—No, Finn, no lo hagas.
Finn clava la aguja en el brazo de Julian.
—¿Qué puedes hacer? No tienes a donde ir. ¿Vas a contárselo a alguien? ¿Qué te convertiste en un puto para pagar una jodida deuda por culpa de la droga? Tío, eres más ingenuo de lo que yo creía. Pero, vamos, querido, en seguida te encontrarás mejor.
Desaparezca aquí.
La jeringuilla se llena de sangre.
Eres un chico muy guapo y eso es lo único que importa
.
Me pregunto si está en venta.
La gente tiene miedo a mezclarse. Mezclarse.
Finalmente Finn saca a Julian del cuarto de baño y yo les sigo y Finn lleva a Julian escalera arriba, y los dos siguen hacia arriba, y veo que hay una puerta abierta, sólo una rendija, en lo alto de la escalera, y la música calla durante un minuto y oigo murmullos dentro de la habitación, y cuando Finn empuja a Julian dentro de la habitación, suena un grito, y Julian desaparece con Finn y la puerta se cierra de un portazo. Doy la vuelta y dejo la casa.
Después de dejar la fiesta me dirijo a The Roxy donde tocan los X. Casi son las doce de la noche y The Roxy está abarrotado y me encuentro a Trent junto a la entrada y me pregunta dónde he estado y no digo nada y luego me da una copa. En el club hace calor y me paso la copa por la frente, por la cara. Trent dice que Rip anda por aquí y acompaño a Trent hasta donde se encuentra Rip, y Rip me dice que van a cantar «Sexo y muerte en la alta sociedad» en cualquier momento y yo digo que estupendo. Rip lleva unos pantalones negros y una camiseta blanca de los X, y Spin lleva una camiseta que dice: «The Blockheads», y pantalones también negros. Rip se me acerca y lo primero que dice es:
—Aquí hay demasiados mejicanos, tío.
Spin bufa y dice:
—Vamos a matarlos a todos.
Trent debe pensar que es una buena idea porque se ríe y asiente.
Rip me mira y dice:
—Jesús, tío. Pareces enfermo de verdad. ¿Qué te pasa? ¿Quieres un poco de coca?
Me las arreglo para decir que no con la cabeza y termino la copa de Trent.
Un chico negro con un bigote fino y una camiseta de «Under The Big Black Sun» se me echa encima y Rip le agarra por los hombros y lo empuja sobre los que bailan y grita:
—¡Jodido mulato de mierda!
Spin está hablando con un tipo llamado Ross y Spin se vuelve hacia Rip después de que Rip se aleje del escenario.
—Oye, Ross ha encontrado algo en la calleja de detrás de Flip.
—¿Qué?
—Un cuerpo.
—¿Te estás burlando de mí?
Ross mueve la cabeza, sonriendo nervioso.
—Tienes que verlo —dice Rip con una mueca—. Ven, Clay.
—No —digo yo—. Quiero ver la actuación.
—Ven. De todos modos, quiero que veas algo que hay en mi casa.
Trent y yo seguimos a Rip y a Spin al coche de Rip y Rip nos dice que nos reunamos con él en la parte de atrás de Flip. Trent y yo vamos Melrose abajo y Flip tiene todas las luces encendidas y está cerrado y doblamos a la izquierda y aparcamos en el descampado detrás del edificio. Ross se baja de su VW Rabbit y nos hace gestos a Rip y a Spin y a mí y a Trent de que le sigamos a la calleja que hay detrás de la tienda desierta.
—Espero que no hayan avisado a la policía —murmura Ross.
—¿Quiénes más lo sabían? —pregunta Rip.
—Unos amigos míos. Lo encontraron esta tarde.
Dos chicas salen de la oscura calleja, riéndose convulsivamente y agarradas una a otra. Una dice:
—Jesús, Ross, ¿quién es ese tipo?
—No lo sé, Alicia.
—¿Qué le pasó?
—Una sobredosis, supongo.
—¿Habéis llamado a la policía?
—¿Para qué?
Una de las chicas dice:
—Vamos a traer a Marcia. Se quedará alucinada.
—Chicas, ¿habéis visto a Mimi? —pregunta Ross.
—Anduvo por aquí con Derf, pero ya se han ido. Nos vamos a The Roxy a ver a los X.
—Venimos de allí.
—¿Sí? ¿Qué tal están?
—Bien. Pero no cantaron «Adult Books».
—¿No la cantaron?
—En absoluto.
—Nunca lo hacen.
—Ya lo sé.
—Es una pena.
Las chicas se van, hablando de Billy Zoom, y Rip y Spin y Trent y yo seguimos a Ross a lo más profundo del callejón.
El chico está caído junto a la pared, apoyado en ella. Tiene la cara hinchada y pálida y los ojos cerrados, la boca abierta. La cara pertenece a un chaval de unos dieciocho o diecinueve años, y hay sangre seca en su labio superior.
—Jesús —dice Rip.
Los ojos de Spin están abiertos como platos.
Trent se limita a quedarse allí y dice algo como:
—Es tremendo.
Rip da un golpe con el pie en el estómago del chico.
—¿Seguro que está muerto?
—¿Le viste moverse? —se ríe convulsivamente Ross.
—Dios mío, tío. ¿Cómo te enteraste?
—Se corrió la voz.
No puedo apartar la vista del chico muerto. Hay moscas volando por encima de su cabeza. Dan vueltas alrededor de la luz que cuelga sobre él, iluminando la escena. Spin se arrodilla y mira la cara del chico y la estudio atentamente. Trent se echa a reír y enciende un porro. Ross está apoyado en la pared fumando y me ofrece un pitillo. Digo que no con la cabeza y enciendo uno de los míos, pero la mano me tiembla mucho y lo tiro.
—Fijaos en eso, no lleva calcetines —murmura Trent.
Nos quedamos un poco más. En el callejón sopla el viento. Se oye el ruido del tráfico que llega de Melrose.
—Esperad un momento —dice Spin—. Creo que conozco a este chico.
—Mierda —dice Rip.
—Tío, estás enfermo —dice Trent, pasándome el porro.
Doy una calada y se lo devuelvo a Trent y me pregunto qué pasaría si los ojos del chico estuvieran abiertos.
—Vámonos de aquí —dice Ross.
—Espera. —Rip le hace gesto de que se quede y luego pone un pitillo en la boca del chico. Nos quedamos allí cinco minutos más. Luego Spin se levanta y mueve la cabeza, se rasca y dice:
—Tío, necesito un pitillo.
Rip me coge del brazo y nos dice a Trent y a mí:
—Oíd, tenéis que venir a mi casa.
—¿Por qué? —pregunto.
Cuando llegamos a casa de Rip, en Wilshire, nos lleva al dormitorio. Hay una chica desnuda, muy joven y muy guapa, tumbada en el colchón. Tiene las piernas abiertas y atadas a los postes de la cama y los brazos atados por encima de la cabeza. Tiene el coño todo él irritado y parece reseco y puedo ver que se lo han afeitado. No deja de gemir y murmura palabras y mueve la cabeza a un lado y a otro con los ojos semicerrados. Alguien la ha maquillado y la chica se pasa la lengua repetidamente por los labios. Spin se arrodilla junto a la cama y coge una jeringuilla y le susurra algo al oído. La chica no abre los ojos. Spin le clava la jeringuilla en el brazo. Me limito a mirar. Trent dice:
—Tremendo.
Rip dice algo.
—Tiene doce años.
—Y está muy dura, tío —se ríe Spin.
—¿Quién es? —pregunto.
—Se llama Shandra y va a Corvalis —es todo lo que dice Rip.
Ross está jugando al Ciempiés en el cuarto de estar y el sonido del videojuego llega hasta donde estamos. Spin pone una cinta y luego se quita la camiseta y luego los vaqueros. Está empalmado y acerca su polla a los labios de la chica y luego nos mira.
—Podéis mirar si queréis.
Salgo de la habitación.
Rip me sigue.
—¿Por qué? —es todo lo que le pregunto a Rip.
—¿Qué?
—¿Por qué, Rip?
Rip parece confuso.
—¿Por qué qué? ¿Te refieres a eso de ahí dentro?
Trato de asentir.
—¿Y por qué no? ¿Qué diablos pasa?
—Dios mío, Rip, si sólo tiene once años.
—Doce —me corrige Rip.
—Bueno, pues doce —digo, pensando un momento en eso.
—Oye, no me mires como si fuera un degenerado o algo así. No lo soy.
—Eso… —se me estrangula la voz.
—¿Eso qué? —quiere saber Rip.
—Eso… no me parece que esté bien.
—¿Y qué está bien? Si uno quiere algo, tiene derecho a cogerlo. Si quieres hacer algo, tienes derecho a hacerlo.
Me apoyo en la pared. Oigo a Spin gimiendo en el dormitorio y luego el sonido de una mano que golpea. Probablemente un rostro.
—Pero tú no necesitas nada. Lo tienes todo —le digo.
Rip me mira.
—No es cierto.
—¿Qué?
—No lo tengo todo.
Hay una pausa y luego pregunto:
—Mierda, Rip, ¿y qué es lo que no tienes?
—No tengo nada que perder.
Rip se aparta y entra en el dormitorio. Miro dentro y Trent ya se está desabrochando la camisa mientras mira a Spin, que está sentado a horcajadas sobre la cabeza de la chica.
—Oye, Trent —digo—. Vámonos de aquí.
Me mira a mí y luego a Spin y a la chica y dice:
—Creo que me voy a quedar.
Permanezco allí quieto. Spin vuelve la cabeza mientras penetra la cabeza de la chica, y dice:
—Si no te vas a quedar, cierra la puerta, ¿entendido?
—Deberías quedarte —dice Trent.
Cierro la puerta y me alejo atravesando el cuarto de estar donde Rose juega al Ciempiés.
—He conseguido muchos puntos —dice. Observa que me marcho y pregunta—: Oye, ¿a dónde vas?
No digo nada.
—Deberías volver a probar ese cuerpo.
Cierro la puerta detrás de mí.
A unas cuantas millas de Rancho Mirage había una casa que perteneció a un amigo de uno de mis primos. Era rubio y bien parecido e iba a ir a Stanford en otoño y pertenecía a una buena familia de San Francisco. Solía venir a Palm Springs los fines de semana y celebrábamos aquellas fiestas en la casa del desierto. Chicos de Los Angeles y San Francisco y Sacramento venían a pasar el fin de semana y se quedaban a las fiestas. Una noche, a fines de verano, hubo una fiesta que en cierto modo se nos fue de las manos. Una chica de San Diego que había estado en la fiesta fue encontrada a la mañana siguiente con las muñecas y los tobillos atados. La habían violado repetidamente. También había sido estrangulada y la habían degollado y le habían cortado los pechos y alguien había puesto unas velas en su lugar. Su cuerpo lo encontraron en el auto-cine Sun Air colgando de los columpios que había en una esquina del aparcamiento. Y el amigo de mi primo desapareció. Unos decían que se había ido a Méjico y otros decían que se había ido a Canadá o Londres. Sin embargo, la mayoría opinaba que se había ido a Méjico. Metieron a su madre en una residencia y la casa estuvo cerrada durante dos años. Luego, una noche ardió y un montón de gente decía que el chico había vuelto de Méjico, o Londres o Canadá y le había pegado fuego.
Conduzco por la carretera del desfiladero donde estuvo la casa, llevando todavía la misma ropa que tenía puesta la tarde anterior, en el despacho de Finn, en la habitación del hotel Saint Marquis, en el callejón, y aparco el coche y me quedo allí sentado, fumando, esperando ver aparecer una sombra o una silueta detrás de las rocas. Enderezo la cabeza y trato de oír un murmullo o un susurro. Hay quien dice que por la noche puede verse al chico caminando por los desfiladeros, oteando el desierto, vagando entre las ruinas de la casa. Otros dicen que le cogió la policía y lo encerró en Camarillo, a cientos de millas de Palo Alto y Stanford.
Recuerdo toda esta historia con claridad mientras me alejo de las ruinas de la casa y empiezo a adentrarme en el desierto. La noche es cálida y el tiempo me recuerda a aquellas noches en Palm Springs cuando mi madre y mi padre recibían a sus amigos y jugaban al bridge y yo cogía el coche de mi padre y le bajaba el techo y conducía por el desierto oyendo a The Eagles o a Fleetwood Mac, con el aire caliente agitándome el pelo.
Y recuerdo las mañanas en que era el primero que me levantaba y miraba cómo salía vapor de la piscina, y mi madre se pasaba sentada al sol el día entero, y todo estaba tan callado y quieto que podía ver cómo las sombras originadas por el sol se desplazaban por el fondo de la piscina y por la espalda tan morena de mi madre.
La semana antes de irme, uno de los gatos de mi hermana desaparece. Es un gatito pardo y mi hermana dice que la noche anterior ha oído chillidos y un gruñido. Hay trozos de piel y sangre seca cerca de la puerta. Muchos gatos de la vecindad tuvieron que ser encerrados dentro de las casas porque si los dejaban salir de noche había muchas posibilidades de que se los comieran los coyotes. Algunas noches, cuando hay luna llena y el cielo está claro, miro afuera y veo sombras moverse por las calles, en los desfiladeros. Solía considerar que se trataba de perros. Sólo más tarde me di cuenta de que eran coyotes. Algunas noches, muy tarde, al conducir por Mullholland he debido apartarme bruscamente o frenar, y a la luz de los faros he visto coyotes corriendo lentamente entre la niebla con trapos rojos en la boca y sólo cuando vuelvo a casa comprendo que los trapos rojos son gatos. Es algo a lo que debe uno acostumbrarse si se vive en las colinas.
Escrito en la pared del cuarto de baño de Pages, debajo de donde dice: «Julian tiene buen material. Y está muerto». «Follate a tu madre y a tu padre. Eres un pilonero. Un pilonero. Vais a morir los dos por lo que me hicisteis. Me dejasteis morir. Ya no hay ninguna esperanza para vosotros dos. Tu hija es iraní y tu hijo maricón. Los dos os vais a pudrir en el infierno. Quemad, jodido carapijos. Quemad, mamones, quemadlo todo.»
La semana antes de irme oigo una canción de un compositor de Los Angeles sobre la ciudad. Escucho la canción una y otra vez, ignorando el resto del álbum. No era que la canción me gustara mucho; más bien era que me confundía y trataba de descifrarla. Por ejemplo, quería saber por qué estaba de rodillas el vagabundo de la canción. Alguien me explicó que el vagabundo estaba muy agradecido de encontrarse en la ciudad y no en cualquier otro sitio. Le dije a esta persona que me parecía que se equivocaba y la persona me dijo, en un tono que encontré ligeramente de conspirador:
—No, tío… No creas.
Pasé un montón de tiempo sentado en mi habitación la semana antes de irme, viendo un programa de televisión que daban por las tardes en el que ponían vídeos mientras un pinchadiscos de una emisora local de rock presentaba los vídeo clips. Había unos cien chicos y chicas bailando delante de la gran pantalla donde aparecían los vídeos; las imágenes hacían que parecieran enanos… y reconocía a gente a la que había visto en clubs. Bailaban en el programa, sonreían a la cámara, y luego se daban la vuelta y miraban a la enorme pantalla donde aparecían sus imágenes. Algunos incluso cantaban la letra de las canciones que ponían. Pero yo me concentraba en los que no cantaban la letra; en los que la habían olvidado; en los que seguramente nunca la supieron.