—Hoy ya se ha tomado casi media taza.
El cambio importante se efectuó durante el verano. Una noche calurosa, cuando el abuelito salió del cuarto de los niños, temblaba como de costumbre, pero esta vez de entusiasmo:
—¡Imaginaos que se ha tomado la taza entera!
—¡No es posible! —exclamamos mi mujer y yo—. ¿Cómo lo has conseguido?
—Le he dicho que engañaríamos a papá.
—¿Cómo? Procura ser más explícito.
—Le he dicho que si se bebía toda la taza como un niño bueno, llenaríamos luego la taza con agua caliente del grifo y te diríamos que Amir ha vuelto a negarse a tomar el cacao. Entonces tú te pones furioso y te tomas lo que hay en la taza. Y entonces nos reiremos al ver que te hemos engañado.
El truco me pareció un poco primitivo. También considero un error desde el punto de vista pedagógico el que un padre, que, después de todo, debe ser una persona que inspire respeto, se deje tomar el pelo por su hijo. Sólo ante la presión materna («lo principal es que el niño se tome el cacao») me decidí a entrar en el juego. El abuelito se dirigió hacia el cuarto de baño, llenó la taza de líquido caliente del grifo y me la presentó:
—¡Otra vez Amir no ha bebido ni una gota!
—¡Es inaudito! —grité yo con una indignación muy bien imitada—. ¿Qué se habrá creído el niño ése? ¿Con que no quiere tomar este estupendo cacao? ¡Está bien, entonces lo tomaré yo!
Los ojos de Amir estaban pendientes de mi boca cuando yo acercaba a ella la taza. Y no defraudé su expectación:
—¡Uf, qué asco! —exclamé después del primer sorbo—. ¿Qué asqueroso brebaje es éste? ¡Brrr!
—¡Ha caído en la trampa, ha caído en la trampa! —gritó Amir, dando un salto y sin poder contener su alegría.
La escena resultaba un poco deplorable, pero, para citar a su madre: «Lo principal es que el niño se tome el cacao».
El día siguiente, la misma historia. El abuelito me trajo una taza con agua del grifo. «Amir no ha bebido nada» «¿Qué se habrá creído el niño ese? Cacao estupendo, uf qué asco» «Ha caído en la trampa, ha caído en la trampa.» Y desde entonces, día tras día lo mismo.
Al cabo de algún tiempo, la cosa funcionaba incluso sin abuelito. El desarrollo de Amir va realizando progresos. Ahora viene ya él mismo con la taza con agua del grifo. «Inaudito, estupendo cacao, uf, qué asco» «Caído en la trampa, caído en la trampa». Saltos de alegría.
Con el tiempo empecé a preocuparme:
—Cariño —le pregunté a mi mujer—, ¿no será tonto nuestro hijo?
Porque no me resultaba del todo claro lo que se desarrollaba en su mente. ¿Acaso cada noche olvidaba lo que había sucedido la noche anterior? ¿Me tenía por idiota, al ver que desde hacía meses caía en la misma trampa?
La mejor de todas las esposas encontraba, como siempre, las palabras consoladoras correctas: lo que el niño piense, carece de importancia, lo importante es lo que bebe.
Sería más o menos a mediados de octubre cuando yo, quizá por pura distracción, quizá por una protesta inconsciente, tiré directamente al wáter el líquido caliente usual sin decir lo de «inaudito» y «brrrrr».
Ver esto Amir y romper a llorar fue todo uno.
—¡Oh, papá! —dijo sollozando—. ¡Ni siquiera lo has probado!
Ahora se acabó el dominio de mí mismo.
—No tengo necesidad de probarlo —le dije a mi retoño—. Cualquier imbécil puede ver que sólo es agua.
Una penetrante mirada de Amir fue la consecuencia de esto.
—¡Embustero! —me dijo en voz baja—. Entonces, ¿por qué hasta ahora siempre lo habías probado?
La cosa estaba clara. Amir sabía que noche tras noche habíamos realizado un juego idiota. Probablemente lo había sabido desde el principio.
En tales circunstancias, ya no había necesidad de continuar un juego tan ridículo.
—Sí que hay necesidad —replicó la mejor de todas las esposas—. Al niño le hace gracia. Lo principal es que él…
En noviembre, Amir introdujo una pequeña modificación en el texto. Cuando yo, al presentarle la taza, le preguntaba por qué no se había tomado el cacao, respondía:
—No me lo he tomado, porque no es cacao, sino agua del grifo.
Otra dificultad fue introducida en diciembre, al acostumbrarse Amir a remover con el dedo el líquido antes de probarlo. La ceremonia me resultaba cada vez más repugnante. Por la tarde, yo ya sentía náuseas al imaginar cómo, por la noche, el pequeño monstruo pelirrojo comparecería ante mí con el agua del grifo. Todos los otros niños toman cacao, porque los niños precisamente toman cacao. Sólo mi propio hijo no quiere tomarlo…
Hacia el final del año, sucedió algo misterioso. No sé lo que me ocurrió, pero aquella noche cogí de manos de mi hijo la taza y, en vez de escupir trazando un amplio arco aquella porquería, apuré la taza hasta el fondo. Casi me ahogué, pero bebí.
Amir se quedó decepcionado. Cuando pasaron los primeros segundos de horror, exclamó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¿Por qué? ¿Por qué has bebido eso?
—¿Qué significa «por qué»? —le pregunté a mi vez—. ¿No me has dicho que hoy no habías tomado ni una gota de cacao? ¿Y no te he dicho que yo mismo me tomaría el cacao? ¿Entonces?
En los ojos de Amir fulguró una chispa de odio hacia su padre. Se volvió, fue a acostarse y estuvo llorando toda la noche.
En realidad, habría sido mejor acabar de una vez con la comedia. Pero de esto no quería oír hablar mi mujer.
—Lo principal —explicó— es que el niño se tome el cacao.
Así fue como la comedia del cacao fue desarrollándose implacablemente noche tras noche, entre las siete y las siete y media…
Cuando Amir fue un poco mayor, se produjo un pequeño cambio de hora. Le habíamos permitido invitar para el día de su cumpleaños a algunos amigos, con los cuales se retiró al cuarto de los niños, llevándose la taza. Hacia las ocho, empecé a impacientarme y quise llamarlo para el desarrollo del ritual. Cuando me acercaba a la puerta, oí que decía:
—Ahora tengo que ir al cuarto de baño a buscar agua caliente.
—¿Por qué? —le preguntó su amigo Gilli.
—Mi papá lo quiere.
—¿Por qué?
—No lo sé. Todas las noches lo mismo.
El pobre niño, en aquel momento me di cuenta de ello, había creído todo el tiempo que era yo el que necesitaba la comedia del cacao. Y él participó en ella sólo por mi causa.
El día siguiente, estreché a Amir contra mi pecho y en una efusión de confianza le dije:
—Hijo mío, ya es hora de dejar esta tontería. ¡Se acabó la comedia del cacao! Los dos sabemos qué es lo que hay en todo ello. Vamos a inventar alguna otra cosa.
El solo de gritos y berridos que a continuación se produjo, resonó en todo el barrio. ¡Y lo que tuve que oír de labios de mi mujer!
La representación tuvo que continuar. No había más remedio. A veces me llama Amir, cuando ha llegado la hora, desde el cuarto de baño.
—Papá, ¿puedo llevarte ya el agua del grifo?
Y yo procedo enseguida a recitar mi parte del diálogo: «Inaudito, cacao estupendo, uf qué asco, brrrr…» Es para desesperarse. Una noche en que Amir se hallaba en cama con un poco de fiebre, fui yo mismo al cuarto de baño, llené mi taza del asqueroso brebaje y me lo bebí.
—¡Has caído en la trampa, has caído en la trampa! —me gritaba Amir a través de la puerta abierta.
Desde hace poco tiempo, Amir ha asumido mi texto. Cuando sale del cuarto de baño con la taza llena, murmura:
—Amir no ha vuelto a tomar ni una sola gota de cacao… Esto es inaudito… ¿Qué se habrá creído este niño…?
Y así hasta el brrrr.
Cada vez me siento más superfluo en esta casa. En realidad, si lo principal no fuera que Amir se tome su cacao, y ni siquiera sabría para qué sirvo.
—
E
PHRAÍM —me preguntó un día la mejor de todas las esposas—, Ephraím, ¿estoy gorda?
—No, mujer —le respondí— No estás gorda.
—Pero tú sí que lo estás.
—¡Ah! ¿Sí? Entonces debo decirte que tú todavía estás mucho más gorda que yo.
En realidad, ninguno de los dos está «gordo» en el sentido literal de la palabra. La mejor de todas las esposas quizá presente, en algunos rincones y extremos de su cuerpo, ciertas redondeces, y por lo que a mí respecta, de perfil tal vez parezca un poco fofo. Pero esto son más bien impresiones personales que el veredicto de la báscula.
A pesar de ello y por si acaso, entramos en contacto con uno de los centros de vigilancia de peso que tanto abundan hoy. Las amigas de mi mujer conocen historias maravillosas acerca de esas estaciones de control que acaban con la vida fácil de las personas que tienen exceso de peso. Por ejemplo, disminuyeron de tal modo el peso de un peluquero conocido en la ciudad que ahora pesa 40 kilos en vez de 130, y dicen que un director teatral pasó en dos meses de los 90 kilos al punto cero absoluto.
En una sucursal de la mencionada organización fuimos recibidos por una directora y un profesor delgado como un huso. Según dicen sus entusiasmados discípulos, unos pocos meses antes, este señor dejaba dos asientos libres cuando se apeaba del autobús; en la actualidad, trabaja de vez en cuando en una obra del «Grand Guignol» en el papel de espectro…
El profesor nos explicó sin rodeos la base de lo que había de hacerse: se prepara un expediente sobre cada uno de los candidatos al adelgazamiento. Contra el pago de una exigua suma de dinero, tal candidato es sometido una vez a la semana a un lavado oral de cerebro y se le entrega una minuta por escrito. No hay que renunciar del todo a la toma de alimento, sino que sólo se debe prescindir de determinadas cosas, incluidos los nervios del gusto. Nada de pan, nada de productos de pastelería, nada de mantequilla. Nada que contenga grasa, almidón o azúcar. En vez de esto, colinabo a discreción, col fermentada y pescado. Dos vasos de leche al día. Ninguna actividad deportiva, porque despierta el apetito. Se recomienda especialmente: permanecer acostado en el suelo una vez a la semana durante una hora y además beber agua tibia. Transcurridos siete días, le pesan a uno en la estación de control, y si no ha perdido peso, es por su culpa y debería avergonzarse. Si uno ha perdido peso, le acarician agradecidos.
—Magnífico —dije yo—. Necesitamos que nos traten con cariño.
La directora nos hizo pasar a otra habitación, donde tuvimos que subir a una báscula, sin zapatos, pero con el contenido completo de nuestros bolsillos. El resultado fue deprimente.
—Lo siento —dijo la directora—. Ustedes no presentan el necesario exceso de peso.
Creí estar viendo visiones. Nunca habría creído que por semejante formalismo pudieran privarnos del derecho a adelgazar. Después de todo, sólo me faltaba tres kilos para una obesidad oficialmente digna de crédito, y mi mujer, aunque más baja de estatura, con una adición de kilo y medio habría podido salir airosa. Pero los vigilantes del peso se mostraron inflexibles.
De modo que volvimos a casa y comenzamos a comer de todo lo que estaba prohibido. Dos semanas más tarde, comparecimos de nuevo a la estación de control, con la fundada esperanza de que ya no pondrían reparos a nuestra aceptación. Como medida de seguridad, me había llenado los bolsillos de 50 libras en moneda fraccionaria.
—Sean ustedes bienvenidos —dijo la directora, después de la doble pesada—. Ahora puedo abrir un expediente para ustedes.
A continuación, el profesor nos dio las siguientes instrucciones:
—Tres comidas fuertes al día. No se les permite pasar hambre hasta llegar a morir. Procuren variación. Cuando la col fermentada empiece a ofrecerles resistencia, pasen al colinabo y viceversa. Lo principal: nada de grasas, nada de almidón, nada de azúcar. Vuelvan ustedes dentro de una semana.
Durante siete días y siete noches nos atuvimos servilmente a estas prescripciones. Nuestro queso era blanco y escaso, nuestro pan estaba verde a causa de los pepinos que lo entreveraban, nuestra col fermentada estaba amarga.
Cuando al cabo de ocho días, subimos a la báscula, habíamos aumentado cada uno 200 gramos y esto con los bolsillos vacíos.
—Es algo que puede suceder —explicó el profesor—. Tienen que ser un poco más severos con ustedes mismos.
Durante la siguiente semana comimos exclusivamente colinabo que nos traían en coches de suministro especiales directamente desde la estación de mercancías. Y verdaderamente, no se registró en nosotros ningún aumento de peso. Pero tampoco ninguna disminución. La aguja de la pequeña báscula que habíamos comprado para uso doméstico, permanecía siempre en el mismo sitio. Resultaba un poco decepcionante.
En una vieja farmacia de Jaffa, la mejor de todas las esposas descubrió una báscula que funcionaba mal, pero ante ella hacía cola la mitad femenina de la población de Tel Aviv. Además, en la estación de control, después de todo, saldría a relucir la verdad.
Poco a poco comencé a desesperarme. ¿Deberíamos quedarnos con nuestro peso actual toda la eternidad? ¿Cómo es que mi mujer no había disminuido de peso? Por lo que a mí respecta, había una especie de explicación de este fenómeno. Había llegado a mis oídos el rumor de que yo todas las noches me iba a la cocina para dar cuenta de cantidades algo considerables de queso clandestino y de salchichas de resistencia…
La venganza del colinabo, al que volví en las semanas siguientes, no se hizo esperar.
En la séptima semana de nuestro tormento (como es sabido, la séptima semana es la semana crítica), me desperté en mitad de la noche. Sentía una necesidad irresistible del olor y ruido crepitante enloquecedores de la grasa chirriando en la sartén. Era imprescindible que comiera enseguida algo frito si no quería volverme loco. El solo pensamiento de la sucesión de letras que formaban los «besos rellenos de crema» me hacía estremecer. Me obsesionaban las visiones febriles de «almidón». Creía ver en figura corporal el concepto de «almidón»: una doncella dulce y graciosa que corría por un prado con un blanco vestido de novia y ondulante cabellera dorada.
—¡Almidón! —le decía yo gritando—. ¡Espérame, almidón! ¡Te quiero!
I love you
!
Je t’aime! Ya tiebya liublyu
! ¡No huyas de mí, almidón!
La noche siguiente la había alcanzado efectivamente. Me deslicé fuera de la cama, entré sigilosamente en la cocina, vacié en una sartén con aceite hirviendo toda una bolsa de maíz para hacer palomitas, esparcí por encima cantidades industriales de azúcar y me lo comí todo en una sola sesión. Y esto fue sólo el comienzo del festival de calorías. Hacia la medianoche estaba yo junto al horno disponiéndome a asar unas peras, cuando de pronto apareció junto a mí la frágil figura de la mejor de todas las esposas. Con los ojos cerrados se dirigió hacia la cesta de la ropa blanca y sacó de ella como una docena de pastillas de chocolate que enseguida comenzó a liberar de su envoltura de papel de plata. También me ofreció a mí y yo hice buen uso de su ofrecimiento.