamos ir juntos al club de la playa. Estoy demasiado cansado o pasado para levantarme y salir y sentarme al sol bajo las sombrillas del club de la playa con Blair. Así que decidimos ir a Pájaro Dunes, en Monterrey, donde hacía más fresco y el mar resplandecía y estaba verde y mis padres tenían una casa en la playa. Fuimos en mi coche y nos instalamos en el dormitorio principal, y luego fuimos al pueblo y compramos comida y pitillos y velas. En el pueblo no había demasiado que hacer; había una vieja sala de cine que necesitaba una mano de pintura y gaviotas y muelles en ruinas y pescadores mejicanos que le silbaron a Blair y una vieja iglesia de la que Blair sacó fotos pero en la que no entró. Encontramos una caja de botellas de champán en el garaje y nos las bebimos todas antes de que terminara la semana. Solíamos abrir una botella a última hora de la mañana después de dar un paseo por la playa. A primera hora de la tarde hacíamos el amor, por lo general en el cuarto de estar, y si no lo hacíamos en el suelo del dormitorio principal, y luego bajábamos las persianas y encendíamos las velas que habíamos comprado en el pueblo y observábamos cómo se movían nuestras sombras en las blancas paredes.

La casa era vieja y estaba estropeada y tenía un patio y una pista de tenis, pero no jugábamos al tenis. En lugar de eso, andábamos por la casa de noche y oíamos discos antiguos que entonces me solían gustar y nos sentábamos en el patio y bebíamos lo que quedaba de champán. No me gustaba demasiado la casa y a veces de noche tenía que salir afuera porque no podía soportar el blanco de las paredes y el negro de los azulejos de la cocina. Paseaba por la playa de noche y a veces me sentaba en la arena húmeda y fumaba un pitillo y miraba la casa con las luces encendidas y veía que en el cuarto de estar Blair hablaba por teléfono con alguien que estaba en Palm Springs. Cuando entraba los dos estábamos borrachos y Blair en ocasiones sugería que fuéramos a bañarnos, pero hacía frío y estaba oscuro, así que nos sentábamos en el pequeño jacuzzi que había en medio del patio y hacíamos el amor.

Durante el día me siento en el cuarto de estar y trato de Leer el
San Francisco Chronicle
y ella pasea por la playa y coge conchas. Nos acostamos poco antes de amanecer y despertamos a media tarde y entonces abrimos otra botella. Un día cogimos el descapotable y fuimos a una zona apartada de la playa. Tomamos caviar y una mezcla que había preparado Blair con cebolla y huevo y queso, y compramos aquellas galletas de canela que tanto le gustaban a Blair, y seis latas de Tab, pues eso y champán era lo único que podía beber Blair, y corrimos por la orilla desierta o tratamos de nadar entre las fuertes olas.

Pero en seguida me sentí desorientado y comprendí que había bebido demasiado, y cada vez que Blair decía algo, me sorprendía cerrando los ojos y suspirando. El agua se enfrió y la arena se puso húmeda, y Blair se sentó en el porche que daba al mar y trataba de distinguir los barcos entre la niebla de la tarde. Luego, a través del cristal de la ventana del cuarto de estar, vi que estaba haciendo solitarios, y seguí oyendo los barcos, y Blair se sirvió otra copa de champán y todo aquello me inquietaba.

Pronto se nos terminó el champán y abrí el armarito de las bebidas. Blair se puso muy morena y yo también, y hacia el final de la semana lo único que hacíamos era ver la televisión, aunque la recepción no era demasiado buena, y beber bourbon, y Blair hacía dibujos circulares con las conchas en el suelo del cuarto de estar. Cuando Blair, una noche en que estábamos en los extremos opuestos del cuarto de estar, murmuró: «Deberíamos de haber ido a Palm Springs» comprendí que era hora de irnos.

Después de dejar a Blair conduzco Wilshire abajo y luego sigo por Santa Monica y luego por Sunset y cojo Beverly Glen hasta Mulholland, y luego de Mulholland a Sepulveda y luego de Sepulveda a Ventura y luego atravieso Sherman Oaks hasta Encino y luego llego a Tarzana y luego a Woodland Hills. Me paro en un Sambo’s que está abierto toda la noche y me siento ante una mesa muy grande y el viento ha empezado a soplar con tanta fuerza que las ventanas vibran y el ruido que hacen a punto de romperse llena el café. Hay dos chicos en una mesa cercana a la mía, los dos vestidos de negro y el de la chapa de Billy Idol en la solapa da golpecitos con la mano en la mesa como si tratara de llevar el ritmo. Pero le tiembla la mano y pierde el compás y muchas veces la mano no pega en la mesa. La camarera se acerca y les da la cuenta y dice gracias y el de la chapa de Billy Idol coge la cuenta y la mira.

—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no sabes sumar?

—Creo que está bien —dice la camarera un poco nerviosa.

—¿De verdad? —suelta el tipo.

Tengo la sensación de que va a pasar algo desagradable, pero el otro dice:

—Es igual. —Y luego—: Odio este jodido valle. —Y saca uno de diez dólares del bolsillo.

Su amigo se levanta, eructa, y murmura lo bastante alto para que ella le oiga:

—Jodidos habitantes del valle. Vamos a terminar la noche a la Galleria o donde demonios sea.

Luego salen del café y se pierden en el viento.

Cuando la camarera se me acerca para ver lo que quiero, parece que tiembla de verdad.

—Anfetamínicos de mierda. He estado en otros sitios del Valle donde no se hubieran atrevido —me dice.

Camino de casa me paro en un quiosco y compro una revista porno con dos chicas con látigos en la mano en la foto de la cubierta. Me quedo muy quieto y la calle está vacía y en silencio, y puede oírse el ruido de periódicos y revistas agitadas por el viento mientras el quiosquero anda poniendo piedras encima de los montones para que no se vuelen. También puedo oír los aullidos de los coyotes y los ladridos de los perros y las palmeras que mueve el viento arriba en las colinas. Vuelvo al coche y el viento lo hace oscilar un momento y me alejo, calle arriba, camino de casa.

Desde la cama, esa misma noche, oigo que las ventanas tiemblan, y me pongo muy nervioso pensando que las va a arrancar el viento. Eso es lo que me despierta y me siento en la cama y miro hacia la ventana y luego echo una ojeada al póster de Elvis y sus ojos miran más allá de la ventana, a la noche, y su cara parece casi asustada ante lo que ve, y la palabra «Confianza» encima de su cara preocupada. Y pienso en aquel cartel de Sunset y en la pinta que tenía Julian en el Café Casino, y cuando por fin me duermo ya es Nochebuena.

Daniel me llama la víspera de Navidad y me dice que ya se encuentra mejor y que la noche anterior, en su fiesta, le habían sentado mal unos Torinales que tomó. Daniel cree asimismo que Vanden, una chica con la que salía en New Hampshire, se encuentra en estado. Recuerda que en una fiesta, antes de irse, ella le había mencionado algo, medio en broma. Y Daniel recibió una carta suya hace un par de días y me dice que Vanden a lo mejor no vuelve; que quizá forme un grupo de punk-rock en Nueva York que se va a llamar La tela de araña; que seguramente está viviendo en el Village con uno de la universidad que tocaba la batería; que a lo mejor hacen su presentación en Peppermint Lounge o CBGB; que ella a lo mejor no vuelve a aparecer por Los Angeles; que el niño a lo mejor no es de Daniel; que a lo mejor aborta para quitárselo de encima; que sus padres se han divorciado y su madre se ha instalado en Connecticut y que la chica a lo mejor se va con ella un mes o así, y que su padre, un pez gordo de la ABC, está preocupado con ella. Daniel me dice que la carta no está clara.

Estoy tumbado en la cama viendo la cadena de vídeos musicales, el teléfono sujeto con el hombro, y le digo que no se preocupe y luego le pregunto si sus padres han vuelto para pasar la Navidad y me dice que se han ido otros quince días y que va a pasar la Navidad en Bel Air con unos amigos. Él iba a pasarla con una chica que conoció en Malibu, pero tiene mononucleosis, por lo que no cree que sea una buena idea y estoy de acuerdo con él y me pregunta si debe permanecer en contacto con Vanden y me sorprende lo mucho que me cuesta animarle a que sí y me dice que ella no tiene las cosas nada claras y me desea feliz Navidad y colgamos.

Estoy sentado en el comedor principal del Chasen’s con mis padres y hermanas y es tarde, las nueve y media o diez de la noche del día de Nochebuena. En vez de comer, miro el plato y paso el tenedor por la comida y me quedo abstraído haciendo un caminito entre los guisantes. Mi padre me sobresalta al servir más champán en mi copa. Mis hermanas parecen aburridas. Están morenas y hablan de amigas anoréxicas y de un modelo de Calvin Klein y me parecen mayores de lo que recuerdo, sobre todo cuando alzan sus copas cogiéndolas por el pie y beben lentamente el champán; me cuentan un par de chistes que no entiendo y le dicen a mi padre lo que quieren por Navidades.

Recogimos a mi padre esa misma noche en su ático de Century City. Parecía que ya había abierto, y bebido en su mayor parte, una botella de champán antes de que llegáramos. El ático de mi padre está en Century City, y se trasladó a él después de separarse de mi madre. Es bastante grande y está muy bien decorado y tiene un jacuzzi bastante grande que siempre está caliente y humea junto al dormitorio. El y mi madre, que no se han visto demasiado desde la separación, que fue, creo, como hace un año, parecían nerviosos y enfadados por tener que reunirse en vacaciones, y estaban sentados uno frente al otro en el cuarto de estar y sólo cruzaron entre ellos, creo, cinco palabras.

—¿Es tu coche? —preguntó mi padre.

—Sí —dijo mi madre, mirando el pequeño árbol de Navidad que le había montado su muchacha.

—Bien.

Mi padre termina su copa de champán y se sirve otra. Mi madre pide pan. Mi padre se limpia la boca con la servilleta, se aclara la voz y me pongo tenso, pues sé que nos va a preguntar lo que queremos por Navidad, aunque mis hermanas ya se lo han dicho. Mi padre abre la boca. Yo cierro los ojos y él pregunta si alguien quiere postre. Un anticlímax. Se acerca el camarero. Le digo que no. No miro demasiado a mis padres, me limito a pasarme la mano por el pelo, con ganas de tener algo de coca, o lo que sea, que me ayude a soportar todo esto y paseo la mirada por el restaurante, que sólo está medio lleno; los clientes murmuran cosas entre ellos y oigo sus susurros y comprendo que todo eso se resume en que tengo dieciocho años y el pelo rubio y me tiemblan las manos y he empezado a ponerme moreno y estoy bastante pasado en Chasen’s, Doheny esquina Beverly, esperando a que mi padre me pregunte lo que quiero por Navidad.

Nadie habla demasiado y a nadie parece importarle, y menos que a nadie a mí. Mi padre menciona que uno de sus socios ha muerto de cáncer de páncreas hace poco y mi madre menciona que a una conocida suya, con la que jugaba al tenis, le han hecho una mastectomía. Mi padre pide otra botella —¿la tercera o la cuarta?— y habla de un negocio que tiene entre manos. La mayor de mis hermanas bosteza picoteando su ensalada. Yo pienso en Blair allí sola en su cama acariciando aquel gato negro estúpido y en el cartel que dice: «Desaparezca aquí». Y también en los ojos de Julian y me pregunto si anda vendiéndose por ahí y que a la gente le da miedo mezclarse. Y luego pienso en el aspecto que tiene la piscina por la noche, con luz en el agua, en el jardín.

Entra Jared, no con el padre de Blair, sino con una modelo muy famosa que no se quita el abrigo de pieles y Jared no se quita las gafas de sol. Otro hombre al que conoce mi padre, alguien de la Warner Brothers, se acerca a nuestra mesa y nos desea feliz Navidad. No escucho la conversación. En lugar de eso miro a mi madre, que tiene la vista clavada en su copa y una de mis hermanas le cuenta un chiste y ella no lo entiende y pide más bebida. Me pregunto si el padre de Blair sabrá que Jared está en Chasen's esta noche con una modelo muy famosa. Espero no tener que hacer esto nunca más.

Salimos de Chasen’s y las calles están vacías y el aire sigue seco y el viento sigue soplando. En Little Santa Monica hay un coche volcado. Tiene las ventanillas rotas y cuando pasamos junto a él mis hermanas estiran el pescuezo para mirar mejor y le dicen a mi madre, que es la que conduce, que aminore la marcha y mi madre no lo hace y mis hermanas se quejan. Llegamos a Jimmy's y mi madre detiene el Mercedes y nos bajamos y el encargado se lo lleva y nos sentamos en un sofá junto a una mesa baja en la zona en penumbra del bar. Jimmy's está casi vacío; si se exceptúan unas cuantas parejas en la barra y otra familia que está sentada frente a nosotros, en el bar no hay nadie. Un pianista canta «Cuando llegue setiembre» y lo canta suavemente. Mi padre se queja de que no toque villancicos. Mis hermanas van al lavabo y cuando vuelven nos dicen que han visto un lagarto y mi madre dice que no las entiende.

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